Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

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      —No digo que tengas que leerlo, ¿eh? —aclaró la señora Castle con un tono ofendido—. Puedes dejarlo para después. Además, no habrá nada que no sepas.

      Pero Shirley ya estaba sumergida en sus páginas:

      ¡Qué fácil sería hacer daño a tu pobre cuerpecito!

      Si cayese en el fuego, las llamas lo abrasarían.

      Si cayese agua hirviendo sobre él, lo escaldaría. Si cayese en aguas profundas, y no lo sacaran de inmediato, se ahogaría. Si un enorme cuchillo atravesara tu cuerpo, se desangraría. Si una caja enorme te cayese en la cabeza, la aplastaría. Si te cayeses por la ventana, te desnucarías. Si pasaras varios días sin comer…

      —Cuando venía de Roma, coincidí con un francocanadiense en el tren —dijo la señora Castle—. Un chico simpático, de tu edad, quizá algo más joven. Mucho más joven, con toda probabilidad. Comió conmigo en el vagón restaurante. Bebimos vino blanco, decía que era alérgico al tinto, que le salía un sarpullido en el cuello. Su padre era dentista. Empezó a criticar a su propia familia y llegó un momento en el que yo ya no sabía hacia dónde mirar. Decía que eran todos muy vulgares. Yo no los conocía, qué iba a saber yo. Pero le expliqué que también había gente vulgar en Saskatchewan, y en absolutamente todas partes. Y él me respondió: «Bueno, puede que vosotros siempre fuerais vulgares. Pero nosotros nos vulgarizamos por culpa del contacto con los ingleses».

      —¿Con qué ingleses? —preguntó Shirley, dejando El pío nuestro de cada día a regañadientes—. ¿Qué quería decir con eso?

      La señora Castle se encogió de hombros. Empezó a recoger su cuaderno, su bolígrafo y sus guantes.

      —Pero dejó que le pagase la comida —dijo.

      —La mitad de los hombres que conozco son así. ¿Eso es vulgar?

      —Es poco atento. Bien podrían haber sido los últimos billetes que me quedasen.

      —Supongo que fue algo grosero. ¿O no? Nunca he tenido muy claro lo que significa «grosero». —Shirley intentó imaginarse el tren, la mano agarrando una copa de vino.

      —Pues no lo sé —respondió la señora Castle en tono alegre—. Creo que a él le parecía sociable, sin más. Intentaba que la conversación me resultara interesante. Bueno, Shirl, no te entretengo más, que tienes mucho que leer.

      —Señora Castle, me lo he pasado de maravilla. ¿Nos veremos otra vez?

      —La verdad es que no hace falta, ¿no? Nos hemos visto un buen rato y ya sé qué decirle a tu madre. Hemos estado en Pons, que me moría de ganas de conocer, y esta tarde voy a Fontainebleau con un grupo de American Express. Me han gustado mucho los éclairs.

      —¿Qué va a decirle a madre?

      —Nada que no pudiese grabar para que lo oyeran otras personas. Que estás delgada como un alambre y que parece que conoces a mucha gente. Que, para serte franca, eres más o menos como siempre has sido. Que prefieres leer a escuchar, pero no todo en la vida son libros. ¿Sabías que naciste de nalgas? Si volvemos a vernos alguna vez, te contaré un montón de cosas que a lo mejor te interesan.

      * * *

      Al salir a la calle, Shirley se sintió como una extraña en París y como si la señora Castle llevase allí toda la vida. La vio dirigirse con resolución a la que sin duda sería su parada de autobús. ¿Se habían despedido? De pronto la señora Castle dio media vuelta y le dijo:

      —¿Por qué tu amiga italiana…? ¿Era Gina? ¿Por qué lo hizo?

      —Renata… No es italiana.

      —Da igual. ¿Por qué intentó suicidarse? ¿Para ver qué hay después?

      —Pues creo que se lo he contado, señora Castle. Decía que se sentía sola y que le dolía.

