Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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a uno, aquellos jóvenes pasaron por la mano del anciano, que ejecutó con precisión una ceremonia repetida, repetida y repetida con cada hornada de jóvenes xhosas. Los chicos solo tenían que aguardar su turno y aguantar el dolor. Como respuesta apenas debían gritar «Ndiyindoda!», algo así como «¡Ya soy un hombre!». Mandela recordaba con cierta aprensión aquel momento. No por el escalofrío que le produjo el corte, sino porque tuvo la impresión de que tardó más que sus compañeros en pronunciar aquella frase ritual, porque se había quedado paralizado por la rapidez en la ejecución por parte del ingcibi, o simplemente porque creyó que no había estado a la altura de las circunstancias.

      Miedos y frustraciones aparte, después del trance el joven Nelson ya era un xhosa adulto. Igual que al nacer o al ingresar en el colegio, la circuncisión otorgaba un nuevo nombre a cada uno de ellos. El de Nelson fue Dalibunga, algo así como «persona fundadora del gobierno tradicional xhosa».

      Pero la ceremonia no acababa ahí. Debían pintarse el cuerpo de blanco y correr en medio de la oscuridad para enterrar sus prepucios. Aquel acto nocturno y simbólico era el paso definitivo a la madurez. Lo que enterraban, según la tradición xhosa, eran su infancia y juventud, la tierra del nunca jamás. Después de quitarse la capa blanca que cubría su cuerpo, los embadurnaban con una pasta rojiza. Esa noche los circundados debían dormir con una mujer que sería la encargada de dejar su cuerpo limpio. Nelson se tuvo que quitar él mismo aquella costra rojiza que le cubría por completo.

      Los nuevos adultos xhosas recibían una pequeña dote que variaba según su estatus social. A Justice le correspondió un rebaño. A Nelson, cuatro pequeños novillos y cuatro ovejas. A pesar de la diferencia en la remuneración no sintió celos. Sabía dónde estaba y a qué estaba predestinado. Sabía cuál era el futuro que les esperaba a él y a su amigo. Aquellas cuatro cabezas de ganado le convirtieron en el hombre más rico del mundo.

      Pero, aunque en aquel momento no lo entendiera, uno de los tesoros escondidos que recibió a orillas del Mbashe vino del jefe Meligqili, quien tomó la palabra y se dirigió a los nuevos hombres de la comunidad para hablarles de la hombría que, en teoría, acababan de alcanzar. Más allá de un discurso sobre la virilidad y su futuro como adultos xhosas, las palabras de Meligqili se deslizaron por una brecha que para Mandela no se había abierto todavía. La hombría, les dijo «no es más que una promesa vacía e ilusoria. Es una promesa que jamás podrá ser cumplida, porque nosotros los xhosas, y todos los sudafricanos negros, somos un pueblo conquistado. Somos esclavos en nuestro propio país. Somos arrendatarios de nuestra propia tierra. Carecemos de fuerza, de poder, de control sobre nuestro propio destino en la tierra que nos vio nacer. Se irán a ciudades donde vivirán en chamizos y beberán alcohol barato, y todo porque carecemos de tierras para ofrecerles donde puedan prosperar y multiplicarse. Toserán hasta escupir los pulmones en las entrañas de las minas del hombre blanco, destruyendo su salud, sin ver jamás el sol, para que el blanco pueda vivir una vida de prosperidad sin precedentes. Entre estos jóvenes hay jefes que jamás gobernarán, porque carecemos de poder para gobernarnos a nosotros mismos; soldados que jamás combatirán, porque carecemos de armas con las que luchar; maestros que jamás enseñarán porque no tenemos lugar para que estudien. La capacidad, la inteligencia, el potencial de estos jóvenes se desperdiciarán en su lucha por malvivir realizando las tareas más simples y rutinarias en beneficio del hombre blanco. Estos dones son hoy en día lo mismo que nada, ya que no podemos darles el mayor de los dones, la libertad y la independencia»5.

      Habían ido a una fiesta y se encontraron con un funeral.

      Las palabras de Meligqili no difirieron demasiado del mensaje que Nelson pronunciaría tantas y tantas veces. Sin embargo, aquello que después abrazaría con un fervor casi enfermizo, al principio le provocó repulsa y rechazo. El joven Dalibunga no era capaz de entender una crítica tan despiadada hacia el hombre blanco. Había aprendido los fundamentos del conocimiento de la mano de aquellos misioneros. Había ampliado el horizonte de sus expectativas gracias a aquellos hombres. Si ahora tenía ante sí un porvenir, era por ellos. Meligqili se había excedido en el fondo y en la forma. Convirtió en un drama lo que debía ser un jolgorio.

