Una vida aceptable. Mavis Gallant

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Una vida aceptable - Mavis Gallant страница 14

Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

Скачать книгу

Ella entra en estado de gracia tres días a la semana. Le escribe a su padre a diario y le cuenta qué y por qué y cuánto se arrepiente, y el viejo voyeur le responde que lamenta que su corderito blanco se haya visto arrastrado al fango. —Se detuvo delante de Crystal Lily y dijo, enfadado—: Veo que estás admirando mi apartamento. ¿Es que es la primera vez que lo ves de día? Lo amuebló mi casera, una mujer anónima. Es la mujer más rica de París, pero viaja en metro, y en segunda clase. Su único despilfarro es el Nescafé, que le suministra uno de sus exmaridos. Existe la creencia generalizada de que lo mezcla con veneno, pero hasta la fecha solo han muerto sus invitados. Los muebles son suyos; los accesorios, míos. —Se refería a los pósteres de corridas de toros, a los ceniceros sustraídos de los cafés y al muñeco con uniforme de evzone que tenía encima de la televisión. El muñeco era una lámpara: James la apagó y la encendió varias veces para que viesen que la bombilla estaba debajo de la falda. Había cables colgando, tendidos y pegados a las paredes, que conducían a lámparas, a altavoces y a un tocadiscos del tamaño de un bote. James también era dueño del aparato de aire acondicionado y de una plancha eléctrica colocada en vertical y olvidada—. ¿Otra copita? —propuso, aunque aún no le había ofrecido ninguna a Shirley. El vaso se enfrió en su mano mientras le servía un ouzo con hielo.

      El día se encaminaba hacia el desastre; Shirley ya se había dado cuenta en el parque. Podía oír a su madre decir: «Aunque tengas doce años, te comportas como una niña de nueve». Y ella se dijo: «Aunque tengas veintiséis años, te comportas como una adolescente de catorce. Pero ni siquiera una adolescente inteligente. Porque si una adolescente espabilada acabase enredada en el suicidio de mentirijillas de otra persona, no se pasaría la noche bebiendo en la cocina de la suicida: buscaría las sábanas y se haría la cama; y, por la mañana, desayunaría beicon y tostadas con mermelada y, sin rastro de consternación, sortearía el cadáver de Renata para alcanzar la mantequilla». Una vez, delante del Museo Rodin, un refugiado le pidió algo. Shirley recordaba que el hombre estaba pasando apuros en París; solo se acordaba de su pelo canoso rapado. «Puede usar mi teléfono —le dijo—. Vivo a cinco minutos.» Media hora después lo estaba golpeando con el teléfono, con la intención de matarlo. Él creyó que estaba loca, y ella se asustó porque podía notar lo que pensaba aquel hombre, que solo era el horrible producto de la vida urbana y de los encuentros fortuitos. El extranjero, conmocionado y tembloroso, se sentó. En ese momento, ella habría hecho cualquier cosa por él: curar sus heridas, buscar dinero, si eso era lo que necesitaba… De repente vio la silueta de una sensación borrosa que siempre le habían transmitido las personas.

      —¿Por qué me ha traído a su casa? —le preguntó el hombre.

      —Lo he traído por lo que le he dicho en la calle: para ver si podía ayudarle.

      —¿Cuántos años tiene? —Se había tapado la oreja con la mano—. La miro y no parece tener edad. Podría ser una chiquilla, cualquier cosa. Primero pensé que tenía treinta años, luego veinte, y ahora no lo sé. Creo que es una joven histérica o una vieja chiflada.

      —Tengo veinticuatro años —le dijo.

      —Entonces aún es joven, señorita, pero ya es demasiado mayor para ofrecer ayuda inocentemente.

      El rumbo de su vida se había partido en dos: una de las líneas de su mano se desplazó. El refugiado estaba en la nueva línea inconexa. Ahora Shirley era independiente, aunque nunca había querido tal cosa.

      —¿Otra copita? —preguntó James.

      —Llevo sin comer desde ayer a mediodía —respondió Shirley—. Tengo tantos platos sucios en la cocina que ni siquiera puedo entrar. James, me gustaría pedirte una cosa en privado.

