Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Cristina Ruiz Fernández
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La segunda posibilidad de divorcio que señala es a causa de adulterio, pero solo por parte de la mujer, infidelidad que equipara al cambio de religión por parte de uno de los cónyuges:
Haciendo la mujer contra su marido pecado de fornicación o de adulterio, es la otra razón que dijimos porque hace propiamente el divorcio, siendo hecha la acusación delante del juez de la iglesia, y probando la fornicación o el adulterio. Esto mismo sería del que hiciese fornicación espiritualmente tornándose hereje o moro o judío, si no quisiese hacer enmienda de su maldad.
Esta legislación restrictiva en el campo del divorcio, que quedaba limitado a casos muy puntuales, se mantendrá durante siglos en España, apegándose siempre al derecho canónico y refrendándose en las distintas legislaciones posteriores. Entre ellas destaca la Ley de Matrimonio Civil de 1870, promulgada durante el reinado de Isabel II, que establece la necesidad de cumplimiento de requisitos y de la celebración de un trámite civil para que el matrimonio sea válido. En esta ley la única situación regulada era la separación causal, que solo podía ser solicitada por el cónyuge considerado «inocente» ante casos de adulterio, malos tratos o condena de uno de los esposos a cadena perpetua.
Hay, por tanto, cuestiones que se repiten a lo largo de la historia de la humanidad, incluso en diferentes culturas, para permitir la disolución o finalización del matrimonio. Estas causas históricamente admitidas pueden resumirse en tres: adulterio, violencia y prácticas fuera de la heterosexualidad normativa.
Con el paso de los siglos, la evolución social y científica ha sido enorme. La Revolución industrial y la incorporación de la mujer al mundo del trabajo hacen que la situación haya cambiado, especialmente para las mujeres. La esposa ya no queda indefensa y desvalida al ser repudiada, sino que puede tener sus propios ingresos y patrimonio, con la independencia que esto conlleva.
Asimismo, los valores de la Revolución francesa, que propugnan la igualdad, la libertad de cada individuo, la separación Iglesia-Estado y la laicidad, hicieron que el vínculo matrimonial comenzase a entenderse de otra manera. Fue precisamente en este contexto en el que se promulgó la primera ley francesa que apoyaba el divorcio, el 20 de septiembre de 1792. Este texto partió de las ideas de Montesquieu y Voltaire, quienes afirmaban que el matrimonio no es indisoluble. Las nuevas libertades civiles hacían necesario que existiera el divorcio. Desde esta perspectiva, las causas por las que se podía solicitar la disolución del vínculo matrimonial empezaron a ser más amplias: «la demencia; la condena de uno de los cónyuges a penas corporales o judiciales; los crímenes, sevicias o lesiones graves de uno de ellos hacia el otro; la conducta pública desordenada; el abandono al menos durante dos años; la ausencia sin noticias por lo menos durante cinco años; y la emigración». La legislación revolucionaria contemplaba también el divorcio por consentimiento mutuo y el divorcio por incompatibilidad de caracteres, aunque estos casos conllevaban procesos más largos que los producidos por las causas anteriormente señaladas.
En España, el divorcio entendido en los términos actuales, no fue posible hasta la llegada de la segunda República, cuando las Cortes promulgaron la Ley de Divorcio del 11 de marzo de 1932. Esta ley desarrollaba lo que ya la Constitución republicana de 1931 había anticipado en su artículo 43:
La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos y podrá disolverse por mutuo disenso o petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación en este caso de justa causa.
Pero esta ley se mantuvo apenas siete años vigente ya que fue derogada por el gobierno de Francisco Franco, tras la Guerra civil, con la Ley del 23 de septiembre de 1939 relativa al divorcio. Esta ley, que volvía a las regulaciones restrictivas previas y se apegaba de nuevo al derecho canónico, no solo supuso la prohibición del divorcio sino que anuló todas las sentencias de divorcio que se habían firmado en el periodo de vigencia de la norma republicana. Quedaban anulados los divorcios y, por ende, se anulaban los matrimonios que en segundas nupcias habían contraído las personas divorciadas. Una legislación retroactiva que, sin duda, causó situaciones complicadas y dolorosas en aquellas familias que se habían separado unos años antes.
