Las razones del altermundismo. David Montesinos
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Esta problemática viene de lejos. Como consecuencia del periodo de recesión que empieza en los años setenta, se difundió en el mundo mercantil la idea de que el problema de las empresas era su gigantismo. Colosos organizativos destinados a grandes desafíos productivos empezaron a plantearse que lo que ralentizaba su expansión y limitaba sus ganancias era su exceso de peso, de manera que optaron por reducirlo: empezaron por su personal. El modelo fordista, impuesto a partir de los años treinta, presumía la dignidad de sus condiciones laborales porque con ello se fidelizaba al asalariado y se limitaban los riesgos de insurgencia. Frente a ello, el nuevo estilo —el posfordismo— impulsó la idea de que los empleados, las máquinas y otras realidades tangibles constituían ataduras y estorbos que dificultaban el operativo que verdaderamente distingue a una marca: la creación, la identidad, el espíritu que seduce al mundo y que la convierte en una genuina lovemark. Por motivos como este, se habla de un salto más allá en el capitalismo contemporáneo, el cual se habría instalado en un espacio que ya no se deja atrapar por la lógica fordista, basada todavía en el principio productivo.
¿Hábil maniobra? Sin duda, pero necesita que el dispositivo no se conozca en profundidad, pues, a pesar de todo, es necesario producir algo más que glamour. Starbucks necesita café; Nike, zapatillas; Body Shop, cosméticos. Es importante que quienes cosen balones en un insalubre entramado fabril en Filipinas no sepan nada del recorrido comercial de lo que producen, y que quienes lo compren no sepan más de lo que ven en los spots. Se trata, en suma, de separar el logo de las circunstancias de elaboración del producto que venden.
Concepto y no producto: la filosofía entra de lleno en el mundo de la marca. No en vano hablamos del logo, del poder de atracción que el alma de la firma proyecta sobre los consumidores del mundo. Nunca se les pidió tanto a los geniales publicistas de la avenida Madison5 como ahora, cuando no se trata de difundir las virtudes de un determinado producto frente a la competencia, sino de hacer sentir al consumidor la experiencia de la compra. Nadie va, entonces, a Starbucks por su café, sino por la calidez que se siente cuando se está en uno de sus locales.
Ahora entendemos mejor por qué Nike no tiene una estructura de fabricación propia. Desde el principio, la firma entendió que era mucho más barato producir en Asia. En realidad, en esos prosaicos e insalubres lugares llamados fábricas, se produce un objeto en bruto, un ser inanimado que cobrará valor y alma solo en virtud de la firma, que lo volverá deseable e inducirá a un adolescente de Harlem a emplear una considerable cantidad de dólares para adquirir unas zapatillas. Entonces, la empresa, desprovista de la pesada carga de lo material, podrá concentrarse en la permanente reinvención de su propio logo. El ideal de Nike y de otras firmas es sustituir la fábrica por un espacio mínimo, sin más objetos que los ordenadores y la decoración, lleno de personas realizando brainstorming y que discuten eufóricos sobre cómo lograr que más consumidores del mundo amen la marca.
El publicista nunca ha estado más cerca de cumplir la profecía que Andy Warhol anunciaba en sus obras: el producto comercial es el arte mismo. Ya no tiene sentido que una firma patrocine a un artista que expone sus lienzos; el artista ya está trabajando para ella y sus creaciones son publicidad. Las grandes firmas pretenden colonizar el espacio de los signos; suya es la hegemonía cultural de nuestro tiempo.
El sentido de esta mutación ha sido, obviamente, incorporado al lenguaje publicitario. Según Vicente Verdú, hemos superado el estadio del capitalismo de consumo para situarnos en el de la ficción; ya no se trata de hacernos necesitar un artefacto, sino de ofrecernos un no thing. En esta nueva vuelta de tuerca del fetichismo de la mercancía —acaso el más visionario y enigmático de los conceptos marxistas—, lo que adquirimos en el acto de compra es una identidad, una forma de distinción, la participación en una forma cultural.
