Las razones del altermundismo. David Montesinos
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Nadie dijo que fuera fácil
Hemos hecho una breve alusión a las dificultades internas del movimiento que se inicia en Seattle o que, como diría Susan George, alcanzó entonces su masa crítica, quizá, porque —citando de nuevo George— «los malos habían ido ya demasiado lejos». Todos los actores estelares de los Nuevos Movimientos Sociales —de las instituciones de la deuda internacional, como señala George; o de las multinacionales, como indica Klein— parecen tener claro que solo desde las multitudes movilizadas es posible encontrar respuestas capaces de forzar a los agentes políticos a cambiar las reglas del juego. Nunca podríamos apartarnos más de quienes, como Friedman, otorgan a las élites la misión de transformar las comunidades, como si las masas fueran solo espectadores destinados a obedecer las instrucciones que —supuestamente para su bien— habrían de cumplir, como si lo que hubiera que esperar de los privilegiados del mundo es que sean ellos los que nos salven y no los que se apropien de la riqueza de todos.
En cualquier caso, el progreso económico y social no depende de las características o de la conducta de las masas. En cada país una pequeña minoría señala el ritmo, determina el curso de los acontecimientos. En las naciones que se han desarrollado más rápida y prósperamente, una minoría de individuos emprendedores y arriesgados ha avanzado constantemente, creando oportunidades para que las sigan quienes les imiten, y ha hecho posible que la mayor parte de la población aumente su productividad. (Friedman y Friedman, 1992, p. 92)
Siguiendo el razonamiento de George, podríamos maliciar que, si estas corrientes de antagonismo a la evolución del capital tienen ya una larga historia, acaso uno de los motivos de su salto a la fama pueda encontrarse en la violencia que desde amplios sectores mediáticos se ha atribuido a las contracumbres.
En el relato que hemos realizado respecto a los sucesos de Seattle, no nos referimos al Black Bloc, al que se responsabiliza de los actos de violencia producidos en la ciudad durante los días de la cumbre. Estos actos se utilizaron para justificar el despliegue policial y, en especial, las tremendas medidas de seguridad que tomaron las autoridades en cumbres posteriores, sobre todo en la del G8. Susan George asevera que el 98 % de los movilizados eran partidarios de la no violencia y que actúan desde la responsabilidad de quien se siente representante de sectores civiles de sus países de origen o de las organizaciones solidarias a las que pertenecen.
[...] la violencia es contraproducente. Los Black Bloc son muy a menudo infiltrados por la policía y por elementos nazis. Es un debate fundamental dentro del movimiento, porque algunos se niegan a condenar cualquier forma de protesta, incluida la violenta. Yo no comparto este punto de vista. Considero que debemos garantizar que todo el mundo en nuestras filas respete las reglas de la democracia, si queremos un sistema democrático para el mundo. (George y Wolf, 2002, p. 185)
En cualquier caso, no hicieron falta muchos Black Bloc ni otros grupúsculos para enfrentarse a las fuerzas de seguridad desplegadas en las cumbres y quemar los contenedores. El 11 de Septiembre fue la excusa perfecta para criminalizar el movimiento. Poco después de los atentados, Noam Chomsky predijo que las consecuencias caerían sobre los movimientos de protesta porque el entorno de Bush no dudaría en proyectar sospechas de terrorismo sobre cualquiera que se atreviera a exhibir su disconformidad en las calles.
