Del colapso tonal al arte sonoro. Javier María López Rodríguez

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Del colapso tonal al arte sonoro - Javier María López Rodríguez

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de autores posteriores que se adentran en la tradición como elemento constitutivo de muchas de sus obras. Véase el andalucismo de La vida breve (1905) de Manuel de Falla o de La procesión del Rocío (1919) de Joaquín Turina (1882-1949); el diverso influjo dentro de una escuela wagneriana en la ópera El final de don Álvaro (1911) de Conrado del Campo (1878-1953), o la música patrimonial galaica en la Segunda sinfonía (1917) de Andrés Gaos (1874-1959). Más al norte, el longevo finlandés Jean Sibelius (1865-1957) ha sido asociado, y con razón, a la emancipación de su país de las influencias rusa y sueca, llegando a convertirse en un auténtico emblema nacional. Sibelius no cita directamente el folclore, pero sí recurre al uso del diatonismo y de un atemperamiento del lenguaje posromántico, como en el final de su Quinta sinfonía (1915), que es absolutamente anticlimático. Dicho atemperamiento ha sido asociado a la frialdad de los helados paisajes de su nación, aunque en realidad debemos mirar hacia sus referencias a la literatura épica nacional del Kalevala para buscar el fundamento de la arquitectura nacionalista de su música, como en el caso de sus poemas sinfónicos Finlandia (1899) o el ya tardío Tapiola (1926). Orientándonos hacia el oeste, el británico Ralph Vaughan Williams (1872-1958) se preguntaba: «¿No tenemos en absoluto formas propias de expresión musical las cuales podamos purificar y elevar a la categoría de gran arte?». Y efectivamente, este compositor recogió alrededor de ochocientas melodías a lo largo de las islas británicas, lo que calificó de «aroma común», aroma que se observa en creaciones como Sinfonía marina (1903) o El vuelo de la alondra (1914). Mas también miró al pasado, lo que, como estamos viendo, empieza a ser una actitud muy propia de los tiempos modernos. En este caso, es el pasado nacional en su Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis (1910), compositor inglés del siglo XVI de la capilla real del rey Enrique VIII. Regresando a las inmediaciones del triángulo, el moravo Leoš Janá ček (1854-1928) se adentró en el género operístico con Jenůfa (1904) o en el orquestal con Taras Bulba (1918), aplicando su documentado conocimiento de la canción folclórica y su ideal de encarnar la inflexión rítmica y de entonación del lenguaje checo en la escritura musical.

      Reconsideremos la situación en el arranque de lo que terminará siendo la música contemporánea. A esta época le ocurre algo lejanamente parecido a lo que al repertorio del Barroco: los progresivos estudios y reactualizaciones de diversos autores hacen que el mosaico de la modernidad musical se esté reorganizando constantemente por la aparición de nuevas teselas. Muchas de ellas adquieren un personal sello que las hace inclasificables. El polaco Karol Szymanowski (1882-1937), el británico Gustav Holst (1874-1934) o el francés Charles Koechlin (1867-1950) aúnan una variedad de influencias de corte estilístico y cosmopolita que los hace realmente modernos desde el foco de la multidimensión y recepción que a día de hoy sostiene nuestro imaginario musical. Hay que tener en cuenta que el grado de transcendencia o conocimiento de un autor viene dado por factores en ocasiones altamente contradictorios. A veces, es el radicalismo e innovación de la propuesta: Erwartung de Schoenberg tardó veinticinco años en ser estrenado. Otras, el ser considerado demasiado conservador o retardatorio, como en el caso de Rachmaninov o Sibelius: para este último su Cuarta sinfonía (1911) era «una protesta contra la música del presente». En último caso, el eterno problema del veredicto del público: Debussy empezó a ser aceptado en España a partir aproximadamente de 1915, contando entre sus abanderados al musicólogo Adolfo Salazar y al filósofo Ortega y Gasset. Sin embargo, semejante panorama no invalida el hecho de que estas obras surgen en un determinado instante, conformando así dicho mosaico, donde se dibuja el total de la historia del estilo y de la creación sonora.

      Quizá, la historiografía haya incidido, no sin razón, en aspectos como la atonalidad para remarcar cuáles eran las principales innovaciones de los músicos de principio de siglo. Aun así, incluso esta música colocada a la vanguardia de la creación conserva claras servidumbres del pasado. Miremos al Pierrot de Schoenberg. No sólo la «emancipación de la disonancia» podría considerarse en la lógica del desarrollo de la tonalidad posromántica, sino que diferentes números de la obra fueron compuestos a partir de formas y técnicas tradicionales como el canon, la fuga, el rondó, el pasacalle o el contrapunto. Si además atendemos a la idea de negociación entre alta cultura y cultura popular, el Pierrot tiene más de cabaret que de recital lírico. Así, como otra cara de la misma moneda, deberíamos tener presente lo que el lingüista Christopher Butler considera como la capacidad de innovar desde la tradición. Este punto de vista, auténtico contrapeso del anterior, nos recuerda que músicos ligados a los cánones heredados pueden modificar el lenguaje sustancialmente. Holst, Vaughan Williams, Sibelius, Falla en sus primeras obras, todos ellos conectados con la tradición tonal o tardorromántica, no pueden confundirse con autores del siglo precedente como Chaikovsky, Brahms o Wagner. Tal vez, cuando a muchos se les consideró como epígonos dentro de una nueva página en blanco que la vanguardia debería escribir, debió pensarse que eran notas al pie con un peso específico.

      A estas alturas, nos podemos preguntar por qué Budapest es el tercer ángulo de este triángulo de innovaciones y transiciones. Desde 1907, Béla Bartók es profesor de piano en la Real Academia de la ciudad. En 1931, escribiría que la música campesina «con un alto grado de primitivismo, pero nunca de simpleza, forma el punto de partida ideal real para un renacer musical». Ya en su obra pianística, como las Catorce bagatelas (1908) o el Allegro barbaro (1911), ya en su obra escénica, como el ballet El príncipe de madera (1917) o la ópera El castillo de Barba Azul (1918), el folclore rumano y húngaro, sobre el cual él mismo había realizado trabajo de campo, pasa a proveerlo de un armazón muy particular, auténticamente diferenciado de las pinceladas del nacionalismo musical de otras zonas. En una entrevista concedida en 1937, aseguraba en relación a Schoenberg: «Mi sistema armónico es totalmente extraño al suyo». No se refería a las obras atonales. Para entonces, ¿qué había inventado el vienés?

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