Todos los monstruos de la Tierra. Adriano Messias
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Bastante preocupado en concederle un espacio de valorización a la literatura fantástica —en una época en la que la izquierda argentina dirigía su mirada hacia un endurecido realismo socialista o a la littérature engagée de los existencialistas franceses—, Borges llegó a analizar cuatro procedimientos de los textos fantásticos, los cuales fueron posteriormente ampliados por él: a) la obra dentro de la misma obra, como en el caso de Don Quijote y Hamlet; b) la introducción de mensajes del sueño para la modificación de la realidad, asunto presente en diversas culturas; c) el viaje a través del tiempo (por ejemplo, La máquina del tiempo, de H. G. Wells); y d) la presencia de dobles (como en el cuento «William Wilson», de Poe).
Traigo, además de la de Borges, un aporte que hace referencia al propio Machado de Assis, tan insistentemente clasificado por los estudiosos más conservadores como un escritor «realista». Es Pereira24 quien va a recordar que algunos críticos consideraron, atrevidamente, que el «brujo de Cosme Velho» era bastante próximo a la literatura fantástica al abordar la sociedad de su época y acabó siendo identificado más tarde con los autores latinoamericanos de los años sesenta vinculados al llamado «realismo mágico»25. Machado fue tan antirrealista en algunos momentos que llegó a criticar ásperamente a Eça de Queirós por su «realismo implacable»26, quien a menudo buscaba, mediante el exceso descriptivo, una supuesta representación extremadamente fiel de lo social27. El gran escritor brasileño también mencionó que el propio Émile Zola, líder de la escuela naturalista, apuntaba peligros en el realismo. A esa crítica sobre las tendencias realistas, añado las palabras de Fischer:
El gusto [brasileño] acentuado por la fotografía de lo real tal cual se presenta, una voluntad de contar la historia verdadera o, más aún, de revelar la verdad que está oculta en alguna parte. […] Vista bien desde arriba, desde una altura panorámica, la literatura brasileña se muestra, en efecto, como un conjunto de libros dominado por una voluntad de realidad, de una parte, y por el menosprecio, tal vez incluso por el rechazo, a relatos imaginativos, fantasiosos28.
A mi juicio, dicha afirmación se aplica no solo a la literatura brasileña, sino también a su cine y, en gran medida y de forma generalizada, esa constatación sirve para las expresiones artísticas de otros pueblos29.
Siguiendo la estela de un pensamiento más tradicional y «escapista» sobre lo fantástico, Penteado, en el prefacio de una antología de cuentos, recupera a Pierre Castex, que escribió sobre el cuento fantástico en Francia. Escribe Penteado:
Lo fantástico, en literatura, es la forma original que asume lo maravilloso, cuando la imaginación, en vez de transformar en mito un pensamiento lógico, evoca fantasmas encontrados en el transcurso de sus solitarias peregrinaciones. Es generado por el sueño, por la superstición, por el miedo, por el remordimiento, por la sobreexcitación nerviosa o mental, por el alcohol y por todos los estados mórbidos. Se nutre de ilusiones, de terrores, de delirios30.
Y, más adelante, al hilo de la proliferación de lo fantástico en su época, Penteado continúa:
El hombre moderno, quizá procurando encontrar una evasión espiritual para los problemas cotidianos e insolubles que lo torturan, harto ya de la lectura de los noticiarios comunes, en los que los seres humanos dan rienda suelta a su desmedida ambición y egoísmo [...], se vuelve [...] al clima de misterio, a lo irreal, a la fantasía, lo que explica el gran número de escritores y publicaciones de esa naturaleza surgidos últimamente.
En el siglo XIX florecieron los cuentos fantásticos por toda Francia y por Europa, en general. Charles Nodier, en 1830, escribía su manifiesto Du fantastique en littérature y también vino a explorar la figura del vampiro, la alucinación y la criatura sobrenatural en varios de sus textos. Tantos otros siguieron ese camino en las letras francesas, como Théophile Gautier, Honoré de Balzac, Louis Lambert, Prosper Mérimée y Guy de Maupassant.
