La vida a través del espejo. Iván Zaro
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A continuación van a conocer a dos personas cuya trayectoria vital y profesional a priori no relacionarían nunca con el VIH. La noticia supuso un golpe que descolocó a los protagonistas. A través de las historias de un médico y un sacerdote nos adentraremos en la serofobia y en la hostilidad de la Iglesia católica o la discriminación a través de comentarios cargados de superioridad moral del ámbito sanitario. Dos personas que tenían información sobre el VIH, dos personas que son diagnosticadas y el viaje que inician desde el instante que reciben la noticia.
David, un médico paciente
Una gélida mañana de sábado a finales del mes de febrero recibí una llamada de teléfono. Una voz se presentó, me dijo que habíamos coincidido en una consulta médica ya que él había estado rotando como médico residente en el Centro Sanitario Sandoval. Recordaba haber acompañado a un usuario brasileño en situación irregular a la consulta en el centro sanitario, pero no recordaba a ningún médico residente. Sin embargo, él me conocía y sabía de mi labor en la atención a pacientes con VIH. Necesitaba verme urgentemente y quedamos a la media hora en una cafetería del centro de Madrid. Al verle le reconocí, semanas antes le había visto con su bata blanca por los pasillos de Sandoval. Esa mañana de un modo sereno pero temeroso me contó su historia, aunque ambos sospechábamos que solo era el inicio de la misma. Cuatro años más tarde, ya habiendo labrado una amistad, nos sentamos para volver a repasar esta vez sí su historia más reciente.
Es uno de los médicos más apasionados que conozco y, tras ponerse en la piel del paciente, hace suyas las palabras del doctor Albert J. Jovell «Yo ya acepto que no me van a curar, pero me costaría aceptar que no me van a cuidar». Gracias a ser médico y a la vez paciente se ha dado cuenta de que lo realmente importante no es la enfermedad, sino el enfermo. De la mano de David, descubriremos cómo el sector que más debería cuidar de los pacientes a veces es el más discriminatorio y menos sensibilizado. El mismo sector que al principio de la epidemia colocaba pegatinas rojas en las historias clínicas de los pacientes con VIH. El mismo que en la actualidad, al menos en algunos hospitales de la Comunidad de Madrid, sigue escribiendo en los informes médicos con rotulador tres letras en mayúsculas. Dejando dicho informe a los pies de la cama del paciente y, por tanto, haciendo público su seroestatus ante su acompañante en el hospital y ante cualquier mirada ajena que pueda echar un simple vistazo a esas tres letras escritas con rotulador en la esquina superior derecha del informe médico. VIH en mayúsculas y subrayado. El testimonio de David nos detallará cómo es ser un caballo de Troya en plena consulta hospitalaria.
***
Yo nací y estudié Medicina en Murcia y me siento súper de Murcia17. Pero llegó un momento en el que aquello se me quedó pequeño. Como ciudad, laboralmente, Murcia siempre tiene menos posibilidades y me quería ir. Pero, sobre todo, a nivel de ambiente. Hice la maleta y me vine a Madrid para hacer el MIR. Hice el examen, pero Madrid me daba algo de miedo. Yo llegué con veinticinco años y ahora tengo treinta y tantos. La primera vez que vine a Madrid fue un fin de semana de escapada, con veintidós o veintitrés años, en el mes de julio. Les dije a mis padres que me iba a las fiestas del pueblo de un amigo mío. Les mentí y tomé rumbo a Madrid para irme de fiesta. Pero una cosa es pasar un fin de semana y otra cosa es vivir aquí. Yo siempre buscaba una ciudad con mar, porque a mí eso me tira mucho. Pensaba en Valencia, Alicante o Barcelona, pero el tema del catalán me echaba para atrás. Decidí venirme dos días antes de empezar el MIR para aprovechar el fin de semana. El movimiento, la gente, las calles, todo. Chueca me gustaba mucho, ahora ya no tanto, pero antes me llamaba mucho. Además, no es lo mismo poner en tu currículum que has hecho la residencia en un hospital de segundo nivel que hacerlo en un Gregorio Marañón, en el 12 de Octubre o en el Ramón y Cajal. Después tuve la suerte de poder quedarme a vivir en Madrid. Y ahí empezó la aventura como Paco Martínez Soria, un cateto provinciano. Tengo dos hermanos mayores que yo y mis padres son mayores.
