El pueblo judío en la historia. Juan Pedro Cavero Coll
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Respecto a los temas que demandan pactos entre los contendientes, el fundamental es el reconocimiento del derecho del otro a existir, con lo que eso conlleva: tierra donde asentarse, comida y agua para subsistir, trabajo para desarrollar las propias capacidades y obtener medios de vida, así como paz y seguridad para disfrutar de la existencia. En concreto, la solución del conflicto palestino-ísraelí exige entre otras condiciones alcanzar compromisos sobre los siguientes temas: cese de los ataques palestinos ―y en lo posible, de los grupos fundamentalistas radicales― a Israel y de las consiguientes represalias del estado judío, la identificación de los refugiados palestinos, el fin de los asentamientos israelíes en los territorios ocupados, el estatuto de Jerusalén y el reparto del agua.
Como en cualquier disputa, el fin de los problemas en Oriente Próximo requiere voluntad de alcanzar acuerdos por ambas partes, que ha de plasmarse en primer lugar en el reconocimiento a existir del otro y en su consideración de interlocutor válido para comenzar a negociar. Tras décadas de rechazo, el 9 de septiembre de 1993 el gobierno israelí y la OLP aceptaron el reconocimiento mutuo en sendas cartas firmadas por Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, presidente de la OLP; días después, el 13 del mismo mes, tanto el gobierno israelí como la OLP aceptaron la creación de la ANP como organización administrativa autónoma para el gobierno de la Franja de Gaza y de parte de Cisjordania.
Como hemos visto, la situación es diferente entre Hamás e Israel. A pesar de su experiencia de gobierno en la Franja de Gaza, Hamás continúa siendo una organización yihadista que se niega a reconocer al estado de Israel, contra el que atenta con ataques armados en cuanto puede. El estado judío, por su parte, persiste en considerar a Hamás una organización terrorista, como también hacen la Unión Europea y Estados Unidos. Al menos hasta mediados de 2013 Jaled Meshal ―dirigente de Hamás― y sus colaboradores en el gobierno de la organización persisten en oponerse a negociar con Israel y rechazan una solución de paz del conflicto palestino-israelí basada en la existencia de dos estados.
Respecto a la posibilidad de contar o no con intermediarios para alcanzar acuerdos que conduzcan a la solución del conflicto palestino-israelí, la historia demuestra que ―a pesar de los errores― la ONU, Estados Unidos, la Unión Europea y Egipto han ejercido de una u otra manera labores de mediación que han dado fruto. De poco sirven, por ejemplo, juicios críticos como el mostrado por el escritor palestino-estadounidense Edward Saïd quien, en su libro Orientalismo, publicado en 1978, calificó a los estudios occidentales sobre Oriente Próximo y Medio de «discursos del poder, ficciones ideológicas, grilletes forjados por la imaginación», que desprecian los matices y los diversos contextos y forjan estereotipos que contribuyen a fomentar la animadversión.
Tras considerar la posición de Said «un asalto al saber», el historiador estadounidense David Landes ―partiendo implícitamente de la posibilidad de llegar a conocer y comprender las razones y circunstancias de la conducta ajena― afirmaba en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones mostraba su desacuerdo con quienes piensan que hay que formar parte de un grupo humano para entender sus razones y penetrar en su pasado y su cultura:
«Debe rechazarse categóricamente la idea de que la exterioridad descalifica: que solo los musulmanes pueden comprender el Islam, que solo los negros entienden la historia negra, que solo una mujer puede comprender los estudios femeninos, etc. Eso solo conduce a la segregación y el diálogo entre sordos. También se renuncia a las valiosas ideas extranjeras y se abre la vía al racismo.»
Particular importancia tienen también en el fin del conflicto palestino-israelí los dirigentes o las autoridades de las tres grandes religiones monoteístas ―judaísmo, cristianismo e islamismo―, tanto por su especial influencia en las conductas de los fieles de sus respectivas religiones como por los vínculos que les unen hacia ese territorio en disputa. No olvidemos que los monoteístas honran por razón de santidad la tierra de Israel y Palestina como ninguna otra del planeta. Esa zona forma parte de la identidad religiosa y nacional del pueblo judío porque, según el judaísmo, fue prometida por Yahvé y porque en ella vivieron o anhelaron vivir patriarcas, profetas, reyes y antepasados judíos. Allí se desarrollaron las raíces del pueblo, como subraya la liturgia judía.
