Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Cristina Ruiz Fernández
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Y es en ese contexto en el que se quieren situar estas páginas. Este libro no pretende ser un tratado teológico sobre el matrimonio y su indisolubilidad instituida por Cristo. Tampoco pretende teorizar sobre derecho canónico ni dar argumentaciones complejas basadas en enormes bibliografías. No soy teóloga, ni abogada, ni catedrática de derecho canónico. Sería demasiado presuntuoso por mi parte querer situar esta publicación en esos términos.
Por supuesto que, inevitablemente, a lo largo del libro habrá referencias teológicas y bibliográficas a documentos doctrinales. Textos que son necesarios para comprender cuál es la situación actual del matrimonio canónico y por qué ofrece tantas dificultades actualizar el magisterio de la Iglesia en relación con el divorcio.
Pero, sobre todo, el planteamiento de estas páginas es aterrizar todas estas cuestiones en la vida real de las personas.
Desde una mirada esperanzada he querido recoger experiencias de hombres y mujeres que han sufrido una ruptura y para quienes la fe es un aspecto importante en sus vidas. He querido reflejar también experiencias pastorales que ya están en marcha para acoger a estas personas en la Iglesia y darles una respuesta real que se ajuste a sus necesidades.
Para esto he contado con la voz y el testimonio de personas que lo han vivido en carne propia. He tenido la suerte de poder entrevistar a Belén, José Luis, Ana, Sonia, Paloma, Fernando, Anselmo, Emilio y Julián, procedentes tanto de la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe como del Grupo de Sepas del Centro Arrupe de Valencia. Ellos y ellas han sido quienes le han puesto rostro a las cifras y quienes me han hecho ver realidades y perspectivas en el divorcio que no me había planteado al iniciar este trabajo. Aparecen con sus nombres reales, pero sin sus apellidos para preservar en cierta forma su intimidad.
Junto a estos testimonios también he contado con el saber hacer de Carmen Peña, profesora de Derecho Canónico en la Universidad Pontificia Comillas que ejerce como Defensora del vínculo y Promotora de Justicia en el Tribunal Eclesiástico Metropolitano de Madrid; con Rafael San Román, psicólogo especializado en duelo; con Mario Rodero, profesor de religión de secundaria y gran amigo que, aunque no aparece entrecomillado, me dio las bases iniciales que me sirvieron de punto de partida para el libro; así como con Ignacio Dinnbier, director del Centro Arrupe de Valencia, que me han aportado su experiencia profesional y su conocimiento académico para acercarme a esta realidad.
En paralelo a la recogida de estos testimonios, el terremoto que ha supuesto la iniciativa del papa Francisco al convocar los dos recientes sínodos y al publicar su exhortación apostólica Amoris laetitia, ha servido de contexto y de impulso para ver las cosas con una mirada nueva desde las raíces del Evangelio. Cuando comencé este trabajo no podía ni imaginar todo lo que Francisco iba a aportar y a movilizar en el ámbito de la familia.
A partir de todo ello, el reto al que he intentado acercarme es plantear alternativas reales para que la Iglesia católica, en nuestro tiempo, pueda abordar la complejidad de las personas divorciadas desde la fe y la misericordia. Me he permitido soñar una Iglesia que ayude a las personas a ser más felices, porque creo que esa es la voluntad principal del Padre, tal y como decía el hermano Roger de Taizé en la cita que he elegido para el inicio de esta introducción. Una Iglesia que nos ayude en el camino de la felicidad y el crecimiento personal, que nos acoja y nos acepte. Y que lo haga desde un profundo amor, tal y como lo haría Jesús.
I
Raíces e historia del
matrimonio… y del divorcio
Para hablar de divorcio lo propio es empezar hablando del matrimonio. Esta institución, que parece que existiera «desde siempre», tiene en realidad también un origen, una historia y una evolución.
La primera unión entre hombre y mujer documentada data del año 4000 a. C. Aparece, por tanto, en un momento histórico en que comenzaban a darse las primeras organizaciones familiares avanzadas. En esa fecha, gracias a una tablilla mesopotámica, sabemos que se dio un pacto entre un hombre y una mujer. En el acta aparecían reflejados los derechos y deberes de la esposa, el castigo en caso de infidelidad y el dinero que obtendría la mujer en caso de ser rechazada1. Es decir, la posibilidad de divorcio nace al mismo tiempo que el matrimonio.
Pero es evidente que tanto uno como otro no respondían a la misma realidad sociológica que vivimos hoy.
A lo largo de la historia el matrimonio ha tomado muchas formas: poligamia, matrimonio concertado, matrimonio homosexual –existen documentadas uniones entre hombres ya en el Imperio romano–, rapto, coemptio –«compra mutua» establecida por los romanos–, convivencia con la familia de novio, convivencia con la familia de la novia, ninguna convivencia de la pareja en absoluto… Sin embargo la forma en la que hoy conocemos el matrimonio (monógamo, en convivencia y, tradicionalmente, indisoluble entre un hombre y una mujer) tiene tan solo un par de milenios de existencia.
Tal y como explica Stephanie Coontz, autora del libro Historia del matrimonio: Cómo el amor conquistó el matrimonio2, en origen la unión «era una manera de conseguir familia política, de establecer alianzas y de ampliar la fuerza de trabajo en la familia». De hecho, inicialmente se trataba de contratos privados entre las familias, en los que no intervenía ni la Iglesia ni el poder público.
La capacidad del ser humano para amar a otro ser humano parece algo inherente a nuestra identidad. Probablemente tenemos capacidad de enamorarnos desde que el homo sapiens se erigió como tal. Otra cosa muy distinta es que ese enamoramiento haya ido acompañado de una unión estable y monógama, motivada por el sentimiento entre los miembros de la pareja. Esa visión del amor romántico es, en realidad, muy reciente:
Raramente en la historia el amor ha sido visto como la razón principal para casarse –afirma Coontz–, cuando alguien argumentaba una creencia tan extraña no era motivo de risas, sino más bien era considerado una seria amenaza al orden social.
En este contexto tenían un peso especial los matrimonios acordados previamente por los padres, a menudo durante la infancia de sus hijos e hijas, sin tener en cuenta en absoluto la voluntad de los futuros esposos. Esta fue una práctica que se mantuvo durante siglos y que ahora está prácticamente erradicada, sobre todo si hablamos del mundo occidental. El cambio de sociedades agrícolas a sociedades industriales, así como la expansión de la democracia y de las libertades individuales, propiciaron el fin de este tipo de acuerdos que eran más mercantiles que matrimoniales.
También la poligamia era un tipo de unión muy común en la Antigüedad. Por ejemplo, en el pueblo judío los hombres tenían a menudo dos o más esposas, ya que se les permitía tener tantas mujeres como pudieran mantener. La poligamia estaba reservada, por tanto, a hombres con un estatus elevado y en la práctica la mayoría de los judíos tenía una sola esposa.
Pero no solo los hebreos, sino muchos otros pueblos han permitido las relaciones polígamas, tanto en Asia como en África Subsahariana, en algunos países musulmanes o en tradiciones religiosas como los mormones en Estados Unidos. A lo largo de la historia han sido menos numerosas las culturas en las que se permitía a una mujer casarse con varios hombres –práctica conocida como poliandria– y también se han dado casos aislados de pueblos en los que había un matrimonio grupal. Otra costumbre frecuente era el levirato, norma que obligaba al hermano de un hombre fallecido a casarse con su viuda.
Una vez más, esta práctica matrimonial tenía fines económicos y de patrimonio,