El libro de las palabras robadas. Sergio Barce

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El libro de las palabras robadas - Sergio Barce

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un gesto de aprobación, como si mi improvisada respuesta lo hubiese sorprendido.

      −Interesante –dijo−. Pero hay capullos que se quieren quitar la vida sólo para joder a los demás, deberías considerarlo −le observé unos segundos, aturdido por su contundencia, por los términos empleados, y me aventuré a pensar que la llamada que había recibido poco antes había sido de uno de sus pacientes anunciándole que iba a saltarse la tapa de los sesos con una escopeta−. Bien, ¿dónde estábamos?

      −Te contaba que había quedado con Joan Gilabert en La Casa del Guardia.

      −Por supuesto −dijo lacónico−. Continúa.

      −Al cruzar el umbral del bar, me sorprendió ver a Vilches agitando la mano para llamar mi atención. Creí haberlo dejado en la redacción, pero allí estaba. El local olía a vino y a serrín. Zigzagueé, y nos estrechamos la mano cuando alcancé el final de la barra. Besé a Francesca, y le di un cariñoso golpe en el brazo a Joan Gilabert, que dio un paso cortito hacia delante.

      −Qué mala cara traes.

      −Me he pasado la madrugada vomitando lo que no tenía en el estómago. Un asco, Vilches.

      −¿Qué vas a tomar?

      −No sé… Me arriesgaré con un vino dulce.

      Vilches es un tipo aparentemente desaliñado, pero si uno se fija bien en su vestimenta nada queda al azar. La camisa de color caqui que llevaba aquel día podría hacer pensar que tenía más años que Matusalén, pero el tejido estaba confeccionado ex profeso para aparentarlo, de la misma manera que ocurría con sus pantalones de cazador de safaris, las botas de explorador de tierras lejanas o la bolsa que llevaba en bandolera igual que un compadre de Pancho Villa. Incluso su barba de varios días jamás sobrepasaba el aspecto de aquel encuentro. Se rasuraba la cabeza diariamente y cuidaba su forma física en el gimnasio, al que acudía con una constancia ejemplar. Vilches tenía su vida, y nadie podía penetrar en ella sin que previamente bajara el puente levadizo. Por lo demás, él, y por supuesto Joan Gilabert, eran las únicas personas en las que aún confiaba absolutamente. Vilches apuró su cerveza y pidió otra.

      −Estás algo pálido…

      −Será que no tomo el sol.

      El vino no me estaba sentando todo lo bien que hubiera deseado, de forma que dejé el vaso en el mostrador y lo empujé suavemente para alejarlo de mí. Francesca me miraba con su habitual contundencia.

      −¿Cómo anda todo?

      Sabía perfectamente qué era lo que Vilches me estaba preguntando, pero lo soslayé, barriendo con la mirada a la gente que nos rodeaba. Joan Gilabert tenía su vaso en la mano y daba la sensación de que aguardara a que yo entrase al trapo. Por suerte, como en otras ocasiones, su mujer me hizo de escudero.

      −¿Quién va a firmar la crítica de su novela? –preguntó a Vilches−. Pensé que ibas a sacarla esta mañana…

      La miré con afecto y ella me correspondió con un temblor en los labios. Irradiaba esa inteligencia suya que la hacía tan sugestiva y, a la vez, tan temible. Esa expresión ya la dominaba con dieciséis años. Su seguridad era el mejor bastón con el que podía contar Joan Gilabert.

      −La hará Nuria.

      Suspiré aliviado. Y supongo que ellos también lo hicieron, aunque más discretamente. Todos sabíamos que Nuria Herrero haría un trabajo honesto, mientras que Héctor Moñino podría devolverme una vieja afrenta con sus temibles malas artes. Por supuesto no me habría gustado correr el riesgo de comprobarlo.

      Le di una palmada de agradecimiento en el brazo, y creo que me daba cuenta una vez más de que envidiaba la vida de Vilches, su independencia, su trabajo. De pronto habría sido capaz de robarle el alma si eso me hacía recuperar ciertas cosas.

      −Me he enterado del altercado que tuviste. Si hubieses sufrido una agresión nos habría venido de perlas para el periódico…

      Joan Gilabert soltó una risotada y la bebida se le derramó sobre la mano.

      −¡Es lo mismo que le dije a Elio! Mejor un escándalo que una aburrida presentación…

      −¿Te aburriste? Joder, Joan, fuiste tú mismo el que presentó mi novela…

      Francesca se divertía, pero esta vez su risa franca y elegante la dirigía directamente hacia mí. Era como si me hablara al oído, como si me susurrara algo que guardara desde hacía tiempo, y con la mirada me abrazaba acercando sus labios a mi cuello. Cuando estudiábamos juntos sentí más de una vez esa misma sensación.

      −Bueno, cuéntame qué ocurrió con Arturo Kozer –insistió Vilches.

      Entre los tres le pusimos al corriente. Noté que Joan Gilabert repetía de una manera pertinaz que no había que darle demasiada importancia; y curiosamente eso causaba en mi fuero interno una especie de rechazo, una defensa de mi dignidad que me obligaba a hacer algo. Vilches, por el contrario, se mostró contrariado.

      −Así que se cree el protagonista de tu novela. Puede ser un buen material para otra intriga, ¿no lo has pensado?

      −Propónselo a Félix. Seguro que Saverio Gris lo resolvería en la cuarta edición…

      −En cualquier caso no es más que una anécdota que podrás contar cuando envejezcas. Visto desde fuera, no ha ocurrido nada importante, Elio, nada de lo que debas preocuparte. ¿No te parece?

      Asentí, recordando de pronto que ambos, Vilches y yo, habíamos vivido experiencias muy similares, decepciones paralelas, promesas incumplidas por algún editor que finalmente se habían esfumado sin saber muy bien la razón. Yo había tenido algo más de suerte, él era en cualquier caso un buen cuentista en la sombra.

      −Es verdad, no ha ocurrido nada, pero me carcome la curiosidad, para qué voy a negarlo, y me encantaría poder hablar con ese hombre tranquilamente, saber sus razones, descubrir su verdad.

      Vilches se limpió la espuma de cerveza que se le había quedado en los labios con el dorso de la mano. Me di cuenta de que miraba con cautela a Francesca que, de pronto, había bajado los párpados, como si mi excesivo interés por ver a Kozer la turbara profundamente. Joan Gilabert parecía grabar en su memoria cuanto yo decía.

      −Elio, insisto en lo que te aconsejé en la cena –dijo de pronto−. Busca cualquiera de sus libros en la Feria de Segunda Mano y probablemente dejes de pensar en él.

      Lo miré con curiosidad, preguntándome por qué razón una obra teatral de Kozer iba a causar tal efecto y, por otro lado, qué se suponía que ocurriría si por el contrario me gustaba la pieza. Aunque no borró ese tono preocupado que entiznaba su semblante, Francesca intervino una vez más.

      −Pobre… –se asió de mi brazo, apretándose contra mí, y sentí sus senos y el vientre, y la agitación de su respiración, como si el contacto de nuestros cuerpos la hiciese temblar−. No puede acordarse de eso, Joan, os habíais bebido dos botellas y media…

      De pronto noté la mirada complaciente de Vilches, que sorbía su cerveza con parsimonia, estudiándonos, y cómo sus pensamientos asomaban de alguna manera y hacían sentirme extrañamente culpable.

      −Yo insisto, pues, o vais a la feria en pos de las huellas de vuestro enemigo o simplemente por el puro

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