Pero grande es también el interés de los cristianos por ese territorio, escogido por Dios ―según la doctrina cristiana― como escenario de los hechos narrados en el Antiguo Testamento y elegido por Jesucristo para vivir en el mundo, como repetidas veces han recordado romanos pontífices y otros miembros de la jerarquía eclesiástica. Los musulmanes, por su parte, afirman que el Corán identifica a los primitivos israelitas por sus creencias y no por la posesión de una tierra y reconocen la santidad ejemplar de los patriarcas bíblicos ―especialmente de Abrahán, al que consideran padre espiritual― y de Jesucristo, a quien honran como profeta. Los musulmanes sienten además especial veneración por Jerusalén, escenario de importantes acontecimientos para judíos y cristianos y ciudad querida por Mahoma; esa urbe también guarda, para los seguidores del profeta, lugares santos.
Aunque las diferentes doctrinas y tradiciones religiosas han establecido pautas generales de comportamiento, hay tantas formas de relacionarse con Dios como creyentes. Y es innegable que, a lo largo de su historia, las religiones monoteístas y otros credos han tenido adeptos fanáticos. Igual ha ocurrido entre agnósticos, ateos y nacionalistas radicales cuando sus opiniones o acciones han conllevado el atropello de las libertades de los demás. En la actualidad, como sabemos, grupos fundamentalistas islámicos y ultranacionalistas judíos ―algunos con mezcolanzas religiosas― niegan el diálogo como medio de solución del conflicto palestino-israelí.
Respecto a estos últimos, hace décadas el pensador marxista Roman Rosdolsky sostuvo en su libro Engels y el problema de los pueblos “sin historia” que el nacionalismo judío
«se revela como un antisemitismo al revés; mientras este considera a los judíos como enemigos del mundo entero, aquel declara al mundo entero enemigo de los judíos. Y así como el antisemitismo, gracias a su vehemente exageración del papel y del poder de la “subhumanidad judía”, hace que los judíos, muy contra su intención, aparezcan como una raza especialmente valiosa y capaz, también el nacionalismo judío, gracias a su absurda generalización, debe conducir a una conclusión totalmente indeseable para él.»
Uno de los movimientos político-religiosos judíos más intransigentes es Gush Emunim («Bloque de los Fieles»), fundado en 1974, recién concluida una de las guerras árabe-israelíes. Desde su aparición, el Gush ha intentado acabar con el laicismo del sionismo. Otro de sus objetivos es fomentar en la sociedad israelí el deseo de extender las fronteras al Israel bíblico (Eretz Israel), mucho mayor que el estado actual, con la esperanza de que así lo encuentre el Mesías en su venida a este mundo. Con tácticas violentas, miembros del Gush han presionado para sustituir las fronteras legales reconocidas internacionalmente por otras religiosas imposibles de alcanzar.
Desde los años setenta del siglo XX ha crecido la influencia de varios movimientos religiosos judíos en la política israelí. El hecho forma parte de un proceso de retorno al judaísmo suscitado por miembros de comunidades judías de la diáspora y por israelíes de diversos ámbitos sociales y profesionales. A diferencia de los laicistas, los protagonistas de este proceso no piensan que la religión estorbe a la política, ni a la economía, ni a la ciencia, ni al progreso social, sino todo lo contrario. Por eso se está abriendo en la sociedad judía israelí una brecha entre unos y otros.
El caso de los islamistas radicales violentos es distinto y especialmente grave. Tergiversando la doctrina musulmana tradicional, los fundamentalistas islámicos partidarios de la lucha armada justifican su posición aludiendo a su particular concepción de la yihad contra Israel y las naciones occidentales, consideradas cuna del laicismo. Para generar un caos social que solo a ellos beneficia,