      A la circuncisión no le siguió el traslado de aquellos 27 jóvenes al entorno de Johannesburgo a trabajar en las minas de oro, tal y como pretendía haberles embaucado días atrás Banabakhe Blayi. El regente tenía otros planes para él, y estos pasaban por continuar con su formación en el Instituto Clarkebury, en Engcobo, fundado en 1825 por misioneros metodistas y que se había convertido en una de las instituciones educativas para negros más importantes de Thembulandia.

      Su padre le engalanó, cuando tenía apenas siete años, con un traje compuesto por un pantalón recortado para ir a su primer colegio. Ahora, en ausencia de la figura paterna, el regente le obsequió con un par de botas, su primer par de botas, y con una fiesta antes de su ingreso en Clarkebury. Era la primera celebración que se organizaba específicamente para él.

      El propio regente fue quien llevó a Nelson en su imponente Ford hasta el instituto. En el trayecto su mentor no se explayó en consideraciones ni en consejos farragosos. Solo le pidió que su comportamiento fuera un orgullo para él y para su esposa. Nelson le prometió que cumpliría con aquella petición.

      Clarkebury era un lugar donde formarse académicamente. Pero para aquel joven del Transkei fue mucho más. Fue el contacto directo con un mundo que hasta ahora no conocía más que de oídas, más que a través de referencias de otros, nada más que por los libros de historia que había comenzado a manejar en Mqhekezweni: el mundo de los blancos. «Mandela creció siendo un hombre fuerte y seguro. Eso no era muy habitual en la Sudáfrica de principios del siglo XX. El colonialismo y después el apartheid se idearon para despojar de sus derechos a los sudafricanos negros. Desde muy temprana edad, Mandela tuvo un porte aristocrático. En parte, lo llevaba en el ADN, pero fundamentalmente le venía de su educación en una corte real africana. Criado en un mundo tribal decimonónico en el que los blancos apenas se dejaban ver, la discriminación no hizo mella en él como en tantos negros sudafricanos de su generación. Los blancos eran una presencia lejana que no afectaba a su vida cotidiana [...]. Su mundo estaba aparte y no era igualitario, pero, a pesar de sus privaciones, esa separación le permitió crecer sin contagiarse del veneno del racismo y las bajas expectativas. La confianza en sí mismo fue la clave de su éxito»6.

      Los edificios de estilo colonial que albergaban las aulas, los dormitorios, la biblioteca... Todo era nuevo para un chico que se había criado en la corte del regente. Este mundo era diferente a todo lo conocido hasta ahora.

      En Clarkebury estrechó, por primera vez, la mano a un blanco, el reverendo C. Harris, director de la escuela. Este le dio un billete de una libra para sus gastos personales, la mayor cantidad de dinero que había tenido jamás, y le asignó la tarea de cuidar su huerto. Además del estudio, todos los internos de Clarkebury debían realizar algún trabajo, y aquel encargo fue más importante de lo que jamás pudiera pensar Nelson Mandela. Durante sus años de la cárcel, tanto en Robben Island como en Pollsmoor, la horticultura fue una de las actividades con las que obtuvo mayor placer y recompensas personales. A pesar de hablar poco con el reverendo, este se convirtió en un referente para el nuevo alumno. Con la mujer de Harris sí mantenía largas conversaciones, después de las cuales, ya por la tarde, muchas veces le obsequiaba con pasteles calientes por el trabajo, por la conversación o por simple agradecimiento.

      La de Clarkebury fue la época en la que descubrió algunos resortes del modo de vida occidental. Conoció sus usos y costumbres. Aprendió a ir calzado, como el hombre blanco. En aquel lugar, los alumnos se formaban de acuerdo al estilo británico. El blanco era, por tanto, el referente, pero también fue descubriendo el valor del hombre negro, algo que hizo a través de algunos de sus formadores. Gertrude Ntlabathi, una de las profesoras que tuvo Mandela en aquella escuela, fue la primera sudafricana en obtener una licenciatura. Otro de sus profesores, Ben Majlasela, era de los pocos que se atrevía a tratar de igual a igual al hombre blanco. Ni siquiera la equiparación académica

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