      —Vete al baño a leer —le dijo James inmediatamente a la amiga de Rose.

      —Siempre me has rogado que te pida algún favor, ya lo sabes…

      —Sí —respondió él—. Porque estoy en deuda contigo. Habría tenido que casarme contigo, aunque puede que eso no hubiera sido un favor.

      —Mira… no voy a andarme por las ramas. No tengo ni un franco y no queda nada en la casa. Llevo sin comer desde ayer a mediodía. Es que… he estado con Renata. No, no quiero las tostadas frías de tu desayuno, gracias. Estaría más tranquila si llevara algo de dinero en el bolso, hasta que vea a Philippe esta noche… o el martes, porque mañana es puente.

      —¿Solo dinero? Creía que necesitabas un favor. —James tenía dinero por todo el piso, como una mujer; escondido en sitios de lo más estrambóticos: el muñeco evzone guardaba una fortuna en las botas.

      —Esto es demasiado —dijo Shirley, mientras contaba forzando la vista—. Más de lo que necesito.

      —Tú cógelo —respondió James—. Más de lo que necesitas no existe. —Pues, por lo que él pensaba, las mujeres estaban a merced de unas necesidades sociales y económicas que lo aburrían, querían casarse por esa razón y anhelaban ser amadas por otra—. Pobre Crystal —continuó—, qué mala y qué obediente es. Se quedará sentada en el cesto de la ropa sucia leyendo libros hasta que la llame, pero en el fondo está pensando en qué va a decirme. Algo que active y haga sonar una alarma que reviente la casa. Luego le dirá a Rose: «James está hecho trizas: vamos a vendérselo al carnicero».

      —Espera, quiero contarte una cosa. Ya sabes lo de Renata. Cuando he vuelto a casa esta mañana no sabía dónde estaba Philippe, y él tampoco sabía dónde estaba yo. Qué horror todo. Mis padres llevaban mejor esa parte.

      —Mi padre respetaba a mi madre y mi madre no necesitaba una vida secreta —respondió James, dando a entender que así era como tenía que ser. Empezó a dar vueltas otra vez, encendió la televisión, que le devolvió una imagen nevada, sin señal, y tocó el lateral de la cafetera, que estaba fría, por supuesto. Habría preferido hablar de ropa (de la suya); de un safari en Kenia; de aquel día o del siguiente, pero no más allá; de la orgía permanente de un piso de la Avenue d’Iéna y del diputado que llegó de punta en blanco, con la Legión de Honor en la solapa, y dando palmaditas dijo: «Allez, allez, Mesdames: dentro de veinte minutos tengo una cita importante con el ministro de Asuntos Exteriores turco».

      Ella lo sabía, pero algo la impulsó a insistir.

      —Ahora está en casa de su madre y ni siquiera se pone al teléfono. Tiene que estar hecho una furia… Me da miedo verlo.

      —Rose no conoce a Renata. —James hizo un apunte que no era irrelevante: significaba que quería que Shirley dejara de hablar de la noche anterior. Entonces ella recordó el miedo que tenía James a quedarse a solas con alguien. Le ofrecería de buena gana tiempo, dinero, un consejo rápido, una presentación o cualquier cosa que zanjase el asunto y que le permitiera no tener que seguir escuchando ni una palabra más.

      —Puede que no conozca a Renata, pero, al parecer, conoció a Crystal Lily… —respondió Shirley.

      —… quien es libre de quedar con quien le plazca. Si la quieres, puedes llevártela. —No, gracias. Ya te he dicho lo que pienso: aparenta diecisiete años. Algún día vas a meterte en un buen lío.

      «Cree que estoy celosa —se dijo Shirley—. Cree que soy una cabeza hueca. No, está aburrido. Hace cinco minutos tenía a tres mujeres. Una se ha ido a su casa, otra está enfurruñada en el baño y la tercera le ha dicho: “Préstame dinero. ¿Dónde está mi marido? No puedes estar con esa chiquilla”. Así que se pone a tararear, se sienta clavando los codos en la mesa del desayuno y da golpecitos con las uñas a la cafetera; primero con una mano, luego con la otra.»

      Ahora con más decoro, al volver, Rose le

Скачать книгу