Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

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a la mesa de la sala de estar y encendió con solemnidad varias velas, lo que les hizo pensar —ella lo supo al cabo de un tiempo— que su idea de elegancia estaba sacada de los restaurantes del Barrio Latino. Luego miraron el plato enorme que había en el centro de la mesa y dijeron lo siguiente:

      La Madre: «¿Qué lleva ese plato que pueda sentarnos mal?».

      La Hija: «Todo».

      Escogieron selectivamente entre los cuatro tipos de arenques y la ensalada de patata aliñada con eneldo. Los vasos de aquavit se quedaron intactos delante de sus platos. Philippe se mostró amable, pero estaba perplejo: ¿qué mosca le había picado a Shirley? ¿En qué momento se le había ocurrido que su madre y su hermana disfrutarían de una extravagante cena escandinava? Ya le había hablado de ellas, y Shirley le había prestado atención, pero ¿lo había entendido? Ella notó esas preguntas desde el otro lado de la mesa, o creyó notarlas, y respondió con un «Lo siento» que parecía llevar diciendo desde siempre y que seguiría diciendo para siempre. Entretanto, las Perrigny intentaron comer un poco de cerdo con ciruelas. Dirigían la mirada hacia las pastas y al momento la apartaban. Daban mordisquitos al pan negro y fingían dar sorbos a su cerveza danesa. No estaban sorprendidas u ofendidas; estaban sencillamente angustiadas y horrorizadas por el miedo al envenenamiento.

      Aquel desastroso primer encuentro no evitó el matrimonio, solo hizo prudentes a las Perrigny. Ahora, cuando iban de visita, no aceptaban nada que no fuese té chino. Inclinaban la cabeza y se cruzaban miradas que Philippe nunca veía y murmuraban opiniones que tampoco interceptaba. Para Philippe, la única consecuencia de aquella cena escandinava fue el miedo a que, después de casarse con Shirley, no pudieran invitar a comer a la gente normal: sus invitados se marcharían nerviosos y hambrientos o, aún peor, aquejados de colitis o botulismo. Entonces empezó a educarla. La enseñó a no hacer espaguetis para los invitados porque era un follón comérselos y porque parecía que no podían permitirse ir a la carnicería. La disuadió de preparar cualquier estofado con salsa de manteca, vino o algo similar porque no confiaba en que supiese cocinarlo y porque la gente podría pensar que los Perrigny disimulaban con la salsa unos cortes de carne de segunda. Cuando ocupaba su silla, presidiendo la mesa, y veía a los comensales pasarse la bandeja de ternera anémica con inocuos guisantes, decía: «Mi mujer es norteamericana, pero le he enseñado lo que es la buena cocina».

      Con discreción, para que la señora Castle no la malinterpretase y se ofendiera, Shirley miró fugazmente el reloj. A esa hora, en la cocina de su suegra ya había quince platos fregados y guardados. El agua hirviendo se filtraba a través del café molido y caía a una taza de porcelana. Si Shirley se daba prisa quizá llegase a tiempo de que la perdonaran. Se imaginó allí mismo, en Pons, pidiendo un teléfono portátil. El aparato no existía, pero ella se lo imaginó sobrevolando la mesa y posándose, liviano, impoluto, como una nueva especie de extranjero, entre las dos guías de la señora Cat Castle y su bolso tapizado. Se imaginó marcando el número de su suegra, escuchando cinco o seis tonos estridentes y desistiendo. Le daban miedo los Perrigny, esa era la pura verdad. Cuando los Perrigny clavaban sus ojos marrones y escépticos en Shirley, le recordaban a aquellas personas que, hacía muchos años, en Italia, se habían quedado mirándola por llevar pantalones cortos. Shirley se fijó en el sol que bañaba París ese día. Un sol que no llegaba al comedor de madame Perrigny, siempre oscuro como el mar, pero que sí iluminaba las casas al otro lado de la plaza con una capa de amarillo grisáceo. Las ventanas de los Perrigny estaban cerradas para evitar las corrientes de aire y el ruido del tráfico; y los visillos blancos, completamente corridos, no fuese a pasar un helicóptero en vuelo rasante para fisgonear y ver qué estaban almorzando. El teléfono fantasma en la mesa de Pons se desvaneció. «He intentado llamarlos, pero no han respondido», se dijo Shirley. Era su forma de quitarse ese peso de encima: ¡alejarse de la culpa y del desastre! De pronto, una luz agradable bañó el comedor de su suegra, que se volvió tan acogedor como Pons. Shirley se imaginó el ramo de rosas que mandaría para disculparse: fresias, margaritas, primaveras y violetas blancas que un chiquillo llevaría en bicicleta hasta su destino; sería la propia madame Perrigny la que las sacaría de su envoltorio de papel crujiente y, al intentar salvar los tres imperdibles que sujetaban el papel para usarlos luego, se clavaría uno en el pulgar. La llevarían a toda prisa a comisaría; y, de ahí, al hospital, donde le pondrían la vacuna del tétanos. La excusa de Shirley estaba resuelta: podía hacer caso a la carta de su madre y quedarse con la señora Castle, «que la conocía desde siempre; desde antes de que naciera».