Con seguridad, un revés para las protestas del mundo entero contra la globalización corporativista, que tampoco empezó en Seattle. Semejantes atrocidades terroristas son un regalo para los individuos más crueles y represivos de todas partes y, sin duda, serán explotados —de hecho ya lo han sido— para acelerar la militarización, la regulación, la marcha atrás de programas democráticos, la transferencia de riqueza a sectores aún más reducidos y el debilitamiento de la democracia en cualquier forma posible. Pero no lo conseguirán sin resistencia, como no sea a corto plazo. (Chomsky, 2001, p. 20)
Dos décadas después, parece fácil disociar entre un fenómeno tan oscuro y atroz, como el del terrorismo yihadista, y una corriente reivindicativa cuyos principios asumen incluso partidos políticos de masas. Otra cosa es que el terror haya servido para legitimar prácticas gubernamentales claramente represivas; en España tuvimos un claro ejemplo con la Ley Mordaza del gobierno de Mariano Rajoy. De otro lado, Chomsky tuvo razón. Quizá el dinero necesario para la condonación de la deuda a los países más pobres del planeta terminó sirviendo para las guerras contra el terrorismo. Sin duda, la segunda guerra de Irak fue una humillación para las instituciones de paz internacionales —empezando por Naciones Unidas, que declaró ilegal aquella guerra— o para las pretensiones de quienes defienden la implantación de una gran trama de justicia universal. Y, sin embargo, los atentados del World Trade Center o del Pentágono —y todos los 11S que han venido después— no deben ahogar de ninguna manera el debate sobre el tipo de globalización que queremos, sino todo lo contrario.
A partir de Seattle, cada reunión del G8, del Banco Mundial o de la OMC generaba sistemáticamente una fuerte respuesta ciudadana, lo que debemos interpretar como un gran éxito mediático, pues los focos se trasladaban desde los actores políticos invitados hacia los manifestantes. El principio de la ofensiva preventiva, de cuya naturaleza habla Naomi Klein en Vallas y ventanas, responde a la lección de Seattle para la policía del mundo. Surgido como una forma de represión perfectamente ajustada al nuevo estilo de protesta, su objetivo era difuminar la línea de demarcación entre la desobediencia civil y la pura violencia vandálica o antisistema. La propia Klein formó parte del grupo de personas más o menos destacadas que le escribieron al primer ministro canadiense, Jean Chrétien, una carta abierta titulada Ciudadanos enjaulados, en protesta por la decisión de este de levantar una enorme valla de seguridad para la Cumbre de las Américas, celebrada precisamente en Quebec. En esta carta, se defiende el derecho a manifestarse de forma pacífica, rechazando enérgicamente la etiqueta de «subversivos violentos» con la que se pretendía criminalizar la protesta.
Desdichadamente, la contracumbre de Génova pasó a la historia por la muerte de un joven manifestante, abatido por un disparo de la policía. Centenares de colectivos de todo tipo acudieron a Génova, y las primeras manifestaciones transcurrieron sin grandes incidentes, a pesar de que el gobierno de Berlusconi había convertido la ciudad en un auténtico estado de guerra, con un despliegue militar y policial impropio de tiempos de paz. Los disturbios que ocasionaron las masivas cargas policiales de los días siguientes se asocian nuevamente a los Black Bloc, de cuyos actos se desmarcaron los organizadores de la contracumbre, tanto por su violencia como por los abundantes indicios de que su conducta fue consecuencia de infiltrados policiales.
Tanto en Quebec como en Génova, el gas lacrimógeno y las porras —en algún caso, los disparos— obviaron la distinción entre manifestantes violentos y pacíficos. Ese incremento de la brutalidad por parte de las fuerzas del orden registró la complicidad silenciosa de las fuerzas de izquierda tradicionales de las naciones en cuestión, lo que alimentó el sentimiento de los manifestantes de no sentirse representados por partidos ni por sindicatos. No es aventurado asociar ese sentimiento al eslogan «No nos representan», característico del 15M español.
Esta vez el éxito fue para Berlusconi, quien consiguió trasladar el debate sobre la erosión de las libertades civiles a la cuestión de la peligrosidad real de los activistas. No todos le creyeron, pero el Cavaliere tuvo la habilidad de presentarse ante los italianos como el superhéroe de tebeo que salvaba a los italianos de las hordas anarquistas que se disponían a incendiar el país.
Pese a formar parte entusiasta de aquellos colectivos de manifestantes ajenos a la partidocracia o el sindicalismo convencionales, Klein no deja de advertir la dificultad de articular una estructura de representación a partir de movilizaciones callejeras, por más justas que sean