Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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el examen en la Universidad de Sudáfrica. Para tal evento, un hombre pulcro y elegante como Nelson, sabía que no podía ir con el traje remendado que un día le dejó Sidelsky. Pero no tenía dinero para comprar uno nuevo. Ya era miembro del bufete tras la marcha de Gaur Radebe, pero no tenía posibilidad de renovar el fondo de armario, por lo que prefirió tirar en esta ocasión de la amistad, y los recursos, de Walter Sisulu.

      Para su primera llegada a Fort Hare había estrenado el traje que encargó el regente para él. Para volver a su tierra, para volver a la universidad en la que empezó a madurar, estrenaría otro atuendo. Los ropajes académicos también fueron prestados por un amigo y antiguo compañero de aula, Randall Peteni. Elegante y solemne, su madre y la viuda del regente le acompañaron aquel día. Aprovechó la graduación para quedarse en su tierra unos días. Al igual que ocurrió con el entierro de Jongintaba Dalidnyebo, se replanteó lo que era y lo que quería llegar a ser. En este caso, con un añadido, le plantearon la posibilidad concreta de volver al Transkei una vez que se convirtiera en abogado. El argumento fue emotivo y justo a partes iguales: si de algo adolecía aquella zona era de personas formadas que pudieran colaborar en su desarrollo. Sin la conciencia del todo clara, aunque con un pálpito que cada vez apostaba más por la vida que le esperaba en Johannesburgo, no se atrevió a negar tal posibilidad. Pero lo que no hizo en modo alguno fue pronunciar un simple .

      Mandela ya no pensaba en clave Transkei. Ni Transvaal. Ni Thembulandia. No pensaba ni en xhosa, ni en zulú, ni en sotho. Ni en blanco. Solo pensaba en negro. En derechos. En libertades. En futuro. Su engranaje mental pasaba por una nación pensada en su conjunto. Era ya un incipiente pensamiento global.

      Con los ropajes académicos prestados por su amigo. Con su madre allí presente. Con la alegría de sus compañeros de graduación. Y con su traje nuevo. Con el lustre del pantalón y de la chaqueta recién comprados, Nelson percibió con nitidez que aquel acto, aquella celebración, no tenía demasiado sentido. O, al menos, que no tenía la importancia que él mismo le había dado en su momento. Años ha, consideraba que para que un sudafricano negro fuese el líder de su comunidad, debía completar unos estudios, obtener una graduación, lograr una licenciatura, para después volver entre los suyos, destacar, brillar y ser reconocido.

      El joven Mandela, que había soñado con un buen salario, un trabajo como funcionario y una apacible vida en torno a la casa real thembu, veía ahora que había aprendido mucho más en los pocos meses que llevaba en Johannesburgo que en toda su vida en el Transkei. Lo que le había aportado la ciudad sin necesidad de título académico era más valioso que ese cúmulo de estudios que sus padres primero, y el regente después, se empeñaron en ofrecerle. La gente y la vida cotidiana en la ciudad le permitían contemplar con perspectiva la inmoralidad de un sistema político quebrado por la falta de justicia de sus postulados. Cada vez era más consciente de que para hacer frente a esa inequidad no le habían preparado en Fort Hare. «En la facultad, los profesores habían rehuido temas como la opresión racial, la falta de oportunidades para los africanos y la maraña de leyes y reglamentos cuyo único fin era subyugar al hombre negro. Pero en mi vida en Johannesburgo me enfrentaba a todo aquello un día sí y otro también. Nadie me había sugerido nunca un modo de erradicar los males derivados de los prejuicios raciales, y tuve que aprender de mis propios errores»11. Eso, de sopetón, es algo de lo que se percató Mandela en aquel acto académico que vivió con dos trajes que, por sus circunstancias económicas, él no habría podido portar.

      A su vuelta a Johannesburgo se matriculó en la Universidad de Witwatersrand, conocida como Wits, con el fin de licenciarse en Derecho. Fue el único negro que cursó aquellos estudios ese año. Un solo negro en un campus en el que había alumnos blancos comprometidos con la causa de la igualdad de derechos, pero donde tampoco sobraban compañeros que de una manera u otra le hacían saber que aquel no era lugar para un negro. Wits, como el resto de los centros por los que circuló el expediente académico de Mandela, era de origen inglés. A pesar de las dificultades, en una universidad afrikáner, la presencia de Nelson hubiera sido imposible. Aquí descubrió la política en una dimensión que nunca antes había alcanzado. La catarata de debates estudiantiles, las proclamas casi constantes, la afiliación como forma de supervivencia... Este ambiente superaba con mucho el planteamiento que había visto hasta ahora a través de Nat Bregman o Gaur Radebe.

