Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
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Pero también las madibas se han convertido en el atuendo con el que se le recuerda, y con el que incluso ha sido inmortalizado en infinidad de lugares públicos del país.
Un día después de que Nelson Mandela fuera enterrado en Qunu, el entonces presidente sudafricano, Jacob Zuma, inauguró una espléndida escultura de Nelson Mandela en los jardines que se abren frente a Union Buildings, el conjunto de edificios que albergan la Presidencia sudafricana, que Mandela ocupó entre 1994 y 1999. Union Buildings fue el sitio donde se personificó el cambio en la historia del país, con un inquilino negro en el despacho presidencial. Pero también fue, durante más de 40 años, el lugar desde el que el Partido Nacional, de la minoría blanca, ejecutó sin piedad un programa político que tenía como epicentro la discriminación racial y el mantenimiento de las prerrogativas de la comunidad afrikáner, en detrimento de los derechos fundamentales de la mayoría negra, y de las minorías de origen asiático y mestizo. Aquel programa político fue conocido en el mundo entero con el nombre de la ignominia: apartheid.
La escultura, fundida en bronce, muestra a un hombre ataviado con una madiba y los brazos abiertos, en un gesto con el que parece querer abrazar y unir a todo el país. Precisamente este fue un detalle que destacó el propio Zuma el día de la presentación de la obra: «Se darán cuenta de que, en todas las estatuas que se han hecho de Madiba, él levanta un puño [...]. Esta es diferente a otras muchas. Él alza sus manos. Él está abrazando a toda la nación».
Es posible que si la obra se hubiera colocado en Soweto, Sharpeville o en cualquiera de los lugares donde la comunidad negra tuvo que llorar sangre para alcanzar la libertad, Mandela hubiera estado con su puño en alto, como el día que fue condenado a cadena perpetua, o el día que fue liberado. El puño en alto era el inequívoco gesto del hombre que se enfrentaba a todo un sistema. Pero cada lugar tiene su liturgia y en Union Buildings, desde donde gobernó el país, la actitud no fue la de luchar sino la de reconciliar.
Otra escultura en la que Mandela no aparece levantando su brazo, pero sí vistiendo la blusa que lleva su nombre, está en Sandton, un lujoso barrio de Pretoria. Al salir de un imponente centro comercial, él se muestra de espaldas. Preside una plaza funcional y cómoda, pero aburrida, que lleva su nombre. Aquí aparece dinámico, como si hubiera quedado inmortalizado en una ágil caminata. En un lugar que evoca más la riqueza y el consumo que destilan las caras y lujosas aglomeraciones de comercios de todo el mundo, no parece oportuna la figura del hombre ofuscado por alcanzar la justicia y la libertad. Aquí tampoco surge grandioso con el puño en alto.
En Sandton, estereotipo de la riqueza que todavía rodea a una parte minoritaria de la población sudafricana, se puede coger la Rivonia Road, una carretera que en poco más de 10 minutos te lleva a Liliesleaf. En ese lugar, el Congreso Nacional Africano (CNA) compró una pequeña granja donde podía operar en la clandestinidad, después de que el Gobierno de Pretoria hubiera ilegalizado el histórico partido. En este lugar –uno de los más visitados de la historia del apartheid, junto a la casa de Mandela en Soweto o el Museo del apartheid– el propio Mandela vivió algún tiempo cuando ya era el hombre más buscado por la policía sudafricana. Además, cuando ya se encontraba en prisión, tras regresar de un intenso periplo por todo el continente africano, en Liliesleaf cayó la cúpula del CNA en una redada que dio lugar al juicio contra los más altos representantes del partido, un proceso en el que se incluyó al propio Mandela, y que fue conocido como el juicio de Rivonia, por la cercanía de la granja con esa población. Del juzgado salieron para Robben Island.
