Antología. Elkin Restrepo

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Antología - Elkin Restrepo

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templo de aromas y resinas,

      de dolencias voluptuosas,

      lo decora una nube de claridad perdurable,

      una ostentosa filantropía

      que repara cualquier ventaja perdida.

      Una vez él también fue joven,

      y la belleza lo hirió,

      dejándole abierta inflamada la herida.

      ¿Qué era aquello,

      que lo trastornaba de tal manera,

      rehusándole incluso otra razón de vivir?

      Un gamo atravesado por una bala perdida.

      Un minúsculo grano de sal apisonada.

      Un acosado receptor de sus propios mensajes descabellados.

      Eso era él.

      Pequeño aún para las impresiones más pequeñas.

      Diminuto e insignificante para soportar

      tan singular misterio. El amor, la belleza.

      Lo recuerda como si fuera ayer.

      Beatriz (es un decir) cruzándose en la plaza.

      De porte y andar angélico, poco terrena.

      Como aquella muchacha que, medio siglo después,

      se topó en una calle de Paris,

      rubia, elegante, largas piernas,

      que la encendida primavera materializaba

      allí mismo, avivándole a él los sentimientos

      de su ya lejana, primigenia visión,

      muchacha de la cual nunca supo nada,

      un nombre, una dirección,

      una pista al menos.

      Un fulgor, pues, inhumano,

      una fugaz constatación

      de lo inalcanzable que es la belleza,

      conjetura y anticipo

      de quién sabe cuántas otras cosas más.

      A visión tan arquetípica,

      siguió entonces el juego de las certezas:

      las otras son un consuelo,

      quédate con aquélla que te dé consuelo.

      La herida es incurable.

      Una mañana, acosado por el deseo,

      fue y buscó en la calle a la mujer

      con la cual aplacar su lujuria.

      ¿Cómo olvidarlo?

      Entre las ventas de muebles y bares,

      el hotelito disimulado,

      el cuarto desnudo, el sol prodigándose

      detrás de las delgadas cortinas

      como las palabras inescuchadas

      de un inescuchado predicador.

      Una joven, tan dócil y delicada,

      impropia para oficios tales,

      que a él le pareció

      que a su primer pecado de amor

      se le recompensaba doblemente

      y de forma inmerecida.

      Un caritativo sentimentalismo

      que no pasó a mayores.

      Un pensamiento enseguida doblegado

      por la fuerza del acontecimiento,

      por aquella desnudez anidando

      y a la espera.

      (El primer acto del cual él era dueño,

      y que de repente lo convertía

      en maculado varón en las hordas de la vida).

      El ritual, estricto.

      Desbocado en su juego carnal,

      mezcla de labios, vellos y olores,

      de una untuosa quejumbre –la misma

      desde el mismo origen humano–,

      que luego los arrebató hacia el instante gozoso

      de no ser nadie,

      nada,

      un crudo rezongar de bestia desollada,

      el postergado bramido de alguna astrosa

      cruzada angélica.

      Ella lo había enlazado con sus piernas,

      presionándolo suavemente,

      indicándole qué hacer, a dónde ir,

      cómo de la cadencia nacía el estremecimiento,

      cómo de la contienda

      el insaciado regocijo de los cuerpos

      y cómo de su unión, bestia uncida a su par,

      el extasiado orden de las cosas.

      Una figuración, un suceso,

      que dejó a ambos exhaustos,

      sin mucho que decirse,

      salvo lo que sus ojos decían,

      salvo lo que la vocal recogida de sus sexos decía,

      salvo lo que el amor sin amor decía.

      Contra lo imaginado,

      no sintió culpa o vergüenza alguna,

      así a los ojos de Dios (que está en todas

      partes) hubiera faltado.

      Así a los abotagados ojos de Dios

      (gran

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