      En aquel tiempo ya había dejado Alexandra y residía en Orlando, Soweto.

      La participación sudafricana en la II Guerra mundial, a la que se añadió una grave sequía y el hambre consiguiente entre la población, provocó un gran movimiento ciudadano de las áreas rurales a las grandes concentraciones urbanas. Uno de aquellos lugares fue Soweto, acrónimo de South West Town (la ciudad del suroeste), que a pesar de lo simbólico e insignificante del contenido de su nombre, ya se había convertido en uno de los mayores conglomerados de población del país, «aunque pocos residentes blancos en Johannesburgo habían entrado en ella, y los mapas y planos ni siquiera señalaban su existencia. En el sitio peor emplazado del paraje que constituían los vertederos de las minas, donde el viento arrastraba consigo el polvillo residual del oro, Soweto era una vasta extensión de decenas de miles de pequeños cubículos carentes de electricidad, dominado por los cuartelillos de la policía, sin otra cosa que vallas y cercados destacándose contra el cielo o rompiendo la línea del horizonte. Su aspecto era uniformemente proletario, pero encerraba en su seno a maestros negros, pequeños comerciantes, dependientes y empleados, gánsteres y vagabundos, que todos los días se amontonaban para subir a los trenes y autobuses atestados que los conducían al trabajo en la ciudad blanca»12. Ahí viviría Mandela hasta su encarcelamiento y después de su liberación.

      El aprendiz de abogado trabó amistad con blancos miembros y simpatizantes del Partido Comunista, así como con jóvenes de origen indio, la otra gran comunidad presente en Sudáfrica, como J. N. Singh e Ismail Meer. Un día los tres iban al piso de este último. Tomaron un tranvía que sí podían utilizar los indios, pero no los negros. El conductor paró el convoy y avisó a la policía, que los detuvo, los llevó a comisaría y los denunció. Otra lección, otra asignatura que no hubiera nunca podido recibir en Fort Hare.

      Fueron sucediéndose los acontecimientos de los lunes, de los martes, de los miércoles y jueves. Fueron pasando todas las horas de todos los días sin que nada en apariencia cambiara, para que al final todo se diera la vuelta como un calcetín antes de ser depositado en el cesto de la ropa sucia.

      No fue Gaur. O no solo Gaur. Tampoco Sisulu. O no solo Sisulu. Ni las aulas de Wits. Ni aquellos autobuses que subían de precio haciéndolos inaccesibles para los negros que iban a trabajar a Johannesburgo. Ni aquella taza de té que Mandela utilizó en soledad en el bufete de Sidelsky. No hubo un caballo. Ni una caída. Ni un Damasco. Hubo un mucho y un poco de todo ello: «No experimenté ninguna iluminación, ninguna aparición, en ningún momento se me manifestó la verdad, pero la continua acumulación de pequeñas ofensas, las mil indignidades y momentos olvidados, despertaron mi ira y rebeldía, y el deseo de combatir el sistema que oprimía a mi pueblo. No hubo un día concreto en el que dijera: “A partir de ahora dedicaré mis emergías a la liberación de mi pueblo”; simplemente me encontré haciéndolo, y no podía actuar de otra forma»13.

      Sin embargo, en aquella ensaladera rebosante de ideas y personas, sobresalía Sisulu, su personalidad y el camino de movilización que había adoptado: el CNA, que en aquel momento buscaba cómo revitalizar su posición dentro de la sociedad y convertirse en el gran movimiento de liberación sudafricano. Con el tiempo, el propio Sisulu al recordar el momento en el que conoció a Mandela, apuntó que «queríamos ser un movimiento de masas, y un día entró en mi oficina un líder de masas»14.

      Una persona, Sisulu, y una declaración, la Carta del Atlántico, fueron los primeros herretes a través de los que comenzó a asentarse la carrera política de Mandela. En el caso de la Carta, suscrita por Roosevelt y Churchill a bordo del USS Augusta el 14 de agosto de 1941 «en algún punto del océano Atlántico», el tercero de sus ocho principios recordaba la necesidad de «respetar el derecho

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