Las islas griegas. Manuel Casanova

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Las islas griegas - Manuel Casanova

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primero que hice fue organizar mi vida. Alquilé un pequeño apartamento amueblado en la parte nueva de la ciudad y compré de segunda mano un viejo piano que conservaba una excelente sonoridad. No adquirí el piano con el ánimo de reanudar mi carrera musical, era ya demasiado tarde para eso, pero nada me impedía tocar para mi propio deleite y sentía una necesidad obsesiva de recuperar el tiempo perdido. Asistía con regularidad a los escasos conciertos que se celebraban en la ciudad y compraba de manera compulsiva discos, partituras y libros relacionados con la música. Tenía ansiedad por completar cuanto antes mi formación musical y pasaba días enteros tocando el piano y leyendo aquellos libros.

      La mayoría de mis antiguos amigos habían finalizado sus estudios y regresado a sus lugares de origen o habían encontrado trabajo en otras ciudades. No obstante, permanecían algunos que preparaban oposiciones, seguían cursos de especialización o tenían ya un empleo estable. En poco tiempo me integré en un círculo de personas afines y empecé a vivir con optimismo ese último tramo de la juventud en el que aún se tienen sueños y proyectos, aunque ya lastrados por obligaciones y responsabilidades crecientes. Las relaciones personales tampoco eran ya iguales y los encuentros con amigos eran menos espontáneos y más infrecuentes. Nuestra mayor capacidad adquisitiva nos hacía disfrutar por primera vez de las delicias del consumismo: los restaurantes caros, los vinos de cosecha, la ropa exclusiva, los viajes... Era esa edad en la que los casados del grupo empiezan a superar en número a los solteros y uno empieza a engordar o a quedarse calvo. A mí me tocó lo segundo y le aseguro que no lo asumí con buen temple. La calvicie es el signo de menoscabo físico más evidente y dramático para el hombre. Confieso que he envidiado a obesos, cegatos y desdentados que conservaban intacto su cabello. Se nos escapaba la juventud y tratábamos de negarlo manteniendo ritos y actividades que en verdad pertenecían al pasado. Así habría que interpretar mi obsesión por el piano, aunque hay que decir que gracias a esta obsesión llegué a conocer la música de jazz.

      Por supuesto yo no desconocía esta música, pero nunca me había interesado de manera especial. Por casualidad empecé a frecuentar un garito nocturno donde tocaba un trío de jazz. El grupo no sonaba mal, en particular me gustaban el contrabajo y el batería; el pianista me parecía bastante vulgar. Pero lo que en principio me hizo asiduo del local no fue la música, sino el ambiente que se creaba allí cada noche. El Jazz Club era en recinto pequeño, mal iluminado, decorado con pretensiones de club británico, en el que se distribuían unas pocas mesas casi siempre ocupadas por las mismas personas. Servían bebidas no demasiado adulteradas a un precio razonable y los camareros te trataban con familiaridad. Era un buen lugar para reunirse con los amigos al final de la jornada, consumir uno o dos whiskys y relajarse oyendo música sin estridencias. La concurrencia, ya digo, era muy uniforme, aunque a veces aparecía alguna cara nueva. El alma del club, y en gran medida el catalizador de la atmósfera cordial que allí se respiraba, era Pepe Costa, el pianista y líder del grupo, que si como pianista no pasaba de discreto, como relaciones públicas no tenía precio. Era un hombre con una gran capacidad de comunicación y un innegable encanto personal, a pesar de su poco elegante obesidad y su semblante siempre sudoroso. Durante las actuaciones hablaba con el público, intercambiaba saludos, gastaba bromas y provocaba a la gente. En los descansos bajaba del estrado, recorría las mesas y se sentaba a charlar y a beber con los asiduos del club, siempre con exquisito cuidado de no mostrar preferencias. Alguien debió decirle que yo tocaba el piano y una noche de sábado, quizás más borracho que de costumbre, se dirigió al público y anunció que un brillante pianista iba a tocar a petición suya. Me quedé sin respiración cuando señaló a mi mesa y pronunció mi nombre. Empujado por los regocijados componentes de mi grupo, me vi obligado a levantarme y subir al escenario bajo la mirada curiosa de los asistentes. Nunca había actuado en público, pero mi grado de alcoholemia era tan elevado como el de Costa y tras una breve indecisión empecé a tocar. Interpreté un fragmento de las Kinderszenen, de Schumann, que cosechó unos fríos aplausos. Después comprendí donde me hallaba y toqué Para Elisa de Beethoven, que entusiasmó a la concurrencia. Aquella noche aumentó mi popularidad. El gordo Costa se quedó encantado y mi relación con él se hizo más estrecha. Era un tipo curioso: estaba alcoholizado y su vida personal era un maravilloso desastre. Pero, aun borracho, conservaba una extraña lucidez para juzgar a las personas y su peculiar visión del mundo no era en absoluto desdeñable. Me tomó bajo su tutela y decidió que yo debía convertirme en pianista de jazz. Me enseñó a conocer su música, a interpretarla y amarla, con el resultado de que el jazz entró en mis venas con la ferocidad de un virus. Fueron muchas las noches en las que sólo o acompañado por los otros músicos toqué el piano hasta el alba. En una de aquellas memorables noches conocí a María.

