El libro de las palabras robadas. Sergio Barce
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−¡Que te den, Elio!
Ya estaba bastante jodido como para que Almagro me pusiera esta otra banderilla. Si El Periódico de Málaga y el resto de las publicaciones del Grupo se habían caracterizado por algo en sus casi treinta años de andadura era precisamente por su independencia, y si la venta se confirmaba, aunque lo que dijera Almagro siempre había que cogerlo con pinzas, el diario o pasaría a ser otro altavoz berlusconiano o bien desaparecería directamente del mapa. Cualquiera de las dos opciones era decepcionante. La maquiavélica mordaza que se le está ajustando al periodismo europeo aprieta más y más, día a día.
Junto a la puerta giratoria de salida, sobre el mostrador de la recepción, había varios ejemplares del día que, hasta ese momento, no había tenido ocasión de ojear. Irene, la conserje, me miró ajustándose sus gafas de pasta verde fluorescente. Cogí el periódico y eché un vistazo a la portada.
−¿Algo interesante que leer?
−Hasta el fin de semana nunca hay nada que merezca la pena, ya lo sabe…
Siempre utilizaba ese latiguillo para referirse a mi relato del suplemento dominical, pero, por supuesto, adulaba al resto de los articulistas con la misma treta. No tenía ganas de leer, y le pedí que me avanzara la noticia que más le hubiese llamado la atención de la jornada. Mientras, alcancé el paquete de Chesterfield que tenía junto al teléfono.
−Te cojo uno… Bueno, dime…
−Página cinco. Un anciano se ha lanzado al vacío en un momento de lucidez…
−¿En un momento de lucidez?
Busqué el artículo. Lo habían encorsetado entre la información sobre las obras del metro y los detalles del salvaje ataque de un perro pitbull a un niño, y al mismo tiempo que yo lo leía Irene me lo relataba.
−Según los vecinos, se trataba de un hombre mayor que vivía solo. En los últimos meses había sufrido un paulatino deterioro de la memoria y, a veces, lo encontraban perdido por las calles. Un familiar ha explicado que el anciano le había confesado que antes de verse sin recuerdos prefería quitarse la vida. Los miembros del 061 no pudieron hacer nada para salvarlo. Yo también preferiría morirme antes que vivir como un zombi, señor Urrea, se lo digo de verdad.
Miré a Irene pensando en mi padre, y me pregunté qué diría Damián si leyera esta noticia. Dejé el diario en la mesa, despidiéndome de ella con un leve ademán, y ya a punto de salir me encontré a Félix Quintá.
Félix era un guardia civil retirado por invalidez (le habían pegado un tiro en la pierna y ya no podía correr aunque apenas se le notaba secuela alguna al andar) que escribía novelas negras y un relato policiaco semanal en mi periódico (siempre en la página siguiente de mi cuento; dándome por el culo, como decía Almagro). Durante siete años seguidos le había estado enviando a Joan Gilabert cuatro novelas diferentes por año, lo que probablemente le convertía en el autor más prolífico con el que se había encontrado. Jamás se había interesado por sus obras, y un día resolvió llamarlo para que dejara de mandar nuevos manuscritos.
−Pero, ¿las ha leído? Me habían asegurado que ustedes leen todos los libros que reciben.
−Leemos todo, pero no estamos interesados especialmente en este género…
−Entonces no hay más que hablar –cortó Félix Quintá con suficiencia−. Yo sólo escribo para que alguien me lea, y si ustedes lo hacen, ¿qué puedo pedir más? Continuaré enviándoselas.
Así que siguió bombardeando a Joan Gilabert. El resto de la historia es bien conocido: Francesca se había convertido en una seguidora entusiasta del protagonista de esos libros, el detective privado Saverio Gris, y convenció a su marido de que una edición modesta con una de las novelas de Quintá no les iba a crear demasiados problemas. Podían probar, y ver qué ocurría. Era justicia poética con un hombre que sólo escribía por el puro placer de hacerlo para un lector. Joan Gilabert esquivó el primer envite endosándole el muerto a Vilches que, por intuición supongo, le propuso que escribiera para el periódico pequeñas crónicas de sucesos que resolviera su personaje, como los antiguos seriales, algo liviano para el fin de semana. El éxito fue espectacular.
Por supuesto, tras cuatro meses contemplando atónito lo que Francesca había predicho, Joan Gilabert no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer y hacerse con los derechos de sus novelas. De esta manera tan rocambolesca apareció Saverio Gris, detective (o El caso del trapecista manco), que para regocijo de mi editor ocupó las listas de los más vendidos durante año y medio. Luego llegarían siete títulos más y una legión de fieles seguidores que ya hubiera deseado yo para mis libros.
Quintá me asió del antebrazo y me habló con aparente inquietud del asunto Berlusconi.
−Ya me ha dicho algo Almagro –dije con ganas de seguir mi camino.
−Vilches quiere comentártelo...
−Tal vez me pase más tarde. Ahora he de verme con nuestro común proxeneta.
−¿Tan mal te trata? Yo no tengo queja…
Félix Quintá tenía la virtud de hacerme sentir observado, como si llevara una cámara oculta entre las cejas. Lo dejé ahí, con ganas de hablar, y continué bajando las escaleras mientras me preguntaba cómo un animal como ése podía escribir unas novelas tan bien estructuradas.
Ya en la calle, recordé al anciano que se había suicidado, y me pregunté cómo habrían sido los instantes en los que recuperaba su lucidez, si habría sido capaz de recordar el tiempo vacío en el que perdía sus recuerdos, y al hacerlo me estremecí al darme cuenta de que mi padre comenzaba a vivir esa misma experiencia. Traté de no pensar en ello, y decidí que iría a verlo a la mañana siguiente.
Ese día había quedado con Joan Gilabert para organizar la presentación de la novela en Madrid. Lo llamé al móvil y nos citamos en La Casa del Guardia.
Sonó el teléfono.
−Un momento −me interrumpió Moses.
Era la primera vez que deteníamos una de nuestras sesiones y deduje que debía de tratarse de un asunto importante. Se había acercado al escritorio arrastrando los pies y se sentó en el sillón de cuero marrón. Comenzó a hablar en voz baja, apenas le oía, y luego sacó el reloj que guardaba en el bolsillo de su chaleco. Estiré levemente el cuello para mirar la superficie de su mesa, y por supuesto allí estaban: otra docena de pitillos en perfecta formación de revista (los seis que dejé más otros seis nuevos). En ese sentido he de decir que siempre se ha comportado como un extraordinario anfitrión. Un hombre de la vieja escuela. Sentí un leve cosquilleo pero reprimí el primer impulso que me lanzaba a acercarme y estudiar de qué marcas se trataban en esta ocasión. Al poco, Moses colgó estrellando el manófono con cierta violencia, dio un bufido y regresó a su otro sillón. Yo me había hundido en el mío, aguardando quizá a que se pusiera a dar voces o a quejarse. Por el contrario, se limitó a hacerme una pregunta desconcertante.
−¿Qué opinas del suicidio, Elio? Quiero decir, si lo consideras algo reprobable o inmoral…
Supuse que esa mañana habría leído la noticia que me había resumido Irene y le respondí que nunca me había parado a pensarlo, pero que lo consideraba un acto que cometía