Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

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fiesta, que es lo último que él o yo necesitamos ahora mismo. Mira en el bloc que hay al lado del teléfono, en el marco del espejo del recibidor (un regalo de boda de Renata), en la pizarra de la cocina. Mira encima de su mesa del cuartito… de hecho, mira en los cajones. Si te pilla, limítate a responder: “Solo estaba…”. Cuando encuentres la nota en la que te dice de quién es el funeral al que ha ido, prepara un baño y cámbiate. Quítate la ropa del sábado; guárdala para que no la vea y se acuerde de todo el asunto. No dejes el vestido en el suelo: lo pisará a propósito. La cocina: he ahí una pregunta que pide respuesta. Tiene que haber desayunado de pie… ninguna de las sillas está para sentarse. ¿Cuándo dejé los platos sucios encima de las sillas? Ayer. Fardos de periódicos que, en teoría, el Ejército de Salvación tendría que haber pasado a recoger. Pan, una taza medio vacía, un cartón de leche en polvo, que sé que detesta, pero siempre se me olvida comprar del otro tipo. Un cuenco de ensalada y dos trocitos amarillentos de endibia pegados a un tenedor de madera: una prueba de mi nefasta capacidad para gestionar la casa. Sin embargo, yo estoy cómoda en el caos, y él lo sabe, mientras que esa taza que Philippe ha dejado sin lavar parece un desliz moral.»

      Un recoveco sin ventana sacado de la sala de estar, probablemente pensado para ser la habitación de un niño, se había convertido en el despacho de Philippe. Lo llamaban «el cuartito» porque el término, vestigio de las novelas inglesas protagonizadas por niños que crecían y estudiaban en Cambridge, le hacía gracia a Shirley; y Philippe, que casi siempre estaba muy serio e ignoraba por qué a su mujer le parecían odiosas y a la vez graciosas tantas cosas, lo aceptó como el enésimo misterio anglosajón. Pero solo lo aceptó, aunque no era eso lo que ella habría querido, porque venía a significar algo como: «Compartimos una manzana porque ya la he partido por la mitad». Cuando las visitas veían el cuartito, Philippe decía: «Esta es mi mesa, y mi mujer trabaja en esa», sin haberle explicado ni siquiera a Shirley cuál era o podría ser su trabajo. Entre las dos mesas había una estantería que llegaba hasta el techo. Un par de barras de neón parpadeantes zumbaban e iluminaba con su desagradable luz varias pilas de Le Miroir, la revista quincenal en la que trabajaba Philippe; tazas grandes llenas de bolígrafos y lápices; dos máquinas de escribir gemelas, cubiertas por unas fundas de plástico confeccionadas por la madre de Philippe; y un póster del Movimiento por la Templanza que Shirley había robado del metro. El póster era un lastre en la habitación; pesaba como una anécdota que cuesta traducir en una fiesta. Pues ¿qué tenía de gracioso un frágil niño que suplicaba: «¡PADRE, NO BEBA! ¡PIENSE EN MÍ!» si te parabas a pensar que Francia contaba con el mayor número de alcohólicos en Europa occidental y de muertes causadas por la bebida? Philippe había escrito una serie de tres artículos sobre el alcoholismo infantil en Normandía que se titulaba «Los hijos del calvados: un grito silencioso». El primero empezaba así: «Era un grito silencioso arrancado del corazón, que rasgaba los cielos, que abrasaba el universo, al que las clases medias hacían oídos sordos», para luego explicar lo que pasaba cuando los biberones de un recién nacido eran mitad leche aguada y mitad aguardiente de sidra.

      —¿Me quieres decir dónde está la gracia de la cirrosis, la diabetes, la cardiopatía congénita y el retraso mental? —preguntó él, desplegando el póster.

      —¿Que dónde está la gracia? En ningún sitio. No lo sé.

      —Entonces, ¿de qué te ríes?

      —No me río. ¿Me estoy riendo? Perdona, voy a tirarlo.

      —No, déjalo. Me da igual. ¿Cómo lo has sacado del metro?

      —Con la lima de uñas de Renata. Estaba con ella.

      —¿Ibais borrachas?

