Del colapso tonal al arte sonoro. Javier María López Rodríguez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Del colapso tonal al arte sonoro - Javier María López Rodríguez страница 6
No se trata, pues, de la forma habitual de nocturno, sino de todo lo que esta palabra contiene de impresiones y efectos de luz. Nuages [Nubes] es el aspecto inmutable del cielo con la evolución lenta y melancólica de las nubes perdiéndose en una agonía gris dulcemente teñida de blanco.
Sea como fuere, y aun a riesgo de que a estas alturas pueda parecer un tanto desconcertante, quedémonos con el binomio Debussy-Webern como un espejo en el que se mirará buena parte de la música posterior a 1945. Evidentemente, no será el único. Por el mismo París de la segunda década del siglo XX ya ha hecho acto de presencia «un caballero ruso que besaba las manos de las mujeres mientras les pisaba los pies», tal y como lo describía el propio Debussy.
La bella pesadilla
Ese caballero en cuestión es un joven Igor Stravinsky (1882-1971), que ya ha iniciado su colaboración con Serguei Diaghilev (1872-1929), el empresario y director de la compañía de los Ballets Rusos, a resultas de lo cual crea la música para la puesta en escena de tres ballets que supondrán un cambio determinante en su estilo compositivo: El pájaro de fuego (1910), con una clara influencia de su maestro Rimsky Korsakov (1844-1908); Petrushka (1911) y La consagración de la primavera (1913), esta última coreografiada por Vaslav Nijinsky (1890-1950).
El impacto de La consagración es uno de los topos recurrentes de la historia de la música moderna aun a más de un siglo vista. Debussy, en frecuente contacto con Stravinsky, interpretó con el ruso la versión para piano a cuatro manos, experiencia que calificó de «bella pesadilla». Concebida para una enorme orquesta, La consagración ha sido ubicada frecuentemente dentro de un «primitivismo musical» tanto por su temática como por su estilo, algo no del todo ajeno a la fuerza primigenia de experiencias plásticas como la del fauvismo o al interés por culturas antiguas o lejanas que manifestaron algunos creadores cubistas. La desafiante temática del ballet sobre las festividades de la Rusia pagana, cuyo culmen es el sacrificio de una joven virgen en una devastadora danza final, se despliega musicalmente a través de impulsivas unidades rítmicas, con constantes alteraciones métricas e irregulares pulsaciones, en un contexto armónico tendente a la politonalidad, generando una poderosa y enérgica creación. Este fluir rítmico dentro de yuxtaposiciones constantes en lo que a su trama polifónica se refiere, unido a la temática del ballet, no dejó indiferente a la audiencia en el día de su estreno.
Pero, tras el tumulto y el escándalo de aquel 29 de mayo de 1913, del que se hicieron eco testigos como Marie Rambert, bailarina ayudante de Nijinsky, o el pintor Valentine Hugo, el lacónico comentario de Diaghilev —«es exactamente lo que quería»— anunciaba, seguramente sin intención profética alguna, el progresivo éxito de la obra. A la sazón, el empresario estaba acostumbrado a batallar con la controversia que sus espectáculos suscitaban entre un sector de la audiencia, como en el caso de la coreografía que el mismo Nijinsky creó en 1912 para L’après-midi d’un faune (La siesta de un fauno, 1894) de Debussy. Un año después, en 1914, Diaghilev encargaba a un joven Serguéi Prokófiev (1891-1953) varios proyectos de ballet, de los cuales, y con diversas transformaciones, surgiría la conocida como Suite escita, obra de enorme orquestación, de aire también primitivista y que, según la revista rusa M úsica, dejaba al ballet de Stravinsky en «una obra simplemente exótica escrita por un europeo refinado y afeminado».