Con la llegada de la democracia, el divorcio vuelve a ser posible en España a través de la Ley 30/1981 del 7 de julio, por la que se modifica la regulación del matrimonio en el Código civil y se determina el procedimiento a seguir en las causas de nulidad, separación y divorcio. Dicha ley supuso una revolución social en España. Entendía el matrimonio como una relación jurídica disoluble y determinaba una serie de causas y circunstancias por las cuales uno de los cónyuges podía solicitar el divorcio. Además, establecía la necesidad de un periodo de separación –entendida como cese de la convivencia conyugal– previo a la admisión del divorcio a trámite.
Dicha ley establecía como causas de separación «el abandono injustificado del hogar, la infidelidad conyugal, la conducta injuriosa o vejatoria y cualquier otra violación grave o reiterada de los deberes conyugales» en su artículo 82. Asimismo, señalaba como causa «cualquier violación grave o reiterada de los deberes respecto a los hijos comunes o respecto de los de cualquiera de los cónyuges que convivan en el hogar familiar». Hablaba también, en la línea de la legislación más antigua, de «la condena a pena de privación de libertad por tiempo superior a seis años» y añade causas como «el alcoholismo, la toxicomanía o las perturbaciones mentales, siempre que el interés del otro cónyuge o el de la familia exijan la suspensión de la convivencia». Además, al concretar las causas de divorcio –se exigía previamente la separación y cese de la convivencia en todas las anteriores–, sí distingue claramente un motivo directo de divorcio que es «la condena en sentencia firme por atentar contra la vida del cónyuge, sus ascendientes o descendientes».
Por último, la ley promulgada en la Transición se completó y modificó hace una década a través de la Ley 15/2005 que, como novedad fundamental, aceleró el proceso que antes se prolongaba durante uno o dos años, pudiendo zanjarse actualmente en apenas un mes. Por este motivo se la conoce como ley del «divorcio exprés», que incluye también como rasgo fundamental la eliminación de las causas necesarias para finalizar el matrimonio:
Basta con que uno de los esposos no desee la continuación del matrimonio para que pueda demandar el divorcio, sin que el demandado pueda oponerse a la petición por motivos materiales y sin que el Juez pueda rechazar la petición, salvo por motivos personales.
Esta ley, vigente actualmente en España, incluye además la figura de la mediación «como un recurso voluntario alternativo de solución de los litigios familiares por vía de mutuo acuerdo».
En este escenario, el divorcio es una realidad cotidiana en nuestra sociedad. Según los últimos datos del Eurostat publicados en enero de 2013, España, con un 61% de uniones que acaban en ruptura, es uno de los países europeos con más divorcios, solo por detrás de Bélgica (70%), Portugal (68%), Hungría (67%) y la República Checa (66%).
Si bien con la crisis económica hubo una caída en la cifra anual de divorcios –con valores de 126.952 en 2006 que descendieron hasta 104.262 en 20126, por tomar dos años de ejemplo–, en los últimos meses se ve un repunte en el número de matrimonios que acaban en divorcio. De hecho, según datos publicados por el Consejo General del Poder Judicial, en 2014 la cifra habría vuelto a los niveles anteriores a la crisis, con un total de 126.400 demandas de divorcio presentadas en dicho año.
Este aumento de las tasas de divorcio en nuestro país se produce en un contexto en el que, además, cada vez se celebran menos matrimonios: 158.425 en 2014 frente a los 204.772 que tuvieron lugar en 2007. De estos matrimonios, un porcentaje cada vez menor se celebran por la Iglesia: tan solo uno de cada cuatro. De hecho el matrimonio religioso está en caída libre desde que en 2009 por primera vez las bodas católicas representaron