      —¡Philippe! No. Ha sido en plena tarde.

      —¿No ha intentado pararos ningún pasajero?

      —Han hecho como que no nos veían. Estábamos muy serias, y Renata me ha dado unas instrucciones muy serias en francés. Ha sido di… Iba a decir «divertidísimo».

      —Dos mujeres con edad para votar… —dijo Philippe.

      —En Francia no podemos votar.

      Philippe tenía la costumbre de dejar que Shirley tuviese la última palabra, que normalmente coincidía con el momento en el que acababa de cambiar de opinión. Lo que implicaba que la última palabra fuese, en realidad, el comienzo de un nuevo tema de conversación. Shirley estaba a punto de decirle que no había votado en su vida y de explicarle las circunstancias que habían motivado aquella falta; de contarle que hubo mujeres que se encadenaron a farolas y a las que tuvieron que alimentar a la fuerza en los psiquiátricos penitenciarios; mujeres con blusas y quevedos que debieron de acabar en el suelo de piedra, aplastados, mientras forcejeaban con los auxiliares intentando evitar esos tubos espantosos que las obligaban a comer de una manera monstruosa: todo por Shirley, que no había votado ni una vez en su vida, ni una sola. La madre de Philippe votaba al general De Gaulle; Philippe, contra él; su hermana votaba, pero no decía a quién: de camino al colegio electoral decidía qué voto quería contrarrestar, si el del hermano o el de la madre. Le daba bastantes vueltas, y se lo pensaba hasta el último segundo, cuando se dirigía con mano firme a una u otra pila de papeletas. «He cumplido con mi deber electoral», decía la cuñada de Shirley, pero nadie sabía nunca qué voto había contrarrestado. Mientras que ella tenía un poder inmenso, Shirley no tenía ninguno, pues no podía votar en Francia.

      Huelga decir que no había ningún mensaje para Shirley encima de la mesa de Philippe. Aquel era su lugar de trabajo, no un depósito de explicaciones. Las cartas urgentes, facturas y proyectos para Le Miroir estaban apilados como ladrillos en varias bandejas de plástico, una sobre otra, cada una de un color: azul industrial; amarillo industrial; ese rojo con el que pintan las máquinas para, según se dice, evitar que los trabajadores de las fábricas se duerman; y el verde que, en teoría, los tranquiliza y evita que se autolesionasen. Un cajón de la mesa (¿quién invitó a Shirley a abrirlo? Philippe no) contenía el manuscrito de una novela escrita por una íntima amiga de su marido que se llamaba Geneviève Deschranes, otro (si abres el primer cajón, pruebas también con el segundo) reveló un libro de Mamá Ganso y varios folios amarillos repletos de nanas inglesas.

      Philippe había escrito a máquina, en un folio, una de las muchas versiones estrambóticas de Ganso Gansito:

      Ganso Gansito enbobado

      qué intentas casar

      escalera arriba, escalera abajo,

      qué intentas lograr.

      Vergüénzate, Gansito,

      te pillamos y no te enteras,

      qué cruel pegar a un pobre anciano

      y tirarlo por las escaleras.

      Justo debajo, en la letra pequeña e inclinada de Philippe, se leía: «Pobre anciano: ¿Churchill? Ganso Gansito: ¿la herencia griega?».

      La forma en la que Philippe escribía «embobado», su convicción del significado profético de la nana y, sobre todo, la segunda estrofa, cuya autenticidad Shirley se negaba de plano a aceptar, eran desde hacía mucho tiempo motivo de disputa conyugal. Philippe, como buen francés, tenía la arrogante convicción de que en el resto de idiomas las tildes eran ornamentales y, en el fondo, era irrelevante si se ponían o no; pensaba que la ortografía, como los colores, era una cuestión de gustos. Su fuente no era un diccionario ni su mujer ni su educación y ni siquiera el libro de Mamá Ganso que Shirley le había regalado, rogándole que lo comprobase, sino su amiga, la escritora Geneviève Deschranes. Hacía muchos años, una institutriz inglesa, la señorita Thule, se había encargado de cultivar el intelecto de Geneviève.

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