Así, con autopistas de peaje que abandonan Pretoria o Johannesburgo, con inmensas barriadas suburbiales, un desarrollo cultural poco frecuente en el continente, una ingente desigualdad en el reparto de la riqueza o un aroma a segregación todavía evidente, la Sudáfrica de Mandela digiere todavía la herencia recibida por un hombre que el 18 de julio de 2018 hubiera cumplido 100 años, y que hace poco más de dos décadas alcanzó el Himalaya por el que tantos habían luchado desde que en 1948 se implementara el apartheid.
Unos meses antes de que San Pablo me pidiera este recorrido biográfico de uno de los hombres más importantes de nuestro tiempo, tuve la oportunidad de pasar dos días –literalmente dos días– entre Johannesburgo y Pretoria, camino de Mozambique. De ahí los apuntes de Sandton, de Presidential, el biltong o lo que uno puede hacer o dejar de hacer en el aeropuerto internacional Oliver Tambo.
En 48 horas escasas, y sin la perspectiva de acometer esta obra, apenas tuve la oportunidad de rascar nada de lo mucho que se cuece en el país austral. Sin embargo, sí me permití una pequeña escapada para conocer un enclave, Orange Farm, donde trabajan los Misioneros Combonianos, visita que me concedió la oportunidad de intuir que buena parte de aquello por lo que Mandela había estado dispuesto a entregar literalmente su vida se había despilfarrado con la generosidad mal entendida que visten los nuevos ricos.
En un reportaje que publicamos en la revista Mundo Negro2, recordábamos que «en tiempos del apartheid, cualquier asentamiento similar a este, donde se hacinaban miles de ciudadanos negros, recibía el nombre de township. Hoy, con la herida de aquello todavía supurante, aunque oficial y legalmente superada, prefieren hablar de una ciudad dormitorio que, sin embargo, sí comenzó a fraguarse en tiempos del Gobierno supremacista del Partido Nacional. Entre 1970 y 1980 comenzaron a llegar hasta este sitio muchos inmigrantes de Lesoto, Zimbabue o Mozambique, más miles de familias procedentes de otro de los townships míticos de la lucha racial: Soweto. Hoy son cerca de 400.000 las personas que viven en Orange Farm. [...] Uno de los tres misioneros combonianos que forman la comunidad de Orange Farm incide en que el color de la piel sigue marcando de forma elocuente el devenir de cada día, las relaciones de unos y otros: “Pasarán muchas generaciones hasta que se dé una integración plena de blancos y negros, porque en el cerebro esa diferencia está muy arraigada. [...] La relación entre unos y otros está condicionada por la raza, definitivamente. Las leyes segregacionistas terminaron, y ese acercamiento trae cosas buenas, pero también es conflictivo”».
Cuando Mandela fue liberado y volvió a Soweto, lo hizo en helicóptero. Al sobrevolar el gueto reconoció internamente que en 27 años no había cambiado nada de aquel lugar inhóspito y rugoso como las lijas. En casi tres décadas el Gobierno del apartheid no se había tomado la libertad de mejorar las condiciones de vida de aquel lugar creado para la opresión y para la represión.
Orange Farm o Soweto, dos enclaves donde la población no negra se cuenta literalmente con los dedos de las dos manos, matizan el significado del final del apartheid, que en muchos lugares es más una página de la historia que una realidad.
Con ese epidérmico bagaje, llegó la posibilidad de afrontar este relato, coincidente con el centenario del nacimiento de Rolihlahla Mandela, el chico que luego se convertiría en Nelson y que acabaría siendo conocido como Madiba. Un ofrecimiento que se concretó en un tormentoso día del verano de 2017, cuando jarreaba sobre Madrid. La lluvia, considerada en tierras africanas como una bendición de Dios, no era mal presagio.
Esos apuntes eran la plataforma desde la que tocaba afrontar este trabajo y encontrar la perspectiva adecuada para hacer justicia a la grandiosidad del hombre sobre el que debía escribir. A ello me ayudaron las lecturas, las consultas, las preguntas y una certeza: tan importantes como el propio Nelson Mandela fueron las personas con las que compartió cada uno de sus días. La suya había sido una vida singular y única pero, a la vez, una vida colectiva, tramada por