La vida a través del espejo. Iván Zaro
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Los residentes estaban todos muy distantes después de aquello. Yo se lo dije a un pequeño grupo de gente: a mi amigo más cercano y a mis residentes, que además me vieron allí. Cuando me dieron el alta, me di cuenta de que estaba en Madrid yo solo. ¿Y ahora qué hacía? ¿Cómo se lleva algo así? ¿Cómo vas a una consulta de la unidad de VIH como paciente? Es muy fuerte porque acudes con miedo de que te vea la gente con la que trabajas.
Coincidió que un amigo de la universidad se iba a venir a pasar unos días conmigo. Así que llegó al día siguiente de darme el alta y, con el peor tacto del mundo, le solté todo al bajarse del tren: «Me acaban de dar el alta en el hospital. Tengo VIH». Mi amigo se quedó blanco y me dijo: «Bueno, no pasa nada». Fueron unos días muy raros. Él me acompañó a la primera consulta de VIH. Empezamos con el tratamiento y todo se me hacía un mundo: ¿y si se me olvida?, ¿y si no me la tomo?, ¿y si me la tomo y me pasa algo?
Después de cuatro o cinco días las cosas se calmaron. Más tarde le pregunté a mi amigo por qué no se había ido cuando le dije que era VIH y me contestó: «Tú eres mi amigo. Yo tenía mucho miedo en ese momento, pero eres mi amigo». «¿Miedo de qué? No me voy a acostar contigo. Nunca nos hemos acostado», le contesté. Éramos amigos de toda la vida. ¿Cuál es el miedo? ¿Tenía miedo de que se transmitiera por la convivencia? Bueno, pero eso era falta de información. Cuando estuve ingresado, me planteaba muchas cosas. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? ¿Cuáles eran los pilares de mi vida? Me puse a pensar en la familia, mis amigos, lo que era como persona, lo que me gustaba y mi trabajo, mi profesión. Hubo un amigo médico al que se lo dije que me escribió tres meses más tarde para preguntar con un «Hola, ¿cómo estás?». Los que yo creía que eran mis amigos o la gente en la que había confiado se estaban yendo a la mierda. Eso fue muy fuerte. Y, a nivel profesional, ¿un médico puede tener VIH? ¿Cómo me van a dejar trabajar cuando termine la residencia? ¿Me van a contratar? La esfera profesional también se tambaleaba. En el amor, ¿iba a encontrar novio alguna vez en la vida? Si ya de por sí era difícil, imagínate ahora, ¿no? Entonces, recordé a un chico que conocí hace mucho y le llamé para contárselo. Fue encantador y me recomendó hablar con Iván de Imagina. En Sandoval, como médico rotante, yo le había conocido acompañando a otro chico. Estaba todo muy reciente así que mi gran preocupación en aquel momento era cómo se llevaba todo esto a nivel social. Si ya de por sí los maricas son los primeros en discriminar a la gente por tener pluma o por no ser de gimnasio, imagínate si encima tienes VIH. Y ahí fue cuando se creó el momento de las cuatro sillas, que era un pequeño grupo de apoyo. Acudir a un grupo de apoyo era exponerse mucho y no me veía con la fuerza vital necesaria. Con el tiempo, te vas dando cuenta de que es una cosa normal y de que hay mucha gente que, aunque no lo diga, tiene el VIH. El tiempo lo normaliza todo, se va pasando. Lo que antes te parecía un mundo, como esconder las pastillas cuando alguien venía a casa o mantener relaciones, lo acabas normalizando. Aunque yo no mantuve relaciones hasta que fui indetectable. Sentía que podía matar a alguien.
Tuve una carga viral de más de diez millones de copias, que es el límite de la máquina. Una primoinfección de libro, muy florida, muy sintomática... estuve fatal. Me quedé a 180 CD4, inmunodeprimido, y con 60 000 plaquetas. Cuando me dieron de alta no podía ni levantarme del sofá a la cama. A mí el VIH me pegó una hostia fuerte, pero bien fuerte. Mi salud se vio bastante perjudicada.
