Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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tuviera una casa. En Soweto, donde sí vivió mucho tiempo, sí tuvo una casa aunque, también según él mismo reconoció, nunca encontró un hogar. Esta es la diferencia entre la casa y el hogar.

      En lo laboral, gracias a la influencia de Walter Sisulu, comenzó su trabajo como pasante, como aprendiz, en el bufete Witkin, Sidelsky & Eidelman. A pesar de husmear desde lejos el olor de la toga, Mandela no se conformaba con la pasantía. Incluso, aunque el propio Sisulu le mostraba con su ejemplo que el hecho de terminar sus estudios era algo relativo, Mandela expuso con claridad a sus nuevos jefes que deseaba terminar Derecho en la Universidad de Sudáfrica, que le permitía seguir el trayecto académico a distancia. Podría trabajar y estudiar a la vez. Aquella contratación fue un paso más en el curso rápido de aprendizaje que estaba completando Mandela en sus primeros meses en Johannesburgo. Witkin, Sidelsky & Eidelman era un bufete de abogados blancos que contrataban a un joven negro. Uno de los socios, Lazar Sidelsky, mostró especial atención en el joven becario y, en particular, en su formación. Frente al criterio de Sisulu, Sidelsky sí consideraba fundamental la educación para el desarrollo de los sudafricanos negros.

      Mandela no fue el único negro contratado en el reputado despacho de abogados, que no hacía distinción entre sus clientes. Defendía del mismo modo a un hijo de la clase dominante blanca, que ayudaba en alguna transacción inmobiliaria que tenía a Sisulu como intermediario. Por eso no fue de extrañar que contrataran a otro joven negro, Gaur Radebe. Con diez años más en su tarjeta de identidad, Radebe se mostró desde el principio mucho más suspicaz que Mandela ante la discriminación racial. También demostró estar más capoteado en la vida de una gran ciudad y en el trato con el blanco que el joven del Transkei.

      Los jefes y las secretarias recibieron casi con mimo a los nuevos. Mandela escuchó las explicaciones pertinentes sobre el funcionamiento de la empresa, dónde estaban sus puestos de trabajo, sus labores y los usos y costumbres de esa pequeña comunidad humana en la que, frente a los pronósticos, convivían negros y blancos. La encargada de guiar ese improvisado tour de bienvenida fue una secretaria, y a partir de ahora compañera, de apellido Lieberman.

      Uno de aquellos momentos donde unos y otros se igualaban era el rato que dedicaban a tomar el té. Ellos, como negros, no tenían ninguna obligación de llevar o traer las tazas o la tetera a sus compañeros. Solo tenían la obligación de tomar el té cuando les apeteciera. En la explicación de aquella ceremonia laboral del té, Lieberman le insistió, casi machaconamente, en que tenían dos tazas nuevas compradas expresamente para ellos. Dos tazas exclusivas para ellos. Dos tazas. Dos. Le insistió mucho en ello, del mismo modo en que le repitió casi hasta la pesadez que debía replicar esas indicaciones a su compañero Gaur. Debía repetirle todo, pero no se podía olvidar del asunto, en apariencia trivial, de las tazas.

      El halago de las tazas. El regalo de las tazas. La trampa de las tazas.

      El obsequio escondía la letra pequeña y las cláusulas invisibles que evidenciaban la discriminación. Los compañeros de Witkin, Sidelsky & Eidelman podían compartir tiempo y espacio con sus compañeros de piel negra. Pero beber de las mismas tazas era muy distinto.

      Entre máquinas de escribir, legajos y mesas donde fluían los recursos y apelaciones propias de un bufete de abogados, Mandela –cuyo trabajo oscilaba entre la mensajería y las labores administrativas– trasladó a Gaur de forma precisa las indicaciones de Lieberman. Aquel aprovechó la coyuntura y sacó a pasear el colmillo del que quiere provocar y sabe cómo hacerlo. Pergeñó una venganza preventiva en silencio, de la que solo compartió una indicación con Mandela: este debía hacer lo mismo que él hiciera.

