Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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lagunas que todavía acarreaba desde el lejano Qunu. Desde los tiempos de su aldea natal utilizaba ceniza para blanquearse los dientes. Eso quedaría atrás y comenzaría a usar pasta de dientes y cepillo. Supo, a través de la práctica, lo que eran un inodoro y una ducha. Las pastillas de jabón sustituyeron al detergente de color azul que había utilizado hasta entonces.

      Sin embargo, no todo iban a ser renuncias del pasado, de su infancia, de sus gustos y de las tradiciones del Transkei. A pesar de todas las comodidades y expectativas de las que era sujeto y objeto directo, echaba de menos su tierra y algunas de sus costumbres. Así, junto a varios compañeros, algunas noches protagonizaba escarceos que les llevaban a robar mazorcas de maíz para asarlas y comérselas a la luz de una buena lumbre. Aunque la transformación era evidente, seguía siendo el joven travieso de Qunu.

      Los nuevos hábitos adquiridos le ayudaron a avanzar en el camino de la sofisticación y la elegancia, un campo en el que en Fort Hare tenía menos competencia que en Healdtown. Si aquí eran cerca de un millar los alumnos que asistían a clase, Fort Hare era más elitista y estaba menos masificada. Coincidiendo con su llegada, cursaban allí sus estudios unos 150 jóvenes. Uno de ellos, K. D. Matanzima, fue su padrino y cicerone. Y no solo eso. Como el regente no les atribuía una asignación para sus gastos, de no haber sido por su primer amigo en Fort Hare no se hubiera podido permitir ningún dispendio. Gracias a la generosidad de su mentor, Mandela podía acompañar a algunos compañeros en una excursión gastronómica que se repetía casi cada domingo. El destino era un restaurante de la localidad de Alice al que aquellos jóvenes universitarios negros debían acceder por la puerta de atrás, y solo hasta la cocina, para poder degustar algunas de las viandas que allí se servían. Sin ser demasiado conscientes de ello, o sin darle demasiada importancia porque la edad y las ansias de divertirse sobrepasaban cualquier atisbo de crítica, aquellos mozos que apuntaban alto dentro de la juventud negra sudafricana estaban siendo víctimas de un sistema de discriminación que todavía no había alcanzado su cénit. La puerta de atrás de aquel restaurante era también la puerta de servicio que daba entrada a una sociedad desigual.

      Además de permitirle ciertos gastos extraordinarios, K. D. cuidaba de que el crecimiento académico de Nelson fuera el adecuado. Le recomendó estudiar Derecho, aunque Mandela en aquel tiempo consideraba que su futuro pasaba por el Departamento de Asuntos Nativos. El sueño de las minas, de momento, se había esfumado. Ahora, el anhelo pasaba por ser funcionario del Gobierno sudafricano. Otro de sus compañeros de fatigas en aquella pequeña universidad fue un hombre que le acompañaría durante toda su vida: Oliver Tambo.

      En la universidad completó un proceso que se había desarrollado íntegramente en instituciones metodistas: Clarkebury, Healdtown y el propio Fort Hare. Aquí, incluso, llegó a ser catequista por los pueblos cercanos a la universidad. Los domingos era habitual verle en las celebraciones y se incorporó, incluso, a la Asociación de estudiantes cristianos.

      Cuando llegó a Fort Hare pensó que la formación y el título que allí obtendría le servirían para convertirse en líder de su comunidad. En cierto sentido, el prestigio y el rigor formaban parte de la imagen que aquella institución ofrecía a sus alumnos, y que ellos asumían como un valor añadido en relación a las universidades públicas, en las que la segregación era ya algo más que una posibilidad futura. Muchos de los que de allí salían ocupaban puestos relevantes, con un salario y unas condiciones laborales muy interesantes para los jóvenes de entonces. En aquel momento, eso era suficiente para ellos. Con el tiempo, Nelson Mandela entendió que, aunque importante, la formación en Fort Hare no les preparó para derribar el muro de la injusticia que se interponía entre ellos y la igualdad entre las razas: «Sin embargo, mi experiencia fue bastante distinta. Me movía en círculos en los que eran importantes el sentido común y la experiencia práctica, y en los que no era necesariamente determinante tener altas calificaciones académicas. Casi nada de lo que me habían enseñado en la universidad parecía directamente relevante en mi nuevo entorno –reconocería Mandela–. Los profesores, por lo general, habían eludido temas como la opresión racial, la falta de oportunidades para los negros y los numerosos ultrajes a los que se enfrentaban en su vida diaria. Nadie me había enseñado cómo acabaríamos finalmente con los males de los prejuicios raciales, los libros que debería leer al respecto y las organizaciones políticas a las que tenía que afiliarme si quería formar parte de un movimiento por la libertad disciplinado. Tuve que aprender todo eso por pura casualidad y por el método de ensayo y error»9.