El anuncio de Kas preguntando «¿Y tú de quién eres?» constituye un tosco vestigio del capitalismo de consumo. En el actual capitalismo de ficción la marca no pretende que seamos sus rehenes o nos alistemos bajo su escudo, no intenta que seamos chicos Kas ni chicas Evax, sino que brinda su oferta para que cada cual, mediante ese don, pueda ser uno mismo. «En un mundo cada vez más globalizado, no está de más reivindicar tu individualidad», dicen los creativos de Lexus. «Nadie dicta tu moda», afirman los almacenes C&A. «No imites, innova», aconseja Hugo Boss. Pero, además, desde finales de 2002, algunas firmas de lujo como Chanel, Vuitton o Dior han comenzado a vender sus productos sin el logo a la vista para aumentar la ocasión —antes robada— de que el comprador personalice la prenda dentro del reino de la egonomía. Las marcas son hoy, ante todo, «proveedoras de ideas», suministradoras de estilos en los que surtirse, siempre para que disfrutemos la ilusión de hacernos nuestro propio yo, nuestro look exclusivo. Y ésta es también la poética de sus textos publicitarios. (Verdú, 2006, pp. 125-126)
La mentira de la flexibilidad
El estilo afectivo y posmoderno de la publicidad del nuevo siglo corresponde a unas prácticas económicas mucho más inquietantes. Para las megacorporaciones, el trabajador es un peso del que hay que desprenderse a toda costa. Realizar eso, en la actualidad, a diferencia de en los tiempos de Ford, es perfectamente posible; lo mismo ocurre con los espacios de producción y el costoso andamiaje técnico con el que hay que proveerlos. No se busca la expansión a partir de la multiplicación de cadenas de montaje, sino, en todo caso, de los centros de distribución y, sobre todo, de difusión. En esta fase avanzada del capitalismo, las grandes firmas no han hecho crecer sus instalaciones ni la cantidad de empleados; es el gasto en marketing lo que se ha incrementado espectacularmente. El capitalismo no es ficcional, pretende parecer que se mueve en el territorio de la ilusión y el espíritu, pero las zapatillas son fabricadas por alguien y en algún taller. Estamos en la era de las contratas y las subcontratas, que asumen realmente la responsabilidad de la manufacturación; la deslocalización, antes que un simple traslado de unidades productivas, es la delegación del peso de la fabricación sobre las espaldas de los contratistas del mundo subdesarrollado, es decir, aquel en el cual los costes pueden minimizarse al máximo. «Y a medida que los antiguos puestos de trabajo se trasladan al exterior, algo más se va con ellos: la anticuada idea de que el fabricante es responsable de sus empleados» (Klein, 2005a, p. 240).
Es aquí donde cobran sentido las zonas de procesamiento de exportaciones, también denominadas como zonas de libre comercio o, como se dice en México, maquilas. En países como Filipinas, China, India, Indonesia o México, entre otros muchos, se produce ropa, calzado, juguetes o artículos electrónicos. En estas factorías, el salario no permite superar el umbral de la pobreza, suele haber una fuerte rotación de empleados y la seguridad laboral brilla por su ausencia. Se traspasa la responsabilidad al contratista, que trabaja normalmente en países donde la observancia de los derechos humanos es laxa. La firma puede tranquilamente desligarse de las condiciones de producción, lo que refuerza su posición en los mercados ante la presión ética del consumidor.
Una zona franca conocida por Naomi Klein, que la visitó en el año 1997, es Cavite, ubicado a 90 minutos al sur de Manila, capital de Filipinas. Se trata de una de las numerosas «zonas económicas» del país. Klein descubrió que la transitoriedad y precariedad eran la lógica dominante dentro de un espacio donde solo se vivía para el trabajo. En las fábricas que Klein compara con inmensos cobertizos, se produce para las grandes firmas de ropa, de artículos electrónicos, de pijamas. En ese lugar, a la periodista le costó distinguir los nombres de las marcas, pues, al contrario de lo que sucede en los centros de consumo, intentan mantener la discreción. Descubrió que, en lo que podía ser una factoría de artículos para Nike, se podían producir también artículos para la competencia de esta firma. Esas condiciones de trabajo nos hacen recordar a escenas tan alejadas en el tiempo como las de las novelas de Charles Dickens:
El proceso de producción está concentrado, o aislado, dentro de esta zona como si se tratara de un residuo tóxico: