Todos los monstruos de la Tierra. Adriano Messias
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Escribiendo este texto, escucho a los Ramones cantando «Cretin Hop», una oda a los descerebrados. Ellos mismos, y sus fans, fueron cariñosamente apodados pinheads. ¿De dónde vino eso? De una película clásica de... monstruos de verdad: La parada de los monstruos (1932). En efecto, su director, Tod Browning, también el del primer Drácula (1931), adaptó una historia ficcional, usando actores no profesionales —mejor dicho, atracciones circenses—. Junto a los personajes típicos —la mujer barbuda, el hombre sin huesos, los varios tipos de enanos de todos los sexos y demás troupe—, estaban también los oligofrénicos microcéfalos, «cabezas de alfiler». No obstante, tanto el film como aquel tipo de rocanrol son cosas antiguas; del siglo anterior, para ser más exactos: nuestra «antigüedad clásica». En el actual, más allá de la imaginación convencional, hay fruiciones desconocidas hacia eternos miedos, como el extraño placer de conocer, y vale la pena analizarlos como verdaderos indicadores de la cultura.
El exhaustivo estudio que tienes entre tus manos recopila la prolífica y fantástica fauna que habita en el «imaginario colectivo», alias público; es decir, todos los espectadores, empezando por los más pequeños y siguiendo por los adultos a los que, sin miedo, todavía les gusta llevarse sustos pasterizados. Y los hay para todas las edades, para todas las preferencias: en las fábricas de sueños, la manufactura en serie del cine no para nunca, con novedades y reciclajes de criaturas consagradas. ¿Cómo orientarse, para elegir o huir, en medio a tanta oferta y variedad? Pues de la manera tradicional: con los «bestiarios», es decir, los catálogos de monstruosidades, un género literario-clasificatorio que existe desde hace muchos siglos, con lo más destacado de cada época histórica y sociedad. Así pues, se puede decir que Adriano realizó, con mucho tino, dos tareas simultáneas: en los términos del discurso universitario, su tesis organizó semióticamente el universo de estos entes fabulosos que requieren estudio. Y, al hacerlo, se forjó un nuevo e inédito bestiario; necesario, porque, en el siglo XXI, de facto, los horrores pueden ser muy reales, nunca antes vistos. El hito traumático del 11 de septiembre inauguró la centuria con la violencia, partera de la historia, dando a luz insólitos terrorismos. A partir de entonces, los pavores nocturnos nunca más serían los mismos…
Como retorno de lo reprimido, muchos miedos vienen del pasado. El futuro, no obstante, también puede asustar, cuando las utopías insatisfactorias dan lugar a distopías aún «más peores», como diría Manoel de Barros. Es el caso paradigmático del zombi en la posmodernidad. Antes de él, la criatura del barón Víctor Frankenstein —bautizada metonímicamente como «el moderno Prometeo»— era considerada el único mito original producido en la modernidad. Pero él era un ser solitario y melancólico, preocupado en encontrar a otra con la que tener una relación; frustrado, buscaba vengarse del creador de su soledad. No se podía imaginar que, en el futuro, se le consideraría el precursor de la condición poshumana… Los zombis, al contrario, datan desde siempre —al menos antropológicamente— en Haití. Como en Haití podría ser por aquí, en cualquier territorio del capitalismo, los consumidores serán los candidatos apropiados para portarse como muertos vivientes, asolando y destruyendo centros comerciales y conjuntos residenciales, muertos vivientes con tarjetas de créditos. George Romero, el padre de todos, fue preguntado, alguna vez, en un making-of: «¿quién representaría, en los días de hoy, el papel del zombi, como alteridad absoluta?». El director, también ideólogo subversivo, contestó que podrían ser, por ejemplo, los palestinos, los refugiados, los migrantes, tomados como epígonos de lo que no puede ser asimilado: humanos, demasiado humanos; monstruosos, porque son diferentes.
