Sentir con otros. C. Gonzalez
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En el trasegar histórico del pensamiento occidental, la pregunta por el pathos ha suscitado un álgido debate, en la medida en que siempre se ha expuesto en términos de una tensión inconclusa o, si se quiere, en lo que en la dialéctica hegeliana podría denominarse un destino trágico: las emociones se han presentado como una antítesis de la razón, aparentemente irreconciliables, sin posibilidad de síntesis.
Pero no siempre ha sido así. En efecto, si se rastrean algunos textos anteriores a la tradición clásica, hay elementos que permiten evidenciar que en distintos tiempos y por fuera de la Hélade, otros pueblos habían visto en las emociones una reivindicación de la existencia humana. En la epopeya de Gilgamesh, por ejemplo, el héroe sumerio experimenta que la condición humana, ante la inexorabilidad de la muerte, es ineludiblemente dramática, y ofrece a los lectores mesopotámicos de aquel entonces el disfrute de los placeres sensoriales como una forma de significar la vida.
El texto del Kohélet, conocido por la tradición cristina como Eclesiastés, llega a conclusiones muy similares. Considerado a veces injustamente como un libro escéptico respecto a la trascendencia de la vida, en el contexto del judaísmo originario parecía tener mucho sentido poder disfrutar en vida de cuanto se pudiera, en consideración de los vaivenes de la fortuna y la incertidumbre que produce el hecho de la muerte.
Es posible identificar similitudes entre estos pensamientos y las posturas de Epicúreo, quien, tras asociar al placer con la calma y la paz, lo defendía como un medio válido para alcanzar la felicidad. No obstante, la tradición estoica, aquella que ha influenciado con mayor contundencia el pensamiento occidental, empezó a despreocuparse por la reflexión sobre las emociones, y se centró en aquellos atributos de la razón que dan al hombre una ilusión de continuidad en el tiempo, por lo menos en el mundo de las ideas.
El pensamiento moderno profundizó aún más la brecha que separa a la razón del pathos, situación perfectamente ilustrada en la máxima cartesiana del “pienso, luego existo”. Y a pesar de que Pascal contestara que “el corazón tiene razones que la razón ignora”, hasta el siglo XX el racionalismo señaló el derrotero de todas las cuestiones filosóficas.
En la contemporaneidad se asiste a otro debate. En el mundo hispanohablante, Adela Cortina, contrario a Descartes, prefiere la fórmula “siento, luego existo”. Por su parte, los neoaristotélicos anglosajones han formulado toda una discusión en el campo de la filosofía política que señala la importancia de las emociones en las sociedades actuales. A partir de allí, empieza a discutirse la efectividad de la instrumentalización de la razón kantiana, que desplaza el núcleo de la dignidad humana de la capacidad de razón, a la capacidad de experimentar emociones.
Este enfoque resulta revolucionario, porque traslada la visión hegemónicamente antropocentrista de la reflexión filosófica de los últimos siglos, hacia una forma de pensamiento que inserta al hombre en el cosmos. De tal manera, si la dignidad descansa en las emociones, todos los seres capaces de manifestar emociones complejas también pueden ser entidades provistas de dignidad, a tal punto que las legislaciones de muchos sistemas jurídicos occidentales empiezan a reconocer a los animales como sujetos de derecho.
Este rompimiento con Kant puede verse en las letras francófonas en Le songe d’Eichmann. De forma opuesta a Hanna Arendt, Michael Onfray presenta al general nazi como un lector atento de Kant, quien entendió y ejecutó al pie de la letra los principios sobre la ley y la obediencia, la legalidad y la moralidad, el imperativo categórico y la imposibilidad de desobedecer, elementos compatibles, a su juicio, con la filosofía del nazismo.
De allí se desprende que la razón sin la empatía, sin el “sentir con otros”, es el verdadero destino trágico de la condición humana, y que en realidad el pathos es la totalidad envolvente del hombre como síntesis de cuerpo y alma. Así pues, reconocer las manifestaciones de la emoción como pilares fundamentales de la vida humana es también comprender de una forma más holística las dinámicas sociales, culturales y políticas. Si se parte del tríptico francés, sin fraternidad, o si se quiere empatía, no es posible alcanzar ni la libertad ni la igualdad.
El presente libro, por tanto, ofrece a la discusión académica un valioso aporte al debate sobre las emociones desde la perspectiva latinoamericana. En sus páginas el lector hallará un detallado análisis sobre la influencia del pathos en la vida social, al mismo tiempo que puede encontrar una interesante reflexión histórica y filosófica de los ires y venires de las emociones en la tradición occidental.
Adicionalmente, “sentir con otros” también permite a la reflexión política romper con el mito cientificista y racionalista que instauró la modernidad, toda vez que expone e involucra al pathos en las dinámicas cotidianas de la vida del hombre como ser social en relación con los otros, lo que permite reconfigurar el quehacer político para tornarlo en algo más humano y tangible.
Sebastián Álvarez Posada
Lieja, diciembre de 2020
El sentir humano es, fundamentalmente, un sentir-con-otros. La realización de cada persona solo es posible mediante la comunión con sus semejantes. Ser persona es desarrollarse como un proyecto relacional. Aunque es cierto que el ser humano comparte con el bruto la tendencia a sobrevivir, al gregarismo y a reaccionar ante la afectación de las situaciones, también es cierto que por mor de su particular condición emocional, su vínculo con sus semejantes trasciende la necesidad de la supervivencia y la cooperación competitiva, de tal forma que solo logra su realización gracias al sentir-con-otros.
El ser humano no puede ser reducido a un ser-ahí o arrojado a ciertas circunstancias, tampoco a un ser-en-el-mundo o mediador de lo inmediato y abierto a posibilidades de realización. El ser humano es también un ser que siente-conotros. En tal sentido, las emociones y los sentimientos son constitutivos de este ser en relación. Ser humano no solo es desenvolverse entre otros con una especial condición emocional con repercusión intrapersonal, sino también desarrollar una particular sensibilidad frente a lo que esos otros seres en el mundo sienten y enseñan a sentir. Así, las emociones y los sentimientos constituyen la forma-de-ser del humano. No es posible comprender a la persona como un proyecto prometedor sin tomar en cuenta su afectividad, su modo-de-ser-sensible como factor primordial a la hora de conocer el mundo y relacionarse con los seres del mundo. Estudiar el devenir humano, sus éxitos y fracasos, sus conquistas y desvíos y, en definitiva, su adquisición de experiencia moral, política, económica y demás, inexorablemente implica atender lo problemático de un ser que siente-con-otros.
El sentir del humano se deriva, primariamente, de su capacidad para dejarse afectar por el mundo. La racionalidad que ha distinguido al homo sapiens no puede ser entendida como antítesis de la afectividad, pues solo es posible el asombro, el deseo de conocimiento y la búsqueda de la verdad, por esa especial capacidad de asumir, procesar y reaccionar ante las afectaciones del mundo. El bruto también es afectado por el entorno y los otros seres del mundo, sin embargo, el humano con dicha afectación configura la tonalidad con la que ve la realidad y toda una forma de estar-con-otros; esto es, sus creencias, sus proyectos y, en definitiva, construye el mundo con y para otros. Gracias a esta apertura sensible al mundo y a los otros, la persona asume al semejante como una manifestación de la diferencia, como un amigo, un enemigo o, en todo caso, como un don. Apreciar al ser humano como un ser particularmente afectivo implica reconocer su capacidad para sentir-con-otros.
El autoconocimiento no solo depende de la relación intrapersonal, esto es, del descubrimiento, la comprensión y la descripción del mundo interior, sino, sobre