Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
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Su estancia en el domicilio de los Xhoma duró solo unos meses. Mandela seguía siendo uno más de los sudafricanos negros que esperaban en Alexandra, a las puertas de Johannesburgo, a que ocurriera el milagro de una prosperidad que no terminaba de cuajar. En 1942 se mudó a la Witwatersrand Native Labor Association (WNLA), la agencia de contratación de los trabajadores de las minas, donde convivió con sudafricanos de todas las etnias, con mozambiqueños, con namibios... Allí se hablaba una lengua a medio camino de todas ellas, el fanagalo. En aquel lugar, donde la mayoría de los compañeros de hospedaje eran mineros, Nelson era literalmente un bicho raro. Los demás bajaban a la mina en busca de lo que hubiera en las entrañas de la tierra. Mientras, él gastaba los días entre la pasantía y sus estudios.
La WNLA, por ser el sitio en el que vivían muchos de los negros que llegaban del campo a la ciudad a causa de la fiebre de un oro que nunca era para ellos, también era lugar de paso para los líderes tribales de toda Sudáfrica. Caían por allí de vez en cuando si se les requería por algún asunto relacionado con los trabajadores de su zona, si se les pedían más brazos para escarbar la tierra, o si iban a la ciudad por negocios de uno u otro pelaje. No era infrecuente que unos u otras hicieran acto de presencia por las dependencias de este microcosmos sudafricano. Una de ellas fue la reina regente de Basutolandia (Lesotho), Mantsebo Moshweshwe, quien se detuvo un momento a hablar con el bicho raro de aquel hábitat hostil para el estudio y el Derecho. En mitad de la conversación se dirigió a Nelson en la lengua del pueblo sotho. Mandela respondió con el desconocimiento atado a la mirada. La regente tiró de crítica solemne ante el gesto. «Me miró con incredulidad y después se dirigió a mí en inglés: “¿Qué clase de abogado y líder será usted si no sabe hablar el lenguaje de su propio pueblo?”. La pregunta me azoró y me hizo poner los pies en la tierra. Fui consciente de mi papanatismo y descubrí hasta qué punto estaba poco preparado para servir a mi pueblo. Había sucumbido a las divisiones étnicas potenciadas por el Gobierno blanco y no sabía cómo hablar a mi propia gente. Sin el lenguaje no es posible comunicarse con la gente ni comprenderla; no es posible entender sus esperanzas y aspiraciones, conocer su historia, apreciar su poesía o saborear sus canciones. Una vez más, comprendí que no éramos pueblos diferentes con distintas lenguas, éramos un único pueblo con lenguas diferentes»7.
En el invierno de 1942 falleció Jongintaba Dalindyebo. Mandela y Justice recibieron tarde la notificación del deceso, por lo que llegaron al palacio un día después de su entierro. Nelson tuvo sentimientos contradictorios. Se había reconciliado con él hacía meses, olvidando toda la peripecia de su huida y de la contratación en las minas de Johannesburgo. Ahí percibió alivio. Frente a esto, lamentaba no haber correspondido la grandeza que el regente había manifestado siempre con él. No haber llegado a tiempo de la despedida, ahondó en aquella sensación de cierto abandono del deber con una de las grandes autoridades de su pueblo.
Pasó casi una semana en Mqhekezweni, tiempo que le sirvió para enfrentarse de nuevo con la persona que había sido y con la que ahora era; para confrontar lo que significaba para él su etapa en Johannesburgo, lo que podía llegar a ser. Y lo que podía haber sido de haber perseverado en los planes que para él tuvieron el regente y su familia. Ahora, antagonistas unos y otros, la imagen que surgía era la de un personaje situado frente a un espejo cóncavo y a otro convexo. Y él, en medio.
Justice tuvo que asumir el cargo de su padre y se acabó para él la aventura en Johannesburgo. Pero Nelson volvió a la gran ciudad. Otra maroma que Mandela desataba de forma consciente. Poco a poco, el pantalán del puerto de su tierra natal iba quedando más lejos; no en lo afectivo, pero sí en lo profesional y en la vida que le esperaba.
A finales de 1942 aprobó el examen de graduación. Su periplo académico avanzaba, del mismo modo que su amistad con Gaur Radebe. Este le animaba cada vez más a comprometerse en el campo de la política. Sabía, por las conversaciones que mantenían, que el comunismo no estaba entre las preferencias del joven pasante. Nunca le cautivó esa ideología, aunque sí encontró algo de lo que quería para su país y para su gente: «En realidad, no me interesaba la política. Me interesaba la vertiente social de la política... Me impresionaban los miembros del Partido Comunista. El hecho de ver blancos que no le daban ninguna importancia al color de la piel era algo que..., era una nueva experiencia para mí»8. Entre el amor y el escepticismo por el comunismo, Radebe le recomendó adherirse y seguir los postulados del Congreso Nacional Africano. En opinión de Gaur, la lucha de liberación del pueblo protagonizada por este partido era el espacio ideal para la participación de Mandela en la vida política.
Persuadido o convencido, Mandela asistió de manera informal a reuniones del CNA, en principio como observador. Pero llegó el momento en el que tuvo que soltarse. Años después, en la cárcel, en una carta que escribió a Winnie Mandela el 20 de junio de 1970 reconocería que aquellos atisbos de liderazgo eran, para el propio Mandela, imperfectos, vacíos y estaban ataviados con cierto toque de egocentrismo: «Llega un momento en la vida de todo reformador social en el que gritará desde cualquier plataforma, principalmente para liberarse de los trocitos de información no digerida que se le han acumulado en la mente; un intento de impresionar a las masas en vez de iniciar una exposición tranquila y simple de principios e ideas cuya verdad universal se hace patente mediante la experiencia personal y el estudio en mayor profundidad. En esto no soy una excepción, y he sido víctima de la debilidad de mi propia generación, no solo una, sino cien veces. Debo ser sincero y decirte que, al revisar de nuevo algunos de mis textos y discursos del principio, me desconcierta su pedantería, su artificialidad y su falta de originalidad. Su apremiante necesidad de impresionar y de hacer propaganda es claramente perceptible»9. Propaganda en el corazón de la lucha contra el apartheid. Eso sí, tamizada por la reflexión que le dieron los años de cárcel.
Los primeros escarceos de Mandela con la política no agradaban a Lazar Sidelsky, quien le aseguraba que la política echaría a perder su prometedora carrera en la abogacía. Trabajaba con tal dedicación y diligencia en el bufete que se anticipaban dotes para un futuro brillante entre leyes. Además, como si fuera agorero de malos –o, en este caso, certeros– presagios, un día le dijo que «si te metes en política, tu profesión sufrirá y tendrás problemas con las autoridades, que a menudo son tus aliadas en este trabajo. Perderás a todos tus clientes, te quedarás sin dinero, destruirás tu familia y acabarás en la cárcel. Eso es lo que ocurrirá si te metes en política»10. Al dejar escrita en sus memorias esta reflexión de Sidelsky, Mandela reconocía la inteligencia de su mentor en el bufete, de