Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

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Las páginas no encajaban bien en el sobre, y toda la carta es un perfecto ejemplo de mala letra: a menos que te armes de paciencia y aprendas caligrafía, más vale que te olvides de la buena educación y escribas a máquina, como yo ahora. Quiero saber si has llegado a ver a Cat Castle en París. Por favor, respóndeme a esto. Esta semana tiene que pasar unos días allí. Te conoce desde que naciste. No la animes a ponerse inyecciones de estreptomicina. Phyllis, su hija, dice que «debilitan a mamá».

      El nombre científico de la campanilla norteamericana es Mertensia. No tiene ninguna relación con el Endymion.

      No llores mientras escribes cartas: quien las recibe podría tomárselo como un reproche. La tristeza indefinida es inútil: sé clara o, aún mejor, sé discreta. Si tienes que contarle al mundo tus intimidades, pon ejemplos. No te limites a sollozar en la almohada con la esperanza de que alguien te oiga.

      Las monjas no se angustian en el dormitorio angosto de su convento,

      y los ermitaños se conforman con sus celdas…

      Te obligué a aprendértelo de memoria, pero la memoria nunca ha sido tu fuerte.

      He podido descifrar alguna que otra frase suelta. Por supuesto que no te «entiendo». ¿Que si he pedido a alguien que «me entendiese» alguna vez? No puedes «entender» a nadie sin entrometerte en la intimidad de esa persona. Espero que no estés siempre encima del pobre Philippe, torturándolo y fisgoneando para descubrir sus reflexiones más íntimas. Cuantas más cosas tenga que ocultar un hombre, más probable es que se declare «una persona muy reservada», y más vale conformarse con lo que esa afirmación te permita saber de él. Tú siempre echabas la llave en tu habitación y nunca te molesté; el primer diario que te regalé tenía llave y respeté tu intimidad. ¡Y pensar que cuando me quedé embarazada creía que eras un tumor! Pero tú eras tú, ¡y tanto!

      Con cariño,

      Madre

      P. D.: Volviendo a las flores, a la luna de miel y a las bicicletas, aquel fue el año en el que murió Jorge V, que tenía mala fama por su tacañería, mezquindad y desdén por la cultura, y por ser muy duro con sus hijos, pero que, por lo demás, se parecía a mi padre absolutamente en todo.

      2

      El edificio que estaba al otro lado del patio debía de haber desaparecido por obra de alguien que estaba jugando con ladrillos, pues la luz de la mañana, hasta entonces tenue, se coló por el hueco de las cortinas de la habitación, radiante: recorrió una pared, iluminó un espejo enmarcado por fotografías, notas, postales y pósits antiguos, de o para Philippe, y reveló una pequeña araña translúcida, color escarlata, que colgaba de un hilo de seda de lo más resistente. Una luminosidad más suave —que esta vez provenía de la imaginación— envolvió a dos personas de mediana edad que subían en bicicleta por una colina inglesa. En homenaje a la mañana y al esplendor de los nuevos comienzos, portaban una ofrenda de color azul, pero era un azul perecedero, que acabó por volverse añil. Los pétalos se pudrieron. El aroma de la flor se alteró, y ahora recordaba al olor de los amantes envejecidos, al del jabón y al de la muerte. Los ciclistas iban vestidos igual, con coloridos suéteres de lana estilo Fair Isle y pantalones bombachos. El pelo de la mujer, rojizo bajo la luz del sol, suave y sedoso al tacto (aunque eso casi nadie lo sabía), era igual de corto que el del hombre. Era el año del funeral de Jorge V. ¿Quién era? Era la corona, la barba y el perfil de los veinticinco centavos canadienses —en su día, la paga de Shirley—. Una vez, encontró a Jorge V en la playa y, después de limpiar bien la arena de ambas caras, preguntó:

      —¿Qué puedo comprarme con esto? ¿Puedo quedármelo?

      —No puedes comprarte lo que habrías podido comprar hace diez años —respondió su padre, como si Shirley supiera lo que significaba «hace diez años».