La literatura fantástica, a pesar del hito establecido por El diablo enamorado, del dijonés Jacques Cazotte (1772) —libro muy importante que comentaré en el subcapítulo «La sombra del monstruo en las Luces europeas»—, tuvo a Alemania como su importante centro irradiador, que influyó en otras literaturas de los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, durante un buen tiempo, el texto de Cazotte fue considerado como una obra original en el país de Molière, teniendo en cuenta que lo que allí se producía, hasta entonces, en términos de literatura, recurría o a una fantasmagoría irrisible, o a lo satírico cercano a lo alegórico. El escritor que, de hecho, se considera iniciador de la literatura fantástica moderna es el alemán E. T. A. Hoffmann y la aparición de la expresión «cuento fantástico» fue involuntaria: el primer traductor de este autor en Francia, Loève-Veimars, publicó diversos textos hoffmannienses en 1829 con el título Contes fantastiques. No obstante, el propio Hoffmann los había agrupado con el nombre de Fantasiestüche, «obras de la imaginación»; por homonimia, Fantasie se convirtió en fantastique.
Hoffmann presentó varios elementos temáticos que serían retrabajados en adelante en literatura fantástica: el doble, lo sobrenatural, el ser humano artificial, la magia y las experiencias paracientíficas tan de moda en la Europa de aquellos tiempos, como la magnetización y el mesmerismo, un derivado de ella. La cuestión del doble aparecería tanto en la vertiente del autómata impulsado por engranajes como en la de los espectros y de las sombras. Perder la propia sombra o ser perseguido por ella forma parte de diversos textos literarios de la época.
Con todo, en tierras francesas, Charles Baudelaire traduciría a un autor que empañó el éxito de Hoffmann, imponiendo una nueva ola narrativa con sus Historias extraordinarias y Nuevas historias extraordinarias: Edgar Allan Poe, cuyos textos llegaron al lector francés en 1856 y 1857, respectivamente. Sus instigadoras páginas carecían de las conocidas figuras del terreno sobrenatural más clásico —como las ondinas, los gnomos, las salamandras, las brujas y la propia magia—, puesto que su objetivo fue sumergirse más específicamente en los estados de conciencia, la angustia metafísica y la locura.
Si los estudios literarios apuntan a la localización del denominado fantástico literario moderno en las letras de Alemania (y, en segundo plano, de Inglaterra), hay quienes defienden a Francia, por su parte, como la gran surtidora de novelas de vampiros, lo que se comprueba por medio de diversos literatos, como el propio Baudelaire, además de Alejandro Dumas, Théophile Gautier, Guy de Maupassant, Prosper Mérimée, Charles Nodier y Aloysius Bertrand, por ejemplo31, a pesar de una cierta crítica literaria prejuiciosa, desde entonces, en torno a sus textos.
Como bien nos recuerda Motta (2007), en la obra Proust: a violência sutil do riso [Proust: la violencia sutil de la risa], aunque Freud haya ejemplificado su famoso concepto de Unheimliche, lo siniestro o lo «extraño familiar» en el cuento de Hoffmann32, bien podría haberlo hecho a partir de algún texto de la literatura inglesa del siglo XIX. Para la investigadora, Baudelaire supo repudiar bien el espíritu francés y reivindicar el exceso nórdico en su conocido De l’éssence du rire33, verdadera defensa de lo grotesco. El escritor maldito consideraba que la risa —expresión que tantas veces desencadena la locura— era diabólica, en contraposición a los comedimientos del buen cristiano; y lo cómico sería uno de los signos más claramente satánicos del hombre —fenómeno monstruoso que remitimos igualmente a la temática de la obra El nombre de la rosa, de Umberto Eco.
El autor de Las flores del mal menciona, en su breve ensayo, la extravagancia y las exageraciones de una subdivisión de la escuela romántica, la escuela satánica, para la cual la risa era la expresión de un sentimiento incierto, presente incluso en la convulsión. Él se deshace en elogios hacia los autores anglogermánicos y hacia Hoffmann, en particular, sin olvidarse de los dos doctos de lo grotesco y de lo cómico francés: François Rabelais y Molière. Su mirada, no obstante, se fija en las formas fuertes de la «enormidad británica, rebosante de sangre coagulada y sazonada con algunos goddam monstruosos»34. Su crítica