Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant Impedimenta

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—apuntó James, intentando restaurar el decoro. Se quedó mirando a la chica, como diciendo: no hagas nada que escandalice o espante a madame Perrigny.

      —James, ¿es que Rose y tú habéis vuelto a adoptar? —preguntó Shirley—. Un día de estos os vais a meter en un buen berenjenal.

      —Lo que acabas de decir no es interesante —respondió James. Tenía la nariz alargada y la piel un poco irritada, como si se hubiese rascado por la varicela. Su pelo resplandecía como una pizarra que acabasen de limpiar, y daba a sus manos un trato propio de la clase media europea: quería que lo viesen como alguien que no había tenido que cambiar una rueda en su vida. Se movía en ese ambiente femenino como pez en el agua—. ¿De dónde dirías que soy, si no lo supieras? —le preguntó a Shirley.

      Probablemente estuvieran hablando de eso cuando ella llamó al timbre. James quería que lo tomasen por algo que no era, pero ¿qué era? «El griego de arriba», lo llamaba Philippe. Para Shirley, «griego» abarcaba todo lo que hubiese en el otro extremo del Mediterráneo. Los griegos, los turcos, los egipcios y los libaneses acudían a los grandes cócteles acompañados de sus inteligentes mujeres de piel morena, con vestidos de lamé y perlas de Chanel. Cuando se formaba un grupo que después se iba a cenar a algún sitio, el griego o el turco de turno siempre acababa pagando la cuenta. Nunca consideraba aquello como un desprecio: lo único que él quería era que lo viesen, acompañado de su mujer, pagando la cena de un puñado de desconocidos en un local caro. Pero ¿que lo viese quién? Cuando pensaba en James, al que conocía bien —puede que, en cierto sentido, incluso mejor que a Philippe—, y en Atenas, ciudad que nunca había visitado, se le ocurrió que podía tener aire de «Byron», pero poco más. James había aprendido francés con un maestro de provincias autoexiliado. Su acento sonaba como el de esos egipcios apátridas que, cuando les preguntaban de dónde eran, siempre respondían: «Mi cultura es francesa: he leído a Racine». La ropa de James era inglesa, pero tan perfecta que solo podía proceder de una boutique Merrie England continental. «Al menos James tiene nombre —pensó Shirley—: el banquero libanés o el abogado alejandrino que pide champán para doce desconocidos nunca dice su nombre, o nadie se lo pregunta.»

      —Diría que tienes un aire entre francés e inglés —respondió Shirley.

      Él levantó una mano, como dándole su bendición. La luz del sol inundaba la sala de estar.

      —¿Más francés o más inglés?

      —Más inglés —respondió, pensando en Philippe.

      —¿Veis? —les dijo James a las otras dos—. Ella sí que sabe.

      —Dijiste que los odias por lo de Chipre, y porque nunca hicieron nada por la comunidad cristiana —se quejó la chica alemana.

      —Es verdad —respondió James—. Construyeron campos de fútbol y animaron a los chiquillos a llevar pantalones cortos holgados y grises, a no cambiarse de ropa interior y a correr de aquí para allá sin ningún sentido; por lo demás, no hicieron nada por la comunidad cristiana. Estoy de acuerdo. Todo el mundo los odia. Y a todo el mundo le gusta que lo confundan con un inglés.

      —Bueno, James, no sé qué decirte —intervino Shirley—. Ya no. Quizá en los países cálidos. Pero incluso allí…

      —No en un país frío que yo me sé —dijo la apacible Rose en tono feroz. Se levantó y se sacudió la ceniza de la falda—. Ofrécele un cigarrillo a madame Perrigny, James, en vez de quedarte ahí pavoneándote y abochornándola con tus preguntas.

      James salió con Rose al descansillo; Shirley podía oír una discusión susurrada.

      —Se ha perdido la misa de esta mañana —le explicó la chica alemana—. Ahora se va a casa a rezar y a darse un baño. Se niega a usar la bañera de James.