      Sus padres, una pareja ya perdida, se adentraban pedaleando en la oscuridad y se volvían más pequeños que la minúscula araña viva. Lo que ella necesitaba esa mañana no era un recuerdo, sino un sustituto inocuo del pasado. Cuando Philippe entrara, le hablaría con esa cordialidad despreocupada que, en su peor versión, era su forma de mostrar indiferencia: «Pero bueno, ¿dónde estabas? ¿Dónde te quedaste anoche? ¿Dormiste en casa de Renata?». O cruzaría la habitación y abriría de golpe las cortinas como si Shirley no existiera, lo que significaría que, en su fuero interno, deseaba que nunca hubiese existido. La premonición de una desgracia imprecisa hizo que su imaginación echara a volar: «Mira, sé que es lo peor que he hecho en mi vida…». No. Espera. Los detalles eran fundamentales: eran los cimientos, lo que sentaría la base para la huida. Esa mañana era domingo de Pentecostés, 2 de junio. Estaba sentada en su habitación con una carta en la mano; aún llevaba la ropa de la noche del sábado, un vestido de raso negro que una malintencionada amiga suya la había incitado a comprar. Encima, una gabardina Burberry a la que le faltaba un botón y de la que colgaba un largo hilo. En la colcha había un bolso de terciopelo verde, regalo de la hermana de su marido, del que asomaban varios cigarrillos. Acababa de abrirlo de un tirón, buscando ansiosamente sus gafas, y había roto el cierre. En el edificio reinaba un profundo silencio, como si los demás inquilinos, entre ellos Philippe, hubieran salido para ir al mismo funeral. ¿Un resumen o un preámbulo? De repente le pareció extraño y anodino, minucioso y desigual: porque ¿dónde estaba Philippe? «No tiene sentido que me acuses a mí —dijo, con esa indiferencia que sabía adoptar en ausencia de su marido—. ¿Y tú? ¿Dónde te quedaste tú anoche?» La luz que se había dejado encendida, esa mancha marrón chamuscado en la pantalla, significaba que se había vestido y se había marchado antes del amanecer (¿un encargo? ¿una llamada inapelable de su madre?) o que, directamente, no se había acostado.

      La habitación estaba en orden; el baño, impecable; pero eso no significaba nada: aunque Philippe tuviese que acudir a toda prisa al lecho de muerte de su madre, por poner un ejemplo, se habría tomado el tiempo necesario para borrar todas sus huellas. El pasado inmediato quedaba así eliminado; el proceso consistía en coger un objeto, un sentimiento o una idea, cogerlos de uno en uno, y buscarles otro sitio. Si el sitio no existe, hay que imaginárselo. Antes de casarse, Shirley jamás se había molestado en hacer la cama: ¿por qué hacer algo que tendrás que deshacer inevitablemente al cabo de unas horas? Siempre llevaba la misma ropa hasta que sus amigas decidían que ya estaba inservible, y entonces se limitaba a donarla. Tenía las sábanas, las toallas y las fundas de almohada limpias apiladas en una silla de la sala de estar, y las usadas las dejaba en un hueco perfecto que había entre la bañera y la pared. Cuando una pila era más alta que la otra, metía toda la ropa sucia en una maleta enorme e iba en taxi a una tintorería al otro lado de París. Su experiencia con los taxistas parisinos le había enseñado a temer su grosería y sus negativas cortantes, pero ambas quedaban descartadas ante la promesa de un trayecto largo y caro. Era incapaz de entender por qué ese sistema, que funcionaba tan bien y que solo exigía un esfuerzo ocasional, a Philippe le parecía absurdo. El caso es que su marido había puesto punto final a aquello: ahora, los sábados por la mañana, un chiquillo pasaba tirando de una especie de baúl con ruedas para llevarse la ropa sucia y devolverla desgarrada, raída, rígida como la mesa de la cocina y apestando a lejía. Shirley tenía que contar, revisar y comprobar que cada toalla para la cara y cada manopla estaban en la lista. Pero nunca estaba preparada, nunca llegaba a tiempo, nunca disponía del inventario actualizado ni tenía calderilla para la propina. Luego le tocaba desenvolver la ropa blanca limpia —encorsetada en un papel marrón y duro, cerrado con unos alfileres criminales—, ordenarla y colocarla en estantes a los que apenas llegaba, para después tener que bajarla de nuevo: una repetición de gestos que le parecía disparatada, pero que para Philippe constituían, como quien dice, la esencia de la vida.

      «Sé prudente —se repetía ella—. Paso a paso, como cuando desenvuelves la colada. Llama a su oficina… No, por Dios, no. Jamás me lo perdonaría. Los domingos no hay centralita, me respondería uno de sus amigos, y luego se

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