Las razones del altermundismo. David Montesinos
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Pero ¿por qué se manifestaron aquellas multitudes que tomaron Seattle? Para empezar, fueron audaces al cuestionar, públicamente, el mito de que lo que es bueno para las empresas lo es para la gente. Es cierto que han ido apareciendo formas de nacionalismo que, a veces desde el reclamo de nuevas formas de proteccionismo económico o desde la pura violencia fanática, han lidiado con las evidentes amenazas de este maelström que parece dispuesto a tragárselo todo. Pero, en realidad, los Nuevos Movimientos Sociales (NMS) cuestionan que las fronteras de la globalización se expandan sistemáticamente en detrimento de los derechos laborales, de la democracia o del medio ambiente.
¿Jóvenes hartos de reglas? No, ese es un cliché de los liberacionismos de los años sesenta del que ahora no podemos estar más lejos. En vez de abolir normas, se trata de proteger el derecho de los ciudadanos a establecer las normas que los protejan. Es falso que, como se desliza desde las reuniones de la OMC, la batalla sea entre globalización y proteccionismo; en realidad, se trata de un enfrentamiento entre la globalización neoliberal y los partidarios de una globalización basada en los derechos humanos.
Encuentros como el de Seattle han generado un efecto trascendental en la opinión pública: empieza a ser sospechoso que se diga «economía» cuando realmente se está diciendo «capitalismo». La primera escaramuza de guerra de guerrillas se le gana a aquello que en los años noventa se llamaba pensamiento único, como si tras la caída del Muro ya no fuera posible hablar de otras opciones y la crítica hubiera quedado proscrita, como si la célebre TINA («There is not alternative») thatcheriana diera por muerta y enterrada toda forma de insumisión. Al fin el capitalismo vuelve a ser tema de debate, no es un avance pequeño.
Pero no nos engañemos, no hay rastros del viejo conflicto, no se trata de volver al comunismo de Lenin o de Mao, entre otras cosas porque las condiciones históricas que hicieron posible la revolución proletaria han mutado. No podemos extrañarnos de que, en muchos países del este de Europa, exista la sensación de que las estatuas de Stalin han sido derribadas para poner en su lugar los monolitos de McDonald’s. Muchos de los conceptos marxistas (por ejemplo, el fetichismo de la mercancía) siguen teniendo una envidiable vigencia. Es cierto que el poder sigue en manos de unos pocos —como en los antiguos países de la órbita soviética— y que tratan igualmente mal a la mayoría de las personas. De aquellos Estados totalitarios, donde los ciudadanos se limitaban a la obediencia, hemos pasado al poder omnímodo de las multinacionales.
La lucha no puede ser idéntica a la de quienes la entienden como una experiencia de centralización de la batalla por el poder; esta lógica no corresponde al ciclo en que nos hallamos. Desde la vieja izquierda, se critica a los NMS (Nuevos Movimientos Sociales) por carecer de líderes y tender a la dispersión. Esa tendencia es, ciertamente, un riesgo, pero solo es posible enfrentarse a las multinacionales descentralizando el poder y descargando sobre las comunidades la capacidad de tomar decisiones y de autogestionarse. La acusación tiene sus fundamentos, pero fragmentar la lucha no significa sucumbir a la incoherencia, por más que la promiscuidad de temas, reclamaciones y grupúsculos que se exhiben en las manifestaciones alterglobalizadoras pueda inducir a la confusión. Así sucede con los visionarios o iluministas que se aproximan a este tipo de movilizaciones y a menudo terminan asumiendo el protagonismo mediático. También puede interpretarse que, al final, lo que se construye tiene mucho de simulacro o, si se prefiere, de ruido virtual, pues por todas partes surgen surfistas de la Red que llegan a presentarse como los auténticos cerebros de la protesta global. Es injusto reducir el movimiento a fórmulas tan simplistas, pero es cierto que, tras cada algarada, puede disolverse sin dejar apenas nada sólido tras de sí. No obstante, podemos dar vueltas al argumento y leer esa precariedad como un signo del fracaso de las viejas organizaciones partidarias antes que de las nuevas asociaciones. Al final, y en esto Naomi Klein es muy insistente, la cuestión es pelear en diversos campos para contrarrestar el poder de las multinacionales. Habrá momentos en que surjan voces en el movimiento que reclamen una mayor disciplina y la construcción de algunas estructuras jerarquizadas, pero lo que debe asumirse es que el éxito solo puede ser consecuencia de una lenta labor de concienciación de las multitudes. Las manifestaciones son, en este sentido, una ingente labor de aprendizaje para cientos de miles de jóvenes y no tan jóvenes.
Una voz especialmente autorizada con relación a los NMS, Susan George, autora del Informe Lugano —texto decisivo para el cambio de sensibilidad operado en las dos últimas décadas respecto al sentido de la resistencia al capitalismo—, comparte la imagen pedagógica de las citas contra la OMC y otras instituciones similares. Es importante subrayar que, entre otros muchos vínculos con distintas organizaciones reivindicativas, George es una de las figuras más destacadas de la organización ATTAC, creada en Francia en 1998, la cual reivindica la imposición de una tasa especial a las transacciones comerciales. Dijo Susan George:
hace veinte años, se podía decir USA fuera de Vietnam, Acabad el apartheid, Pinochet es un criminal, y todo el mundo sabía de qué hablabas. Los fenómenos contra los que hoy luchamos tienen más ramificaciones y exigen, en consecuencia, todo un proceso de educación. ATTAC es consciente de ello, y creo que es uno de los motivos de su éxito. Se define como un movimiento de educación popular orientado hacia la acción. (George y Wolf, 2002, p. 182)
Detengámonos en la versión que de la trascendencia de Seattle y las posteriores movilizaciones contra las instituciones financieras globales ofrece Susan George. En un interesante libro, La globalización liberal. A favor y en contra, polemiza con Martin Wolf, editorialista de The Financial Times, diario enormemente influyente y firme defensor de la globalización y la ideología liberal. En el capítulo dedicado al movimiento antiglobalización, que obviamente es visto con desconfianza por su interlocutor, George se muestra renuente a considerar Seattle como un «kilómetro cero» de los movimientos contra el capitalismo. Menciona que, en 1985, ocurrió una cumbre contra el G7 en Londres, «pero los media no hicieron caso». Asimismo, habla de redes de todo tipo creadas desde los años setenta para protestar contra el desigual reparto de la riqueza o contra la tiranía de la deuda en el Tercer Mundo; ella participó en estas, incluido Greenpeace, de cuyo consejo de administración formaba parte. Movimientos y asociaciones como los que se manifestaron en Seattle ya existían, pero es entonces cuando alcanzan la masa crítica.
Seattle nos puso bajo los focos. Ha habido un antes y un después de Seattle, así como ha habido un antes y un después de Génova. La escalada de violencia de los Estados contra el movimiento ha sido considerable, pero también le ha dado más visibilidad. Y cada vez se nos unen más jóvenes. Durante los años 80 y comienzos de los 90, todos acudían a escuelas de comercio para ganar dinero. Hoy, no les parece que sea una forma especialmente satisfactoria de vivir su vida o, al menos, no lo cree así una proporción significativa de la juventud. (George y Wolf, 2002, pp. 179-180)
Susan George también reconoce, como un problema, la dispersión de propuestas, que responde —apunta con cierta ironía acaso autocomplaciente— a «que nos gusta mucho la diversidad». Es preciso definir alternativas desde luego, pero si de alguna manera se puede responder al nefasto «There is not alternative» de