También temía por la confidencialidad. Creo que hay gente que se metió en mi historial clínico. No tengo pruebas, pero sí sospechas. Ha habido un compañero que me ha hecho un comentario por WhatsApp del tipo: «hombre, es que con la enfermedad que tú tienes...». Cuando me infecté, necesité mucho tiempo para reconstruirme mentalmente, en el trabajo. Lo cuestionas todo. Lo analizas todo. Todo este proceso te lleva un tiempo. Además, me pilló al final de la residencia, con proyectos de investigación, presentaciones, etc. Me alejé un poco de la gente y hasta que no estuve más recompuesto no me volví a relacionar. Tampoco reinicié las relaciones con chicos.
Hubo un cambio de actitud en mis compañeros o, al menos, yo lo vi así. Estaban más distantes, más fríos. En otros notaba más cercanía. Había de todo. La gente te sorprende cuando te pasan este tipo de cosas. A un chico que conocí se lo dije y desapareció. Otro, de forma más diplomática, me dejó de ver porque decía que éramos incompatibles. El último chico con el que estuve era seronegativo y no le importaba mi condición.
En el entorno sanitario hay serofobia. Yo la tenía también. He oído comentarios de «es VIH, a saber lo que ha hecho...» referidos a pacientes. Yo tuve un cambio radical en la forma de pensar sobre los pacientes. La primera vez que me vino un paciente con VIH cuando estaba ejerciendo le pregunté lo típico: cómo se encontraba, qué antecedentes tenía, si había tenido alguna enfermedad o sufrido alguna operación. Cuando me dijo que era VIH y le pregunté qué tratamiento seguía, me contestó: «Estoy con uno que se toma una vez por la mañana y una por la noche y otra una vez al día…». «¿Estás con Truvada y con Raltegravir?», le pregunté. «Sí, ese. ¿Cómo lo sabes?». Supongo que pensaría que, como soy médico, lo sabía todo. La verdad es que yo estaba tomando el mismo tratamiento que él.
Debemos ser consecuentes con el tipo de vida que estamos llevando porque tiene sus consecuencias. Una persona que tiene relaciones de riesgo se expone a un VIH, a una hepatitis C. La persona que es sedentaria se expone a un infarto, a una diabetes, a una hipertensión. Entonces, ¿quieres ser sedentario? Vale, pero que sepas que te puede pasar esto. Desde luego, he notado en mí un cambio a la hora de no prejuzgar a la gente por las enfermedades que tiene. Creo que me he hecho mejor médico, en el sentido humano, más empático, el VIH me ha servido para comprender que no debemos juzgar a la gente.
En el ámbito sanitario, la realidad del VIH es más invisible que en la sociedad en general. De hecho, yo tuve miedo de que se enteraran cuando cambié de hospital y tenía miedo de que me echaran si se enteraban de mi situación. En el trabajo que yo hago en urgencias no expongo a ningún riesgo a los pacientes por tener VIH aunque, claro, yo estoy expuesto a un montón de enfermedades, como una meningitis. Sin embargo, nunca me planteé un cambio de rumbo profesional. No voy a cambiar nada que tenga pensado hacer por el hecho de tener VIH. El VIH me ha servido para reforzarme a mí mismo, en determinado tipo de cosas. El VIH me ha enseñado a quererme más y a ser egoísta. A plantearme la vida de la manera en que realmente quiero vivirla.
El miedo en el ámbito laboral continúa, no tanto como antes, pero sigue activo. Hay niveles de riesgo según las prácticas que realices. Yo no cojo vías pero, si tengo que hacerlo o hago una punción, me pongo el doble guante y voy despacio, tranquilo pero ni eso se hace todos los días.
No creo que la serofobia en el ámbito sanitario sea generalizada, pero sí frecuente. Hay médicos de toda la vida que lo asocian a las drogas pinchadas. La unidad de VIH donde me trato pilló el boom de la heroína en Madrid. Para poder solucionarlo, la visibilidad siempre ha sido importante, es la mejor forma de emprender esa lucha.
Es cierto que tomas conciencia de que tu tiempo es finito. Yo me veía como invencible y no, no lo soy. Yo también tengo el VIH como otro mortal. A mí el VIH no me ha hecho más débil. Me veo una persona mucho más fuerte, con más capacidades y con un factor añadido para poder hacer mejor mi trabajo. Eso no me distingue en nada de otras personas. El hecho de que yo pueda asumir más riesgos en mi trabajo por estar expuesto a infecciones es una decisión personal. Hay personas a las que les gustan los rubios, personas a las que les da igual que tengas VIH y hay personas que tienen miedo por desconocimiento, pero yo no quiero a nadie a mi lado