Yo salí del armario por fases: mi hermano me pilló entre comillas a los veintiuno o veintidós años. Eso siempre se nota, el hecho de que nunca tengas relaciones con chicas o no tengas novia a esa edad. Yo siempre estaba estudiando y cuando salía de fiesta me iba a los típicos bares de ambiente. En Murcia solamente hay uno o dos y ya está, por eso digo que la ciudad se me quedó muy pequeña. Y, claro, siempre surge la típica pregunta de dónde iba el fin de semana y yo me inventaba un sitio para que no lo conociera. Era el momento del auge de las redes sociales, en las que a veces colgabas cosas como fotos con tu futuro novio. En fin, vives tanto en la mentira que he tenido que hacer tapaderas triples. Todo para poder mantener en secreto mi homosexualidad.
Mi hermano, el mayor, lo aceptó bien porque él salió de Murcia para estudiar en Bilbao en los años noventa. Lo encajó bien porque en aquel momento estaba casado con una mujer que tenía un hermano gay. Mi otro hermano, el mediano, dos años más tarde se lo preguntó a mi hermano. Y mi hermano le dijo que sí. Después quedamos los tres para formalizarlo todo. He de decir que mi hermano siempre ha sido mi cómplice, me ha servido para cubrirme muchas veces. Yo decía que me iba a su casa a dormir, aunque luego fuese mentira. Él siempre fue mi aliado y eso se agradece. El problema en mi familia eran mis padres porque los dos están chapados a la antigua. Mi miedo siempre ha sido qué harían en el momento en el que se lo dijera. Mi plan era terminar la carrera, hacer el MIR y poderme ir de casa antes de decirlo.
Al final tuve dos semanas para hacer la mudanza. Cuando llegué a Madrid, le dije a mis hermanos que iba a contárselo a papá y a mamá. Así que vinieron a casa y, claro, mis padres se extrañaron de vernos a todos de buenas a primeras. Les dije que les tenía que contar una cosa y mi padre soltó «yo ya sé lo que me vas a contar» y mi madre contestó «yo también». Y entonces les dije: «mirad a mí no me gustan las mujeres, a mí me gustan los hombres». Ellos me dijeron que me iban a querer igual que siempre. En ese sentido, fue todo muy bien.
Para mí ser médico tiene un componente vocacional. De siempre me ha gustado mucho la ciencia. Para los idiomas, la literatura y temas de letras, no. Lo que yo he sentido por la ciencia desde pequeño ha sido fascinación y mi mayor entretenimiento fue la botánica, que me parece un mundo fascinante. Me ponía a leer un libro de ciencias y tenía la sensación siempre de querer más. Con las letras eso no me pasaba. Un verano, cuando tenía como doce o trece años, puse la tele y estaban emitiendo la serie Urgencias, en la que salía George Clooney. Recuerdo la entrada de la ambulancia, la gente corriendo, cómo metían a los enfermos en el box y yo pensaba que justo eso es lo que quería saber hacer. Para mí esa serie ha sido una de las mejores desde el punto de vista médico porque era muy real. Real en términos de procedimientos y con todo muy bien hecho. Yo tenía una enciclopedia en casa, la típica de ocho tomos de color rojo, y allí leía y me empapaba de términos médicos. Veía «aneurisma de aorta», me entraba la curiosidad de qué sería y lo leía con atención hasta que lo entendiese. Todo muy básico, pero claro tenía doce años. De ahí me viene la vocación por ser médico de urgencias, que es lo que soy ahora.
Mi despertar sexual sería a los cuatro o cinco años, con el programa Luna de miel de Mayra Gómez Kemp. Una de las pruebas se desarrollaba con toda la familia vestida de boda en la piscina y en una barca que se iba hundiendo. Hacia el final, al novio o a la novia le ponían un estríper y debía reconocer las piernas de su pareja entre las cuatro personas que le proponían. Primero hacían la prueba con el chico, con una tía despampanante. Luego le tocaba la prueba a la novia y le ponían al típico estríper hipermusculado, guapo, alto y con un cuerpo fantástico. Yo me excitaba muchísimo y empecé a darme cuenta de que pasaba algo porque esa reacción no la tenía con las chicas, pero ahí se quedó un poco apagada la cosa. Después, a los doce o a los trece años, en el colegio también experimenté lo mismo.
En aquella época, los sábado por la noche a las tres de la mañana,