      Ella tenía un novio llamado José Antonio, o un compañero, si utilizo la terminología de la época. El noviazgo era un concepto caduco que tenía connotaciones religiosas y represivas, mientras que el compañerismo respetaba en apariencia la libertad del individuo. A él lo conocía de vista, de mi etapa anterior, y era aparejador o delineante; María era enfermera y me gustó desde el primer momento. No era una belleza, pero tenía unos grandes ojos azules y una voz grave muy personal. Los ojos claros pueden a veces ser insípidos, pero María sabía utilizarlos, sabía expresar sentimientos o hacer sugerencias con la mirada. Eso fue lo primero que hubo entre nosotros: miradas. Nuestros ojos se cruzaban cuando yo tocaba el piano o participaba en algún tipo de diálogo o debate. Ella me observaba en silencio, con excesiva fijeza, tal vez. ¿Qué se puede hacer en esos casos? ¿Cómo se debe responder a esos mensajes inconfundibles que uno percibe de pronto en una mujer? Nunca lo he sabido. Mejor dicho, nunca he sido capaz de resistirme a ese tipo de llamada. Una mujer desconocida es siempre una posibilidad. El que la mujer sea novia, esposa o compañera de otro, tiene una importancia relativa. Pero no me juzgue mal, no piense en mí como un Don Juan, nunca he tenido ni la mentalidad ni el físico adecuados a ese personaje. Las más de las veces las posibilidades se frustraban, entre otras cosas porque la timidez siempre me impedía sacar partido de esas situaciones y al final todo solía quedar en nada. En el caso de María, nuestro intercambio visual no pareció ser advertido por los demás, nadie le daba importancia a que en las reuniones yo hablase con ella más que con otras personas. Nuestro primer encuentro culpable fue a propósito de unos poemas que yo había escrito y ella quiso conocer. Yo entonces escribía poesía, lo cual no quiere decir que me considerase escritor y menos aún poeta. Pero era vulnerable a la soledad y de ese dolor surgían como un estallido los poemas. Yo buscaba con desesperación el sentido estético de las cosas. Eran años en los que se vislumbraba ya el fin de una época y asistíamos a un despertar de las inquietudes políticas, pero mi interés por la política era nulo. La justicia social me interesaba algo más, pero como simple utopía, no como un objetivo real. Nada comparable con la estética: la estética era todo o casi todo, la estética como máxima realización del hombre, la estética como compendio de la cultura.

      Cuando María expresó el deseo de leer mis poemas, le dije:

      —No me importaría leerte mis cosas, pero este ambiente —estábamos en el club— no me parece el más apropiado.

      —No, claro, pero me los puedes prestar para que yo los lea. O si prefieres leérmelos tú —vaciló un segundo—, podemos quedar algún día.

      —Eso sería estupendo. Aunque, bueno, no sé si José Antonio...

      —José Antonio no es dueño de mi vida. Estamos juntos porque los dos lo deseamos, pero respetamos nuestra libertad.

      Era justo lo que yo esperaba que dijera. Fijamos una cita y el día previsto la recogí a la salida de su trabajo en mi Simca 1000 recién comprado. No fue fácil decidir adonde iríamos. Estábamos solos por primera vez y las palabras surgían con menos fluidez que cuando nos rodeaba una multitud. Resolvimos ir a una cafetería céntrica donde no sería imposible encontrar gente conocida. Supuse que María, de modo más o menos inconsciente, trataba de dar una apariencia de normalidad a nuestro encuentro y evitar cualquier indicio de clandestinidad. La elección no pudo ser más desacertada: un local atestado de gente vociferante, con el televisor a todo volumen, donde era preciso forzar la voz para hacerse oír, no parecía el lugar idóneo

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