Del colapso tonal al arte sonoro. Javier María López Rodríguez

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Del colapso tonal al arte sonoro - Javier María López Rodríguez

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Fauré es especialmente recordado por su particular Réquiem, finalmente terminado en 1900 tras un largo proceso compositivo. Esta versión de la misa de réquiem huye de los tradicionales terrores del juicio final, prescindiendo de la secuencia del dies irae, en una reescritura de la forma que, como afirmó el crítico Émile Vuillermoz, «mira hacia el cielo y no hacia el infierno».

      Asociados muy directamente a Claude Debussy, tanto en lo musical como en lo personal, aparecen Erik Satie (1866-1925) y Maurice Ravel (1875-1937). Alrededor del binomio Ravel-Debussy, la historia ha creado otro sistema basado en la convivencia estilística y vital. Sus obras suelen interpretarse o grabarse conjuntamente, como acontece con sus únicos cuartetos de cuerda o con las obras para arpa que las casas Pleyel y Érard encargaron a ambos, en clara competencia para demostrar cuál de los dos nuevos modelos del instrumento se mostraba más versátil. Ciertamente, la asociación entre ambos autores resulta clara en aspectos como la textura, el vocabulario armónico, o la preferencia por ideas melódicas breves. Pero, frente al flujo debussiano, que parece interrumpido, lo raveliano exhibe una clara articulación formal, en donde la idea de empuje tonal es más fuerte y los modelos rítmicos están claramente marcados. Entiéndase que Ravel se declaraba partidario de ideas nuevas, pero a su vez defendía no ser «un compositor moderno que tenga el afán de escribir armonías radicales ni contrapunto fragmentado porque nunca [fue] de determinado estilo de composición». No obstante, y entendido dentro de la manera de hacer en la Francia de la época, demuestra una gran capacidad para juntar materiales de diversa procedencia en un todo personal y coherente, como en su Rapsodia española (1908), La valse (1920) o el Concierto para piano (1932), este último con ecos del mundo del jazz ya en un periodo más avanzado situado entre ambas contiendas mundiales.

      Un segundo actor fuertemente ligado también en lo personal a Claude Debussy es el autor de una famosa instantánea en la que aparecen juntos el compositor de La mar y Stravinsky: este fotógrafo ocasional es Erik Satie, músico con facetas casi visionarias cuyo contraste entre su desbordante creatividad y sus limitaciones técnicas ha sido destacado en numerosas ocasiones. Así, para asombro de la sociedad musical parisina, con cuarenta años, y una carrera musical más que establecida, Satie ingresa en la Schola Cantorum con la intención de aprender contrapunto y otras disciplinas teóricas. Afortunadamente rescatado para la música de su propio anecdotario, su figura ha sido reivindicada desde los años veinte del siglo pasado. Obras como Gymnopédies (1888), auténticas profecías de sencillez dentro de un marco armónico austero, repetitivo y de carácter circular, y de reminiscencias claramente impresionistas, como mucha de su música, han ocupado publicidad dinámica, cine, versiones jazzísticas o incluso listas de música new age en la década de los noventa de la pasada centuria. Satie ejemplifica la negación de cualquier tipo de retórica, con frecuentes guiños humorísticos, como en sus Vexations, obra de poco más de un minuto que debe interpretarse ochocientas cuarenta veces, y que no fue publicada por John Cage (1912-1992) hasta 1949. Antirretórica resulta también su idea de «música mueble», donde se niega cualquier tipo de intención expresiva o ambición artística del hecho musical, avanzando estéticas como la «no intencionalidad» o la música ambiental de la segunda mitad del siglo XX. Hijo de su tiempo, acogió el interés por el medievalismo al componer música para la hermandad de los Rosacruces, a la cual perteneció, y creó asimismo una serie de obras basadas en las formas propias del music-hall como Jack in the box (1899). Cabe señalar que uno de sus recursos económicos habituales consistió en componer y ejecutar canciones y música para espectáculos de cabaret.

      Más allá de la tríada Fauré-Ravel-Satie, la sombra del impresionismo es ciertamente alargada. La escuela francesa impregnará muchos de los acordes de la música occidental en años sucesivos. La melodía modal de Fauré aparecerá en la malograda Lili Boulanger (1893-1918), primera mujer a la que se le permitió participar en el prestigioso Prix de Roma de composición, o en la también francesa Cécile Chaminade (1857-1944). Los colores impresionistas están presentes en las tres virtuosas piezas para piano y orquesta conocidas como Noches en los jardines de España (1915) de Manuel de Falla, o en el poema tonal Fontane di Roma (1916) del italiano Ottorino Respighi (1879-1936). Los primeros minutos de Brigg Fair (1907), del inglés Frederick Delius (1862-1924), bien podrían haber sido escritos al alimón por Debussy y Ravel. El estilo penetra en contextos cinematográficos, incluso con citas literales para confeccionar bandas sonoras como la que el ruso Dimitri Tiomkim (1894-1979) hizo para El retrato de Jennie (1948) de William Dieterle.