      —¿Sigue guardando libros en el cesto de la ropa sucia?

      —Ya solo Los ángeles del látigo. Nos lo sabemos de memoria. Lo escribió una señora muy moralista que de joven había visto cosas raras. En un inglés impecable.

      —¿Se llamaba señorita Thule?

      —No lo sé.

      —¿James te lee en voz alta o leéis por turnos?

      —¡Anda! ¿Es que crees que no es como los demás? Pues no es el caso, te lo aseguro. Er nimmt schon Frauen, aber es muss doch immer einer dabei sein. —Hablaba con gesto desdeñoso, echando la cabeza hacia atrás, imitando a James. Cuando pasó al alemán, evocaba las medias blancas gruesas y los zapatos de hebilla, los corsés de encaje y las enaguas de un vestido de postal. Era casi un dialecto; al decir Frauen había pronunciado algo parecido a vrown, y al principio Shirley no la entendió—. Nos hemos quedado a dormir porque se hizo tardísimo después de la fiesta —siguió la chica—, y estamos muertos de cansancio.

      —No tienes que contarme nada de Rose —dijo Shirley.

      —Te estoy hablando de mí —respondió la chica, y repitió su nombre. Sonaba como Crystal Lily, algo así, aunque Shirley lo corrigió por «Christel» en su fuero interno—. ¡Qué pelo más bonito! —añadió acto seguido Crystal Lily.

      —¿De verdad? Mi marido no dirá lo mismo cuando me vea. Me lo he cortado con las tijeras para las uñas de una amiga, a eso de las tres de la mañana.

      La chica pareció levemente ofendida.

      —A mí me dicen mucho que tengo el pelo bonito. —Hizo una pausa, acostumbrada por tradición a los cumplidos recíprocos, pero no llegó ninguno—. Y James también —añadió al punto—. Un pelo natural muy bonito. Antes, Rose admiraba su decadente cabeza romana, como la llaman, aunque no hay ninguna duda de que es griego. Ahora está cansada. James va todas las tardes a verla cuando sale del trabajo. Cuando sale ella, digo. No nos consta que James trabaje. Siempre que va lleva un periódico inglés, que lee con atención, y una botella de vino que no le deja meter en hielo, aunque a ella la asquee el vino tibio. Rose se niega a bebérselo tibio, así que él se lo bebe todo. «Un caballero se encarga de la bebida», dice. Al parecer, eso se considera inglés. Rose compra un pollo asado y guisantes congelados. James es capaz de comerse una cuña entera de camembert. A Rose no le gusta el olor y tiene que alejarse de la mesa. Hacen el amor «a la americana»: al principio era para ahorrar tiempo, pero ahora Rose ha pedido consejo a su padre y ya no volverá a hacerlo. Así que reza, y se baña varias veces al día.

      »James se marcha después de cenar y vuelve a casa. Duerme solo porque le da miedo roncar y que se rían de él. Rose está inquieta por su padre y porque es creyente. Creo que no son compatibles. Cuando mejor se lo pasan es cuando estoy yo con ellos. Duermo entre los dos, y así Rose tiene la sensación de que duerme con su hermana, o con una buena amiga del colegio, ¿entiendes? James dice que es incapaz de conciliar el sueño, pero yo he oído cómo sueña y rechina los dientes. Anoche, en la fiesta, le preguntó a Rose si estaría dispuesta a limpiar los cristales, porque sus dos hermanas han venido de Grecia para visitarlo. Me da la impresión de que James no es constante, de que está buscando a otra chica. —Miró a Shirley y le preguntó—: ¿Desde cuándo lo conoces?

      —Estoy casada —respondió Shirley.

      —A James le daría igual —dijo la chica—. Tienes más o menos su edad, ¿no?

      —A lo mejor soy un par de años más joven. Tengo veintiséis años.

      —Ah —dijo la chica, que rondaría los diecisiete. Guardó silencio y se quedó sentada,

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