Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

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que Philippe reservaba para la novela de su amiga. Llegaría el día en que no podría cerrarlo, y entonces lo cogería todo y se lo llevaría a un editor. Por sus páginas deambulaban Flavia, una chica solitaria; Bertrand, su marido, un antropólogo de tercera, y Charles, un excelente periodista. En su día, Charles estuvo casado con Daisy, una furcia norteamericana, pero Daisy ya había muerto debido a una mezcla de alcohol y de desastre mucho antes de que empezara el primer capítulo. Leyendo en diagonal los nuevos fragmentos, solo las frases que le parecían esenciales, Shirley descubrió que, a pesar del desaliento fruto de su trato diario con el Bertrand de tercera, Flavia conseguía aferrarse a sus valores espirituales gracias a la correspondencia epistolar con Charles:

      Me miré en el espejo […] vi el rostro delicado y el sedoso y rebelde […] Al subir las escaleras vi mi rostro en el tocador veneciano, con su encantadora […] el rostro de santa Verónica después de

      recuerdo deambular por el césped intentando encontrar mi preciosa ropa interior […] «Mira qué bonita, con adornos de encaje color crema […] pero él ya estaba desplegando el mapa de carreteras […] tan trivial para él […] Mientras se encendía un cigarrillo, sin ofrecerme otro a mí, vi mi pequeño rostro en el parabrisas negro […] parecía Lázaro resucitado de entre los muertos […] los brazos amoratados […] profunda incomodidad […] sin agua caliente […] La solemne tragedia que podría haber sido […] anhelando un baño […] descansar […] entendiendo

      conversación en un plano desconocido para él […] Una mera actuación convertida en opereta […] Su absurda afirmación de que el complejo de Edipo jamás había existido fuera de Viena […] En el restaurante vi mi pequeño y pálido rostro en la cabeza de una cuchara

      incluso boca abajo […] el rostro de una pequeña y perseguida […] estaba cansadísima, tan exhausta que me preguntaba si sobreviviría hasta el final de

      y que no afectaba a nadie más que a judíos de clase media […] una y otra vez […] imposible odio parricida, a menos que volviese a empezar de camino a casa […] Se comió como un grosero animal la sopa de puerro, sorbiendo […] estofado de carnero […] merengue de albaricoque […] más brandy

      café […] corrompido por el estilo de vida americano […] se bebió un Gin Fizz detrás de otro […] hasta que […] sin tener en cuenta mi pequeña […] cansada o incluso por su propio hígado […] presión arterial […] Con Bertrand cené en los restaurantes más caros […] me invitaban a relacionarme con gente famosa […] actores que contribuían a […] Fui a […] en un lujoso y potentísimo […] arena blanca y pura

      cada actuación de gala en […] aun así, no eran más que sucedáneos de su incapacidad profesional para […] estando delante del espejo […] con la mano apoyada suavemente en la talla de […] vi unos ojos […] enmarcados por […] cuyo arrojo […] no se plegaba ante la mirada de él […] Solo una carta de Charles podría arrancarme del aburrimiento y de la apatía habitual

      Dejando de lado lo que Philippe pudiera sentir por Geneviève, no cabía duda de que el lenguaje de Geneviève era una coyuntura de por sí y era un lenguaje que ningún extranjero podía confiar en llegar a entender, ni siquiera el fantasma de Daisy.

      «El lenguaje es coyuntura —se dijo Shirley—. El grito silencioso.»

      Cuando Philippe hablaba de Geneviève usaba el vocabulario de su novela. Era una forma de expresión que se inducían recíprocamente, como si una tercera presencia invisible y presuntuosa, sucedáneo de la pasión, los impregnase por turnos. Cuando el poseído era Philippe, podía decir, sin sonreír:

      —Era un hada del maíz.

      —¿Que era una qué?

      —Una diosa, vaya. Una deidad femenina. Una diosa del maíz.

      —Ay, Philippe, ¿qué quieres decir? Dímelo en francés.

      —Hablo de la fertilidad. De la abundancia. De la calidez.

      —En serio, prefiero que te ciñas al francés. Cuando lo haces suena bien, por así decirlo.

      —Era una Deméter. Una adorable Deméter. Era Perséfone. Una naturaleza cautivadora. Nunca discutíamos. Siempre estábamos de acuerdo. Una cocinera maravillosa.

      —¿Por qué no te casaste con ella?

      —Lo nuestro no era así. Ella era la encarnación de los sueños de un niño pequeño…

      —¿Un niño pequeño, dices?

      —Que había perdido a su padre…

      —Ay, Philippe.

      —Solo…

      —Es horroroso. Hablas como ella. Y en la cama, ¿qué? Con ella, digo.

      —Lo nuestro no era así. Eso daba igual. Era la encarnación de…

      —No, por favor, eso ya lo has dicho. Volvamos a lo de la cama.

      —A ver, la cuestión es que ella no estuvo con casi nadie antes que conmigo. Solo con otros dos hombres. A uno lo quería, pero…

      —Estaba casado.

      —No, se hizo cura. Con el otro solo era… En fin, el caso es que no le gustaba para nada con ninguno de los dos.

      —Que no se te olvide su marido.

      —No le gusta para nada con su marido.

      —Si tan poco le gustase, se iría de casa.

      —Su religión se lo impide.

      «¡Su religión! ¡¿Lo has oído, san José?! ¡Mándale una lluvia de alfileres a Geneviève! ¡Que le salga barba! Que a Geneviève se le caiga el pelo y tenga que llevar un turbante de lunares con un flequillo postizo. Que a Geneviève se le congelen los dedos en el Transiberiano. Maldita sea Geneviève. Que le den. No, eso lo retiro. No mejoraría la cosa.»

      Esa conversación, que Shirley había empezado a garabatear por todos los márgenes, se fue extinguiendo. Shirley, o Daisy, solo era el fantasma de una furcia y no tenía derecho a nada. Su matrimonio había tocado fondo; el lecho oceánico: un domingo por la mañana, 2 de junio, ninguno de los dos sabía dónde estaba el otro. También Geneviève era un fantasma: no era sino lo que Philippe quería que fuese, un pasado perpetuo. Shirley recogió las hojas desperdigadas de la carta de su madre y volvió a guardar Una vida dentro de una vida en el cajón. No había ganado nada con ese jueguecito, ni siquiera tiempo. La casa donde Shirley había pasado la noche no era la de Geneviève, pero era poco probable que Philippe estuviera con ella en aquel momento. Si Shirley hubiera muerto en ese instante fulminada por un rayo (es decir, si el rayo fuese el sentimiento de culpa), la noticia de su muerte diría: «Se tomó su último desayuno de pie, en la cocina. Las sillas estaban ocupadas por pilas de basura que ya llevaba un tiempo queriendo tirar». Nadie que observara la desaparecida Atlántida creería jamás que el responsable de aquella taza sin lavar era Philippe. Shirley se preguntó si su marido no estaría intentando asustarla y si esa luz que se había dejado encendida, las dos pastillas para dormir y la pocilga de la cocina eran indirectas con la intención de transmitirle un mensaje definitivo.

      En compañía de la araña, se quitó la ropa del sábado y abrió el grifo de la bañera moteada con manchas ocres. De la intrincada tubería que había en el techo le cayeron unas gotas en la cabeza. La carta de su madre hablaba

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