Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
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En el barrio de Melville, donde residí en Johannesburgo, solía desayunar en una cafetería de la 7th Street de sillas bajas y paredes de ladrillo visto. Adornaban la pared tres cuadros pintados a mano. En uno aparecía el rostro del músico Bob Marley, el segundo representaba la imagen del futbolista Diego Armando Maradona y en el tercero estaba dibujado el retrato de Mandela. Aquella pared rota era una confirmación. Sudáfrica había abrazado la conversión de Madiba de héroe anti-apartheid a icono pop. Y no solo Sudáfrica. El mundo también ha aceptado el trato. Madiba se ha convertido en leyenda. En una suerte de líder mitológico perfecto que condensa las bondades del ser humano.
En este libro, Javier se viste de historiador para acercarnos al Nelson Mandela de carne y hueso. Al hombre Madiba. En un trabajo tan minucioso como necesario, el texto se aleja del aura angelical del personaje para narrar sus imperfecciones, contradicciones y temores. Porque solo así se puede entender cómo Mandela llegó a ser Mandela. Y, sobre todo, cómo reunió el valor de estar a la altura de la historia que le tocó vivir.
Este libro también es un reconocimiento a un pueblo que luchó. Sin una Sudáfrica rebelde, orgullosa y que se rebeló en masa contra la injusticia, Mandela no habría sido imprescindible. No habría podido. Desde su niñez hasta sus años de presidencia, Madiba estuvo acompañado por personas que le hicieron evolucionar hasta ser quien fue. Recibió pronto las primeras lecciones prácticas de democracia cuando era un crío en Mqhekezweni o de liderazgo y rebeldía escuchando a Meligqili a orillas del Mbashe. «Nosotros los xhosas, y todos los sudafricanos negros, somos un pueblo conquistado. Somos esclavos en nuestro propio país», le dijo Meligqili a aquel joven Madiba. Y aquellas palabras se grabaron a fuego en su consciencia. Luego llegaron Oliver Tambo, Albertina y Walter Sisulu, Helen Suzman, Ahmed Kathrada y muchos otros. O un pueblo dispuesto a verter su sangre para derrocar a un régimen racista. No fue Mandela. Fueron mil mandelas.
De Madiba se aplaude la fidelidad a sus valores y la firmeza de sus ideales. Y que jamás bajó la cabeza. Pero Kathrada insistía en que eso no hizo de Mandela un líder extraordinario. Cualquier hombre íntegro –decía Kathradadefiende sus principios hasta el final. Madiba hizo más. El héroe sudafricano siempre intentó comprender. Mientras estuvo encarcelado –salió con 71 años y le dio tiempo a ser el primer presidente negro de Sudáfrica, ganar el Nobel de la Paz y casarse enamorado– estudió la historia y cultura del pueblo afrikáner, la del enemigo, y aprendió su lengua. Charló durante horas con sus carceleros blancos. Buscó entender el odio, el desprecio y el miedo. Al principio, Kathrada y los otros compañeros anti-apartheid encarcelados no entendían por qué Madiba se acercaba al opresor. Luego comprendieron: «Al salir libre, estaba listo para liderar a todo un pueblo, no solo el suyo». Cuando venció y pudo humillar, Madiba eligió el respeto. En su primera rueda de prensa libre, el periodista John Carlin le preguntó a Mandela cuál era su mayor reto. «Reconciliar las aspiraciones de los negros con los temores de los blancos», contestó.
Actuó en consecuencia. Al llegar al palacio presidencial encontró a decenas de funcionarios blancos que recogían sus cosas para dejar los despachos libres y les mandó parar. Quería que trabajaran con él. Incluso mantuvo como secretaria personal a una joven blanca, Zelda La Grange, que luego fue su mano derecha.
Mandela también usó el deporte para tapar trincheras. Consciente del valor simbólico del rugby en la comunidad blanca –en el apartheid, los negros apoyaban siempre al rival de los Springboks, el equipo nacional–, se enfundó la camiseta de la selección y celebró su victoria en el Mundial de 1995. Para miles de blancos sudafricanos, ver a un negro alegrarse con su equipo fue un shock. Mandela no fue perfecto. Simplemente fue un líder extraordinario porque tendió puentes con el otro y se atrevió a cruzarlos. Al trote.