      Es cierto que, en comparación con la música de la Segunda Escuela de Viena, el repertorio de corte impresionista todavía enraizaba con nitidez en procedimientos de la música tonal. En este sentido, existe una tercera corriente que claramente parte de mantener dichos principios elaborativos, aunque, lejos de cualquier tipo de homogeneidad, ofrece perfiles variados.

      Una primera opción consiste en aferrarse nítidamente a la tradición romántica heredada del siglo XIX. No debe sorprendernos que el historiador Arnold Whittall, en su volumen dedicado a la música romántica, dedique su colofón al siglo XX, aunque sí puede resultar inesperado que se adentre hasta tiempos bien recientes, con autores como el estadounidense Samuel Barber (1910-1981) o el británico William Walton (1902-1983). Ello tiene una explicación —sobre la que volveremos más adelante—, si bien ya nos advierte de que la pervivencia de ciertos estilos se ha mantenido escondida más allá de su interés para ciertos relatos. Lo cierto es que ya coetáneamente a las novedades de la modernidad autores como el alemán Hans Pfitzner (1869-1949) o el ruso Serguéi Rachmaninov (1873-1943) demuestran que el nervio decimonónico no había agotado todavía su capacidad de generar obras. El primero se muestra conscientemente como contrapeso a cualquier tipo de innovación, polemizando con el propio Busoni en ensayos como La nueva estética de la impotencia musical. Su ópera Palestrina (1915) es una muestra de su obediencia a formas y temáticas del siglo anterior, entiéndase lo último en la reverencia al compositor renacentista. En Rachmaninov, por su parte, se observan tanto en sus conciertos para piano como en su producción sinfónica, como en el caso de su poema La isla de los muertos (1908), arquetipos ligados a la figura de Chaikovsky y de la escuela rusa más entroncada con el Romanticismo occidental. Desde luego, Pfitzner o Rachmaninov no son los únicos que beben de la centuria anterior y se adentran en el siglo XX. El propio Richard Strauss es un ejemplo de ello a partir del giro estilístico que escogió desde su poema tonal El caballero de la rosa (1910). Podríamos citar al danés Carl Nielsen (1865-1931) y su extenso sinfonismo con cierta dulcificación del cromatismo germano; al británico Edward Elgar (1857-1934) y sus singulares Variaciones enigma, de 1899; a la también británica Ethel Smyth (1858-1944), compositora cuya ligazón al estilo de Brahms y al género operístico no le impidió ser una activa sufragista; o al alemán Richard Wetz (1875-1935), con una apreciable obra coral y sinfónica. Asimismo, otro apartado dentro de la escritura con atavismos claramente decimonónicos nos conduciría hacia el «verismo» italiano, cuyos autores, principalmente Giacomo Puccini (1858-1924) con obras como La bohème (1896), Madama Butterfly (1904) o La fanciulla del West (1910), parten de la gran ópera italiana del siglo XIX, manteniendo una posición propia, alejada de la tradición alemana, en una reinvención del género hacia una estética menos ampulosa en lo vocal y más ligada a un tratamiento naturalista de las tramas.

      La segunda opción, partiendo del sistema tonal heredado, juega en el campo donde concurren la música tradicional de cada país —o al menos la abstracción que las corrientes artísticas hacían de ella en ciertas ocasiones—, la herencia posromántica —que, como hemos visto, puede oscilar entre lo wagneriano y lo brahmsiano— y el impacto de las más recientes exploraciones. Este cóctel, en diversos porcentajes, servirá en muchas ocasiones como una forma de oposición a la dominante corriente germana, al intentar recoger alternativas a partir de tradiciones propias, en lo que conformarán las llamadas escuelas nacionales o nacionalismo musical, el cual ya había tenido su pistoletazo de salida en la obra de los llamados «Cinco Rusos» de las postrimerías del siglo XIX. Europa se puebla de personalidades que apelan a lo propio, dibujando un retrato que cuantitativa y cualitativamente va más allá de un foco simplemente centrado

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