Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

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Shirley sería descrita por todos los Perrigny que la sobreviviesen como ingenua, puritana y alcohólica, porque así veían ellos a los norteamericanos. Al menos era explícito; ella, en cambio, no tenía una imagen fija de nadie. Esa misma mañana, mientras volvía arrastrando los pies después de la larga noche en casa de Renata, había visto su reflejo en el escaparate de una charcutería. Se esperaba ver la cara de alguien vulnerable, de quien era fácil aprovecharse (¡qué fiables resultaban ser los espejos de Geneviève!), pero el reflejo decía: «Así eres tú» y le devolvía su imagen, implacable. También estaba ridícula. El cinturón de la gabardina le arrastraba. Esa mañana radiante de junio iba vestida para la lluvia y para la noche. Como ese recuerdo no le decía nada, lo recompuso, y se vio caminando por la Rue du Bac vestida con la ropa idónea, intimidatoria, como su cuñada Colette. Se alejó un poco para ver la calle con algo de distancia. Por la otra acera, siguiendo a Shirley con cierta torpeza, había un perseguidor melancólico, un personaje propio de Turguénev, con los cordones desatados. Bien administrado, el episodio podía ocupar hasta doce minutos de cualquier aburrida película europea. En una película estadounidense, uno de los dos tendría que estar gritando. Soltó una carcajada, y uno de los niños acuclillados a sus pies creyó que se burlaba de él. Intentó ocultar lo que quiera que estuviese dibujando en la arena, pero tenía las manos demasiado pequeñas. Había dibujado un león o una esfinge de pies enormes; su criatura llevaba botas.

      —Es un caballero —le dijo a Shirley.

      —Ya lo sé —respondió—. Se nota por las botas.

      «Me había puesto las botas de agua de Canadá —le diría a Philippe—. Y la gabardina que, según tu hermana, parece una pieza de un uniforme alemán. Unas horas antes habían pronosticado un fin de semana lluvioso, pero, como siempre, fui la única persona de París que se tomó en serio el pronóstico del tiempo. Me vestí para una o dos cosas que nunca ocurrieron. Tú me dijiste que dejase de ponerme la gabardina porque estaba sucia, pero ¡tampoco me dejaste regalársela a nadie, que habría sido lo más sencillo y considerado! No, tú me aconsejaste que la llevara a la tintorería para que la sumergiesen en líquido para embalsamar.»

      «Mi madre escribió: “Si te casas con él, siempre os separarán dos cosas: la higiene, porque no lavarse forma parte innata de él, y la manera de concebir los bienes terrenales, porque seguro que es un tacaño”. Está muy equivocada. O eso me parece a mí. Ahora ¿qué? Cruza el parque. Ve a casa. Busca dinero. ¿Dónde? James, claro. Mi vecino, James Jijalides. Philippe se pondrá hecho una furia.» Entonces le dijo a Philippe: «Mira, no puedo seguir disculpándome por todo. Sé que piensas que mis amigos son unos inútiles, y supongo que lo son; pero ¿los tuyos dónde están? Otra cosa que escribió mi madre fue: “Acuérdate de que no tienen amigos”. Tú tienes a Geneviève, pero nunca la he visto. Luego está Hervé. Fuisteis juntos a clase, al ejército, a Argelia, pero ahora estáis casados y vuestras mujeres os distancian. Yo podría describir a una Geneviève, aunque nunca haya visto una, pero ¿cómo describir a Hervé? Hervé no sabría ni cómo se llama si la policía no hubiese escrito su nombre en un carnet y lo hubiera sellado. Él no se mira al espejo; él mira la foto del carnet de identidad. Si la policía ha asegurado que esa cara es de Hervé, tiene que serlo sin más remedio. Si la policía no pudiera verlo, significaría que es invisible o una persona distinta. He hecho una tontería —le dijo a Philippe—. En Berlín dijiste que la haría. Lo leíste en mi mano».