Puede resultar llamativo que, casi cuarenta años después, el mismo Stravinsky expresase al profesor Claudio Spies durante una conversación en auto su malestar por la manera en que los diversos trozos de La consagración estaban conectados, pareciéndole tan arbitrarios como los tejidos musicales de dichas uniones. Deseaba reescribir la obra, como ya había hecho con Petrushka en 1946, magna tarea que nunca llegó a realizar. Veremos que tales apreciaciones eran totalmente coherentes con los años posteriores al estreno del ballet. Además, este inconformismo nos pone en alerta frente un fenómeno no exclusivo, pero sí muy característico, de la modernidad musical: los rápidos cambios en los diferentes entornos estilísticos hacen que los creadores transiten por diversos y variados contextos creativos.
En el interior y alrededor del triángulo
En los años setenta del siglo pasado, el musicólogo Gerald Abraham calificaba el tránsito del siglo XIX al XX como «el fin de una época» en la que el compositor «todavía podía usar la música como un lenguaje para el cual podía contar con la comprensión de los oyentes implicados en el estilo del siglo anterior», mientras que el auténtico innovador «debía estar preparado para enfrentarse no sólo a una mera incomprensión, sino a la acusación de que su música carecía de sentido». ¿Sólo existían estas dos opciones? Posiblemente nos hallamos ante una situación de mayor complejidad, donde los matices pasan a ser un factor relevante.
Los cambios que hemos tratado se estaban produciendo en un ámbito geográfico de área triangular, cuyos vértices podrían ser las ciudades de París, Berlín y Budapest. Impresionismo, intensificación posromántica o atonalidad son tendencias que aparecen dentro de un contexto más amplio, en el que una vasta producción se dinamiza en un estado de acumulación y reorganización propio ya de la modernidad musical. Dicha producción evoluciona de tal suerte que ni siquiera aquella más firmemente ligada al mundo tardorromántico o tonal permanece inmune a la novedad. Por ejemplo, en una compositora tan sujeta al mundo decimonónico —especialmente a Brahms— como fue la norteamericana Amy Beach (1867-1944), surgen, especialmente en sus últimas obras, elementos del lenguaje escalístico o armónico impresionista. Así pues, podríamos establecer tres tendencias dentro y alrededor del anteriormente citado triángulo geográfico. No se trata en absoluto de departamentos estancos, sino de flujos en estado de constante intercambio, donde el mayor o menor grado de afectación de las nuevas estéticas modernas se convierte en una constante, bien sea por asimilación de ciertos rasgos, bien por una evolución de las propias posibilidades de cada autor y su entorno creativo.
En primer lugar, algunos compositores muestran una evolución muy particular, que los hace un tanto inclasificables. Partiendo de los presupuestos y de la estética del lenguaje heredado del siglo XIX, transitan por caminos avanzados y a su vez muy personales. El italiano Ferruccio Busoni (1866-1924), cuya carrera musical tuvo lugar en buena parte en suelo germano, incorporó en su faceta como director a muchos compositores de su época, entre ellos a Bartók (1881-1945) o al mismo Schoenberg. En 1907, publicó lo que puede considerarse uno de los primeros escritos donde se busca una exposición de las bases estéticas y técnicas de la modernidad musical. Su Apuntes sobre una nueva estética musical supuso un cambio de rumbo para el autor desde su tardía y ampulosa escritura tardorromántica hacia trabajos como sus Seis sonatinas (1910-1920), de corta duración y en las cuales aúna un contrapunto heredado de su querencia por Johann Sebastian Bach con un avanzado lenguaje politonal. De una manera un tanto análoga, el ruso Alexander Scriabin (1872-1915) partió de formas heredadas del siglo XIX, como lo demuestran sus sonatas para piano o sus poemas sinfónicos, como El poema del éxtasis (1908) o Prometeo (1910), para incluir en ellas innovaciones armónicas basadas en escalas sintéticas o artificiales.
Una segunda corriente estaría marcada por la aparición de una arquitectura musical ligada al impresionismo o a la influencia francesa en general, entendida como alternativa a la dominante escuela germana del siglo XIX. En este último sentido puede entenderse la obra de Gabriel Fauré (1845-1924), un poco anterior