Moraleja de la historia, de todas las historias: los monstruos son los otros, al ser, más que semejantes, diferentes. Por no ser iguales, serían peligrosos, portadores de una voracidad radical que destruiría nuestro narcisismo, ego y cuerpo, según sus voluntades avasalladoras. En definitiva, los semblantes del otro, capacitados para satisfacerse tanáticamente con nosotros, también pueden fascinarnos, en el masoquismo gozoso de las pantallas y de los disimulos, en el delivery de las intensidades, en las pesadillas prêt-à-porter.
OSCAR CESAROTTO
Psicoanalista y profesor de Comunicación y Semiótica (PUC-SP)
Encontrar lo que no buscábamos es lo que hace que avance el conocimiento.
CLAUDE-CLAIRE KAPPLER, Monstres, démons et merveilles à la fin du Moyen Âge
Introducción
Tras las huellas de los monstruos
Los monstruos siempre han sido, para mí, una inquietud personal, deliciosa e instigadora. Como tema de estudio, pedían un análisis intenso mediante miradas polifacéticas que pudieran rastrear su exterior e interior. El soporte cinematográfico se convirtió en algo obvio para tal acometida; a fin de cuentas, no hay ningún otro sitio en la contemporaneidad en el que un monstruo se muestre tan bien. Si la literatura forjó seres fantásticos profusamente en el siglo XIX, considero que, en los siglos XX y XXI, el cine ha sido el gran criadero de bestiarios. Su influencia ha sido tan avasalladora que la literatura denominada fantástica es hoy su gran deudora. En esta línea de raciocinio, me parece posible afirmar que, si la literatura expresó los síntomas de la cultura3 en el siglo XIX, el cine lo hizo en el siglo XX y lo viene haciendo en el XXI; al fin y al cabo, sus ingenios están mucho más cerca del sueño que los de una obra literaria, si pensamos que su materia prima es, básicamente, la imagen visual4.
Mi objetivo general en este trabajo ha sido el de analizar algunas películas de la primera década del siglo XXI —con una tolerancia de algunos años a más— en lo concerniente a la presencia de formas monstruosas provenientes de la imaginación en torno de lo fantástico, siempre contundentes y numerosas. En cuanto a un objetivo específico, he buscado entender cómo lo fantástico, en la materialidad de sus personajes, fue actualizado, reinventado y fabulado, mediante el soporte de una comprensión de base semiótico-psicoanalítica.
Por medio de la presentación de una cierta «arqueología» de diversas manifestaciones culturales de seres fantásticos (desde la Antigüedad, pasando por la Edad Media, por el Renacimiento, por el ultrarromanticismo del siglo XVIII, por la asunción de cuestiones del cuerpo cambiante en el XIX, hasta nuestros días), estudié la fuerza con la que determinadas representaciones de lo fantástico todavía se manifiestan, plasmadas en las cintas seleccionadas. También he intentado localizar, delimitar y explicar las manifestaciones del catastrofismo en el vasto panorama del cine fantástico como una de las tendencias dominantes en el periodo seleccionado5.
Si, en gran parte de las ficciones fantásticas, el personaje humano se vio o se sintió observado por algún monstruo que estaba al acecho, aquí he tenido la dedicación de mirar a la criatura que causa el pavor, diseccionar su conformación híbrida y, tantas veces, lo aparentemente innominable, tanto bajo la instrumentación de la semiótica psicoanalítica como de otros campos del saber, como los estudios cinematográficos, la filosofía y la antropología.
Llegué, concomitantemente con lecturas diversas y con el conocimiento previo de muchas películas, a seleccionar un corpus de temática fantástica producido durante la primera década del siglo XXI6. Establecí, no como criterio, sino únicamente como una variable de carácter simbólico para mi recorte, el 11 de septiembre de 2001. Esa fecha se convirtió, para toda la cultura mundial, en un antes y un después: tal vez ahí empezó el nuevo siglo. El fin del recorte temporal lo establecí en 2011, por lo que te encuentras ante diez años de cinematografía desmenuzada.
La profusión de films fantásticos lanzados durante el periodo elegido —lo que justifica la variada