Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Cristina Ruiz Fernández
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Desde que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano en el año 380 d. C., la evangelización fue arraigando en Europa. De esta forma, a partir del siglo sexto se extiende de manera amplia la idea cristiana de matrimonio como una unión ante Dios y no solo ante la sociedad, convirtiéndose en sagrado lo que hasta entonces había sido únicamente privado o civil. La monogamia se generaliza, se prohíbe la consanguinidad y el matrimonio se empieza a entender como indisoluble, debido a que se considera que el vínculo emerge de Dios. Las raíces teológicas y doctrinales de esta visión del matrimonio las analizaremos con más detenimiento en el capítulo siguiente.
Pero, para seguir con la trayectoria histórica, es en 1215 con el concilio de Letrán cuando se establece formalmente el matrimonio como hoy lo conocemos. Aquellos padres conciliares del siglo XIII determinaron con claridad ciertas prohibiciones (consanguinidad, uniones clandestinas…) y señalaron la obligatoriedad de que un sacerdote dé las amonestaciones previas, así como de que exista presencia de testigos. En ese momento, hace ocho siglos, se consolida la metodología actual que sigue la Iglesia para celebrar un matrimonio canónico. Se determina la necesidad de verificar que el matrimonio se realiza libremente y que se crea un vínculo sacramental válido.
Por tanto, el esquema actual de matrimonio entre hombre y mujer, monógamo e indisoluble, cuenta con «apenas» ochocientos años de historia, un periodo largo pero relativamente corto en comparación con la trayectoria de la humanidad.
El divorcio como tal, también es históricamente reciente. En la Antigüedad se utilizaba el término de «repudio», que consistía en que uno de los esposos –habitualmente el hombre– daba por terminado el matrimonio y expulsaba a la mujer del hogar o la abandonaba. La mujer solo gozó de este derecho en casos muy puntuales, al tratarse en aquella época de sociedades fuertemente patriarcales. De hecho en el Código de Hammurabi figura como ley que «si la mujer aborrece al marido será echada al río y si el hombre aborrece a la mujer debe darle una mina de plata».
En el Imperio egipcio sí se han encontrado documentos que, en ciertos casos, permitían a la mujer solicitar la disolución del matrimonio. Asimismo, en la antigua Grecia, la esposa podía solicitar el divorcio si su marido había perdido la libertad –como preso o como esclavo–, si había introducido a otra mujer en el hogar conyugal o si había mantenido relaciones homosexuales.
Para los hebreos el divorcio también estaba permitido en ciertos casos puntuales, como concesión a las costumbres matrimoniales de aquel tiempo. En concreto las condiciones para el repudio están detalladas en el Deuteronomio:
Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa. Si después de salir de su casa ella se casa con otro y también el segundo marido deja de amarla, le entregará por escrito el acta de divorcio y la echará de casa. O, si muere este segundo marido, el primer marido que la despidió no podrá volver a casarse con ella, pues ha quedado contaminada. Hacer eso sería algo detestable para el Señor4.
Esto se fue flexibilizando y, en la práctica, el único requisito para que un judío se separara de su esposa era otorgar un acta de divorcio en presencia de dos testigos.
Los romanos, por su parte, –pese a las costumbres sexuales relajadas que señalábamos antes– propugnaron la monogamia y establecieron mediante leyes que podía darse fin al matrimonio por tres razones: muerte de uno de los cónyuges, pérdida de capacidad de alguno de ellos o pérdida del affectio maritalis, cuando uno o ambos así lo decidían. De hecho, la palabra divorcio proviene del latín divortium, que significa separar lo que ha estado unido.
En la cultura musulmana también se daba la posibilidad de divorcio, conocido como el talâq (que etimológicamente significa «dejar libre») o jul (cuando es la mujer quien lo solicita), pero con muchas limitaciones. De hecho esta práctica se califica como «indeseable», ya que en los dichos del profeta Mahoma señalan que «el matrimonio (nikah) es la mitad de la religión (din)» y que: «De todas las cosas que están permitidas, la que más odia Dios es el divorcio»5.
Llegada la Edad media, el divorcio continuó siendo una práctica posible en toda Europa, pero siempre con límites restrictivos. Un ejemplo es el Líber Iudiciorum, promulgado en torno al año 654 por el rey visigodo Recesvinto. Este libro regulaba el régimen económico marital y las dotes, así como asuntos como el incesto o la violación. En él también se autorizaba de forma leve el divorcio en caso de adulterio, de pérdida de la libertad del marido por esclavitud o de sodomía. Para casos de adulterio se autorizaba a tomar la vida monástica. Para casos de esclavitud se autorizaba el divorcio pero seguía existiendo el vínculo. Y para casos de sodomía o de obligación de prácticas sexuales consideradas como inmorales por parte del marido a la esposa sí se consideraba disuelto el vínculo.
Más adelante Alfonso X, el Sabio, promulgó Las siete partidas, la cuarta de las cuales se dedica íntegramente a temas matrimoniales. En este texto, escrito solo unas décadas después de la celebración del concilio de Letrán, señala que el matrimonio es:
Ayuntamiento de marido y de mujer hecho con tal intención de vivir siempre en uno, y de no separarse, guardando lealmente cada uno de ellos al otro, y no ayuntándose el varón a otra mujer, ni ella a otro varón, viviendo reunidos ambos. […] Sacramento es que nunca se deben separar en su vida, y pues que Dios los ayuntó, no es derecho que hombre los separe. Y además crece el amor entre el marido y la mujer, pues que sabe que no se han de partir, y son más ciertos de sus hijos, y ámanlos más por ello, pero con todo esto bien se podrían separar si alguno de ellos hiciese pecado de adulterio, o entrase en orden con otorgamiento del otro después que se hubiesen juntado carnalmente. Y comoquiera que se separen para no vivir en uno por alguna de estas maneras, no se rompe por eso el matrimonio.
Aparece ya claramente, por tanto, el matrimonio indisoluble y monógamo entre hombre y mujer, al tiempo que se contempla la separación, pero sin disolución del vínculo sacramental, lo cual continúa siendo una de las claves del matrimonio canónico hasta nuestros días. Solo contempla la anulación de dicho vínculo en el caso de:
Los hombres que son fríos de naturaleza, y en las mujeres que son estrechas, que por maestrías que les hagan sin peligro grande de ellas, ni por uso de sus maridos que se esfuerzan por yacer con ellas, no pueden convenir con ellas carnalmente; pues, por tal impedimento como este, bien puede la Santa Iglesia anular el casamiento demandándolo alguno de ellos, y debe dar licencia para casar al que no fuere impedido.
Y añade dos posibilidades de divorcio, una poco acostumbrada, en caso de que uno de los cónyuges quisiese tomar la vida religiosa:
[…] pues si algunos que son casados con derecho, no habiendo entre ellos ninguno de los impedimentos por los que se debe el matrimonio separar, si a alguno de ellos, después que fuesen juntados carnalmente, les viniese en voluntad entrar en orden y se lo otorgase el otro, prometiendo el que queda en el mundo guardar castidad, siendo tan viejo que no puedan sospechar contra él que hará pecado de fornicación, y entrando el otro en la orden, de esta manera se hace el departimiento