      Casi como cualquier estudiante, el aprendizaje que se produce fuera de las aulas, el que se recibe a través de las amistades, fue fundamental. Ahí Mandela no sería diferente.

      Lo que sí adquirió en Fort Hare fue mayor disciplina y diligencia en los deportes. Destacó en la carrera campo a través, no porque fuera un gran atleta, sino porque siempre gozó del empecinamiento de los constantes. También se aficionó al teatro y llegó a interpretar a John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, en una representación organizada por estudiantes, aunque en realidad le hubiera gustado asumir el papel del Presidente norteamericano. Richard Stengel explicó que, «Mandela era consciente de que Lincoln había nombrado miembros de su gabinete a algunos de sus más encarnizados rivales; y, de la misma manera, Mandela introdujo a miembros de la oposición en su primer gabinete. Le impresionaba la forma en que Lincoln usó la persuasión en lugar de la fuerza para dirigir su Gobierno»10. Pero, en Fort Hare, se trataba de una simple representación teatral, en la que era el malo de la película.

      La llegada de Nelson Mandela a la universidad coincidió con el inicio de la II Guerra mundial, durante la que se convirtió en acérrimo defensor de la posición británica. En ese contexto, se organizó en el campus una conferencia del que posteriormente se convertiría en primer ministro sudafricano, Jan Smuts. Más allá de las palabras de Smuts a aquel alumnado probritánico que escuchaba de noche, a través de la BBC, los discursos encendidos de Winston Churchill, sería el debate posterior el que enriquecería aquella presencia relevante. En ese contexto, destacó Nyathi Khongisa. Hasta ese momento no dejaba de ser un alumno más, uno de los 150 compañeros de Mandela en Fort Hare. Sin embargo, su particularidad radicaba en su afiliación política. Era miembro del Congreso Nacional Africano, el CNA, el partido al que Nelson entregaría su vida y también la de su familia. Pero en este momento, cuando el único deseo que tenía era ser funcionario y no era capaz de ver discriminación en el hecho de tener que comer en la cocina de un restaurante, o en no poder cursar sus estudios en una universidad con jóvenes blancos, o en no percibir que el Gobierno de su país ya apuntaba maneras autoritarias y discriminatorias, tomó la palabra Khongisa y comenzó a disparar por igual contra las dos comunidades europeas que pugnaban por hacerse con el control del país. Aquella alocución eclipsó al propio Smuts. Se trataba, sencillamente, de un discurso transgresor en boca de un joven negro.

      Casualidad o no, el CNA se iría adhiriendo poco a poco a la piel de Mandela. Casi sin darse cuenta. Como por azar. Así, de un modo aleatorio y sutil. Otro de sus amigos en Fort Hare, Paul Mahabane, tenía un vínculo familiar con el histórico movimiento de liberación. Su padre, Zaccheus Mahabane, había presidido en dos períodos el CNA. Y su hijo, en Fort Hare, compartía aulas con Nelson. Como ambos hicieron buenas migas, este invitó a Paul a pasar unos días de vacaciones en el Transkei.

      Un día, en Umtata, el comisario local, un hombre blanco con una edad cercana a los 60 años, pidió –casi exigió– a Paul que le comprara unos sellos. En aquellos tiempos, los jóvenes negros eran casi de facto los recaderos de los blancos. Estos tenían un derecho implícito, pero no consensuado, para pedir algún favor o algún pequeño trabajo a cualquier negro con el que se cruzaran por la calle. Estos, aunque podían negarse, solían agachar la cabeza, aceptar y cumplir con el deseo de los dueños del país. Pero Paul no actuó así. Se negó y acusó de holgazanería a aquel hombre, que representaba a la autoridad en la ciudad. «La conducta de Paul me hacía sentir sumamente incómodo. Si bien respetaba su coraje, también me resultaba inquietante. El comisario residente sabía muy bien quién era yo, y que si me hubiera pedido a mí que le hiciera el encargo en vez de a Paul lo habría hecho

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