      En la primera de las ocasiones en la que un empleado del bufete llegó con una bandeja en la que brillaban las cucharas, humeaba la tetera y entrechocaban sus cerámicas las tazas, destacaban por su poco uso las que deberían pertenecer desde ese momento a los dos nuevos. Gaur se adelantó a sus compañeros y cogió, intencionadamente, una de las tazas viejas, usadas y, por supuesto, propiedad de sus compañeros de piel blanca. Se sirvió ceremonioso el té en medio de un silencio educado pero tenso. Con la mirada invitó a Mandela a seguir su ejemplo. No fue la inapetencia hacia el té lo que llevó a Nelson a no tomar una tacita ese día, aunque apelara a ello en su descargo. Otra mentira, una más, pero esta justificada en la conciencia de Mandela. Optó por no secundar a Radebe. Debía haber hecho pública su disconformidad a formar parte de una provocación en el lugar en el que les acababan de abrir las puertas, pero aquel día se limitó a excusarse. El resto, tomó el té en solitario. Con su taza.

      Otro paso más en el aprendizaje de la compleja sociedad sudafricana, servido en una simple taza de té.

      El trabajo en Witkin, Sidelsky & Eidelman le reportaba una mísera fortuna de dos libras por semana. De ahí, chelín a chelín, penique a penique, había que restar el alquiler de una humildad llamada vivienda; el precio del autobús para negros –autobús para nativos lo llamaban, en uno más de los ilustrativos eufemismos salidos de la fábrica de falacias conceptuales que inventaran y desarrollaran con pericia los sucesivos Gobiernos sudafricanos–, algo para comer y velas, muchas velas, con la que poder seguir sus estudios por correspondencia en la Universidad de Sudáfrica. Cumplía así con la promesa que le hizo a Sidelsky, jefe y mentor en el bufete.

      Velas porque no había corriente eléctrica. Velas porque no podía permitirse una lámpara de queroseno.

      Entre Alexandra y el bufete había nueve kilómetros. Cuando el mermado presupuesto no alcanzaba para nada más, empleaba casi dos horas en llegar andando al trabajo. Como tampoco había dinero para adecentar o renovar el vestuario, se ponía el traje de su jefe. Literalmente se ponía su traje. En concreto uno que le regaló y que mantuvo, remiendo tras zurcido, durante cinco años. Él mismo diría en su autobiografía que cuando se deshizo de él había ya más arreglos que traje. Pobreza en estado puro.

      El aspecto de Mandela era desastrado, en contraposición con las imágenes que veríamos de él, apuesto y galán, en su época de esplendor. Pero lo peor estaba bajo una chaqueta que escondía el hambre del cuerpo. Hambre que saciaba muchos días solo a base de pan. En la casa de los Xhoma, donde vivió cerca de un año, se acostumbró a comer los fines de semana. Era, muchas semanas, la única comida caliente que ingería a siete días vista.

      A través del contacto con la soledad y el bullicio que comparten espacio en las grandes ciudades, Mandela entendió que había desatado buena parte de los lazos que mantenía con su pasado. No se trataba tanto de desentenderse de su pueblo, de su gente, del mundo rural al que pertenecía, sino de liberarse de algunos grilletes que seguían condicionando a muchos sudafricanos negros que trataban de emprender su vida en lugares como Johannesburgo o Alexandra: «Lentamente, descubrí que no tenía por qué depender de mis relaciones con la realeza ni del apoyo de la familia para seguir avanzando, y forjé relaciones con personas que ni conocían ni les importaba mi vinculación con la casa real thembu. Tenía mi propia casa, por humilde que fuera, y empezaba a desarrollar la confianza y seguridad que necesitaba para seguir adelante yo solo»5.

      Pero compartió camino con gente como Sidelsky, que siguió de cerca a su pupilo, y le animó tanto a terminar sus estudios como a alejarse de la política. En opinión de uno de los pilares del bufete, esta sacaba lo peor de cada individuo: la corrupción, las envidias, las luchas de poder o el logro personal a toda costa. Todo aquello formaba parte de un mundo que, para Lazar Sidelsky, no era recomendable. Si quería ejemplificar aquella propuesta de vida, tenía dos modelos en los que Nelson no debía fijarse demasiado: uno muy cercano, Gaur Radebe. El otro, demasiado influyente en la Johannesburgo del momento –y en el futuro del propio Mandela–, Walter Sisulu. Eran, para el jefe de Nelson, un ejemplo en lo profesional, pero un mal reflejo en el que mirarse desde el prisma de lo político.

      Las palabras de Sidelsky no solo no ahuyentaron el riesgo del dúctil Mandela, sino que provocaron casi el efecto contrario. El interés del mentor se convirtió

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