      —Tu madre te parió sin una triste aspirina, y eso que venías de nalgas. Tu marido tiene razón. Esa muchacha es una pesada. No te juntes con ella.

      La señora Castle desapareció bajo los cambiantes juegos de luces y sombras marcados por el sol y las hojas entrelazadas de los árboles. Ahora, en su lugar, había un hombre con una silla plegable en la mano. Shirley era miope y estaba acostumbrada a que la gente se desvaneciese así ante ella, por lo que habló con confianza a la luz y a la sombra.

      —Por cierto, señora Castle, esta mañana he salido de casa sin dinero. No llevo nada, ni siquiera un billete de autobús. ¿Puede prestarme algo? Mañana se lo llevo a su hotel.

      —Eso sería lo último que haría —respondió la voz de las praderas—. Ni podría, ni querría. Ya tienes tu libro, y tu desayuno, pero no puedo darte nada más. Además, Shirl, tu madre sería la primera en recordarte que una dama nunca necesita nada. Nunca necesita, nunca quiere y, en cualquier caso, nunca pide nada.

      4

      Shirley siempre tenía la esperanza de que las cartas de su madre le ofrecieran soluciones mágicas, y siempre se llevaba un chasco. La correspondencia entre madre e hija, Montreal y París, era un diálogo de sordas ininterrumpido. Shirley le suplicaba que la aconsejara en diferentes asuntos, pero solo conseguía que le dijese que sus preguntas eran ilegibles. Después de pedir respuestas, siempre tenía miedo de cuáles podrían ser, aunque envidiaba la clarividencia que sin duda las habría inspirado. A veces dejaba los sobres intactos varios días, como si temiese que, al abrirlos, algún tipo de cuenta pendiente pudiera abalanzarse sobre ella y matarla a zarpazos. Porque así se imaginaba ella la justicia: como un leopardo agazapado en la oscuridad. Por otra parte, que la señora Norrington hubiera decidido hacer caso omiso de la última carta de Shirley con la excusa de que estaba escrita con runas ilegibles no significaba que no hubiera entendido de qué trataba o que no tuviera opinión. La madre de Shirley formaba parte de una familia de mujeres de las praderas activistas con formación universitaria. Mucho antes de que Shirley naciese, había publicado una tesis titulada Lo que Ruskin no supo ver, que no trataba tanto de Ruskin como de un aspecto insignificante del Renacimiento italiano: lo único que Ruskin no había sabido ver eran un par de pintores. (Unos años después, Shirley descubrió de manera fortuita, en una biblioteca universitaria, el campo de la tesis de su madre, dentro del ámbito «Jefes tribales escoceses», con «Familia Gray» como referencia, lo que no disgustó a Shirley, puesto que eso significaba que solo los estudiantes más dotados y perseverantes podrían remontarse al siglo que correspondía.)

      La señora Norrington había salido de sus años de investigación mucho más impresionada por la lamentable historia del matrimonio de Ruskin que por la historia del arte en sí, por la que, mal que le pesara, sentía casi el mismo desdén puritano que su entorno. Llevaba un tiempo acumulando material para una segunda obra que quería titular: Lo que Effie calló. Sería un folleto —aunque Shirley se lo imaginaba con tapa rígida color oliva— y abordaría la capacidad de Effie Gray para sufrir y perdonar, su inocencia sexual, su prolongada virginidad conyugal y las posibles razones por las que por fin se armó de valor. El tiempo y la pasión se movían en círculos. La señora Norrington entendía a Effie, pero una prudencia innata impedía que entendiese a Shirley. Ahora, Effie y Shirley se habían solapado, por así decirlo. Hacía ya unos siete meses, en noviembre, que el regalo de cumpleaños que la señora Norrington le había hecho a su hija —un cojín relleno de agujas de pino— había llegado, con un mensaje ensartado en su corazón de hierro: «Ya tienes veintiséis años, cariño, la edad a la que Effie Gray por fin dejó a ese

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