      La razón le aconsejaba que no todas sus llamadas telefónicas fueran imaginarias. En la sala de estar, con los postigos cerrados, Shirley marcó el número de la madre de Philippe. La centralita de Galvani le evocaba calles desangeladas y esposas de dentistas con guantes que esperaban en fila el autobús. Respondió Colette, que dijo: «Ah, eres tú», en un inglés con un tono nuevo y áspero. Dejó a Shirley divagar, o parlotear, un par de minutos hasta que la interrumpió con un: «Shirley, cariño, no te molestes en venir a no ser que tengas hambre. Estoy cansada del viaje y me voy a acostar. Mamá está descansando. Todos estamos agotados. ¿Por qué lo sientes? ¿Perdón por qué? No, mujer, no. La amiga de tu madre es igual de importante. No, Philippe no ha ido a Le Miroir en todo el día. Hoy no va a trabajar. Eso te lo puedo asegurar. Espera, por favor, me dice… No, dice que no dice nada. ¿Que si está furioso? Qué va. Qué lenguaje más dramático. ¿Disculparte por qué? No hace falta, no hay motivo, así que déjalo, por favor. Tengo que colgar. Ya está. Hablamos. Adiós. Shirley, despídete, por favor, es más sencillo que seguir con todas estas disculpas. Hablamos. Voy a colgar».

      Shirley podía oler perfectamente los cigarrillos de su marido, y también un olor parecido al de casa de su suegra, una mezcla de hierbas secas, manzanas, libros oscuros y alcanfor. Estaba sonriendo, como si la conversación con Colette hubiera sido una especie de broma. La araña de la habitación había desaparecido, pero entonces vio un recordatorio de que tenía amigos. Tuvo que acercarse mucho a los ojos la carta de James Jijalides, al que una vez le habían dicho que la caligrafía minúscula era un rasgo de intelectuales. Tal y como Shirley intuía, era una invitación a una fiesta. «Tráete a quien quieras», decía, como si Philippe fuese cualquiera. El primer mensaje que le dejó, hacía casi dos años, rezaba: «Sus vinilos ahogan mi radio. ¿No cree que unos vecinos tan escandalosos tendrían que conocerse?». Le gustaba escribir en inglés, y de haber leído en voz alta su propia frase habría pronunciado ese «¿No cree?» con tono altanero, porque así se hablaba en ese idioma. Shirley recordó las muchas veces que había subido a la carrera los dos pisos que los separaban, siempre buscando algo. Cuando llamó al timbre (un carrillón de barra) recordó que era domingo, que París estaba vacía y que todas las fiestas del sábado habían terminado.

      James fue a abrir, seguro de sí mismo a la par que bribón, sonriendo con la cabeza gacha, y Shirley pensó, como la primera vez que lo vio: «Zorro negro». Le tendió su carta.

      —Bueno, aquí estoy —dijo—. Pero tienes que dejar de dirigirme las cartas solo a mí. Philippe no entiende esas confianzas. He subido a decírtelo, entre otras cosas.

      El hombre cogió la carta y se la metió en el bolsillo de la chaqueta, como si tuviera intención de reutilizarla. Su puerta principal daba directamente a una sala de estar en la que había dos chicas de pelo rubio en el sofá, descalzas, con un cenicero ámbar hasta arriba de colillas entre ellas. En una mesa plegable había una bandeja con bebidas y los restos de un generoso desayuno sin recoger.

      —Anoche te esperamos, madame Perrigny —dijo Rose O’Hara, levantándose para saludarla—. James decía que le dejó la invitación a tu marido. Yo le expliqué que no era elegante que la escribiese a tu nombre.

      —Philippe nunca viene —intervino James—, ¿para qué iba a tomarme la molestia?

      —Odias las fiestas —respondió Shirley.

      —Ya lo sé —dijo Rose—. Y nosotros lo aburrimos. Lo siento.

      Shirley y la mujer, que se sentían muy cómodas la una con la otra, sonrieron y dejaron a los otros dos de lado. Rose era alta y desgarbada. Tenía la boca grande, la falda muy larga y el pelo suave y rebelde recogido en un peinado caótico, sujeto con peinetas, broches e incluso trozos de hilo bramante. Una vez, sentada en el borde de la bañera de James, Shirley vio a Rose intentando dominar sus mechones sueltos en vano y la escuchó decir que no había hombres para todas, que los hombres inteligentes elegían a las mujeres idiotas porque no les daban quebraderos de cabeza, y que los que quedaban eran de segunda clase. Rose se refería a James y a ella misma; estaba hablando de ellos. Pero Shirley lo había interpretado como una alusión a Philippe, y creyó que ella era la chica anodina que hurtaba a ese hombre inteligente a otras mujeres más apropiadas para él. Dijo que lo sentía, y Rose respondió: «No, no lo sientas por mí».

      La segunda chica rubia, que había tenido los ojos cerrados hasta ese momento, como si esperase una sorpresa, los abrió de pronto.

      —Ah,

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