      La pobre y peculiar señora Castle, a su edad, había emprendido un viaje por Europa con todas las incomodidades y la soledad que implicaba, para así demostrar a sus hijos, que se habían quedado en Canadá, que no los necesitaba. Se había comprado una capa y un sombrero tirolés en Salzburgo. Debajo del sombrero resplandecían unas gafas con forma de mariposa. Dejó la carta, que había escudriñado como si estuviera cifrada, se ajustó el sombrero para darle un toque informal y, después de remangarse, con su acento arrastrado de las praderas, dijo de un tirón:

      —Pues me sorprende que una jovencita tan elegante y tan puesta como tú, Shirl, no conociese el salón de té Pons, la mejor pastelería de París.

      —Sí lo conocía. De hecho, ya había estado, pero no sabía que era tan famoso.

      —Esperemos que esté a tu altura.

      Ese sarcasmo de la anciana le resultaba familiar; su voz podría haber salido perfectamente de la carta que Shirley había leído aquella mañana.

      —Somos de Canadá —sentenció la señora Castle, dispuesta a dejar petrificada con la mirada a la camarera si se atrevía a negarlo—. Dile lo que quieres —le ordenó a Shirley. Entonces abrió un cuaderno y, apoyándolo en la mesa, escribió: «Pons». Acto seguido subrayó la palabra y dijo—: Una cosa hecha.

      «¡Café!», gritó de repente, y siguió escribiendo: «He estado en la pastelería con Shirl el séptimo domingo después de Pascua (Pentecostés)». Levantando la mirada, preguntó a la camarera:

      —No tendréis por casualidad tortitas escocesas, ¿verdad? Resulta que he estado en Escocia. —Y le dijo bruscamente a Shirley—: Tradúceselo, anda. Y no seas tímida. Nunca muestres timidez por lo que eres ni por lo que quieres.

      Luego escribió: «Paredes verdes. Mimbre. Sillas rojas de felpa. Moqueta roja, estampada con plumas del Príncipe de Gales (¿o helechos?). El sol de la mañana no viene del parque, sino de la dirección contraria. Fielding no llevaba razón. Lámparas con pantallas de raso en las paredes, igual que en mi habitación. Geranios un pelín pachuchos. Mesas artísticas. Los espejos parecen de plata antigua».

      —No intentes leer del revés —dijo, agitando sus excéntricas gafas—. Si te interesa lo que estoy escribiendo, me lo dices. Es para una larga historia que le voy a contar a una grabadora cuando vuelva a casa, ya ves. Voy a grabarlo todo en una cinta, reuniré a mi familia y se la pondré, así se pasarán un domingo entero escuchándola y una cosa menos. A nadie le gusta ya ver fotos y, aunque las hubiera, tendría que hablar. Lo tengo todo pensado. ¿Qué ha dicho de las tortitas escocesas? Da igual. Tomaré cualquier cosa: es mi tercer desayuno del día.

      En la memoria de la viajera, los éclairs sustituyeron inmediatamente a las tortitas escocesas. Se acordó de que le habían dicho que probase los éclairs de Pons. Escogió los dos que tenían el glaseado más denso y brillante y empezó a comérselos en cuanto llegaron, mientras le explicaba a Shirley que ella siempre se había tenido que sacrificar por los demás: siempre había puesto sus deseos al final de la lista. Ahora sus hijos se habían dado cuenta y el arrepentimiento los corroía por dentro: ellos se habían casado con unas esnobs egoístas; y a Phyllis tampoco le había ido mucho mejor.

      Shirley, que se bebía el café solo como si fuera veneno negro, entrevió el pánico de la vejez en su acompañante y esa necesidad de comérselo todo cuanto antes.

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