Tap, tap, tap.
XAVIER ALDEKOA
(periodista especializado en África subsahariana)
Introducción
La tienda que la marca Presidential tiene en el aeropuerto internacional de Johannesburgo es más una atracción turística que un verdadero negocio. Por este comercio, cercano a establecimientos de souvenirs donde comprar gorras de los Springboks, artesanía sotho, tazas y camisetas con la bandera del país del arcoíris, o alguna de las múltiples variedades de biltong –la carne seca que los bóers llevaron hasta tierras sudafricanas–, miles de personas pasan cada día para curiosear, tocar y sentir cómo eran las madibas, las famosas camisas que Nelson Mandela comenzó a utilizar a partir de 1994, cuando se convirtió en el primer presidente negro de la nación más al sur del continente africano. De hecho, la primera de las cerca de 150 que completaron la colección, fue un obsequio de la diseñadora sudafricana Desre Buirski al propio Mandela al alcanzar el poder. Se la hizo llegar a través de uno de sus guardaespaldas con una nota que decía: «Gracias por los sacrificios que ha hecho por nuestro amado país». Un día después del regalo, Mandela se la puso durante el ensayo de la sesión de apertura del Parlamento sudafricano de la que sería su primera y única legislatura al frente del país austral. El nuevo presidente, ataviado con aquella colorida camisa, apareció retratado en un periódico local. A partir de ahí, Nelson Mandela no dejó de ponerse aquellas prendas. Las popularizó hasta el final de su vida y ahora, como cada rastro de cuanto dejó Madiba en su país, se han convertido en un filón que unos y otros, comenzado por la propia familia del histórico líder anti-apartheid, tratan de rentabilizar a costa del mito.
En el caso de Presidential, huele a esto, aunque los pasajeros que están en tránsito en el aeropuerto internacional Oliver Tambo de Johannesburgo gastan más tiempo que dinero en un local pulcramente decorado, y en el que la tentación de llevarte una madiba como recuerdo se opone a los cerca de 300 euros que cuestan algunos de los modelos.
El hombre que durante años, aquellos en los que era uno de los más reputados abogados de la ciudad de Johannesburgo, empleaba buena parte de su dinero en encargar sus trajes a los mismos sastres que confeccionaban la vestimenta de los gerifaltes de la minería sudafricana, al final pasaría a la historia, al menos en cuanto a la forma de vestir se refiere, por aquellas camisas holgadas, simpáticas y festivas con las que Desre Buirski colaboró, de algún modo, a cerrar el capítulo más doloroso de la historia de Sudáfrica. Y que ahora también sirven para matar el tiempo, entre aterrizajes y despegues, en el Oliver Tambo.
Richard Stengel, uno de los periodistas que conoció mejor al político sudafricano, en su obra El legado de Mandela, esbozó en unas pocas líneas el recorrido que transitó la vestimenta de aquel hombre natural del Transkei, y en el cual pasó de la solemnidad de su juventud a la informalidad adquirida a partir del inicio de su mandato: «Cuando era estudiante, quería dar la imagen de meticuloso y organizado. Cuando era un joven abogado, vestía trajes a medida para impresionar a los jueces y a los clientes. Cuando pasó a la clandestinidad, se puso traje de faena y se dejó barba. Cuando se convirtió en presidente, vestía trajes oscuros clásicos. Cuando se estabilizaron las cosas en Sudáfrica, abandonó los trajes de estilo europeo por las camisas de seda hechas de encargo con preciosos estampados africanos. Se convirtieron en su firma sartorial; la gente las llamaba «camisas Mandela». Le encantan esas camisas y tiene un armario lleno de ellas. Además de disfrutar de esos vívidos colores, esas camisas simbolizan una nueva clase de poder: africano, autóctono, seguro. Con esas camisas pretende expresar que a un líder africano no le hace falta vestirse a la manera occidental para parecer serio»1.
Las madibas eran camisas, pero no solamente eso. Del mismo modo que aprendió afrikáans, la lengua de aquellos que estaban sometiendo a su pueblo; igual que se interesó por el rugby,