Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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el mismo efecto. No había lugar para la discrepancia o el recurso. La ciudadanía se establecía de una simple paleta de color.

      Sudáfrica se había convertido en un país de blancos y de negros. El Gobierno de Pretoria había dividido el país por zonas y esta clasificación racial podía tener consecuencias directas e inminentes, como la posibilidad de que el Gobierno obligara al traslado de residencia para evitar los cambios forzosos, o a portar los famosos pases para acceder a determinados lugares. Por eso, y para evitar el estigma de ser negro, indio o mestizo, miles de sudafricanos intentaban cambiar cada año de raza. Intentaban pasar de negros a mestizos o blancos. De mestizos a indios o blancos. Se intentaba, en definitiva, subir en el ranquin establecido por el Gobierno de Pretoria. Algunos de estos casos, por terriblemente ridículos, alcanzaron el estatus de noticia en los periódicos de la época. Uno de ellos, que recuperó Vicente Romero en su libro África en lucha, fue el protagonizado por la hija de Hutchison Maholwana: «El cumplimiento de una ley absurda y cruel produce situaciones absurdas y crueles. Como ejemplo de ellas se puede recordar el caso protagonizado por el mestizo Hutchison Maholwana, que tiempo atrás conmovió a los lectores de todo el mundo cuando contrató a su propia hija como sirvienta doméstica para que pudiera continuar viviendo con él, y que había sido considerada oficialmente como negra»4.

      Por interés o necesidad, los blancos podían «descender» de categoría. Para que tal cosa ocurriera solo era necesario que testimoniaran que tenían ascendientes negros o de origen asiático. La palabra, para los blancos, era el único requisito. Los mestizos tenían más complicado adquirir la categoría de ciudadanos blancos, ya que además de la documentación requerida, era necesaria la declaración de testigos. Los negros prácticamente tenían vetado el cambio «oficial» de color de piel.

      La Ley del censo se complementaba con la de áreas para grupos, que dividía las ciudades por grupos y que en palabras del propio Daniel Malan se convirtió en el espíritu del apartheid. La Ley de áreas para grupos trajo consigo los odiados pass (pases), que los negros debían portar los días pares y los impares, de lunes a domingo. Eran su salvoconducto para ir a trabajar, para desplazarse, para moverse por su propio país. Sin ellos, la vida podía ser una tragedia, literalmente.

      Esta ley determinaba los lugares donde podían vivir unos y otros. Negros con negros. Indios con indios. Mestizos con mestizos. Y blancos, con blancos y donde quisieran los blancos. Además del desigual e injusto reparto territorial trazado más de tres décadas atrás, la minoría blanca tenía la posibilidad de determinar qué parcela le apetecía ocupar en un determinado momento. Como si de un niño caprichoso se tratara, si una comunidad blanca se sentía tentada a expandirse por una zona previamente ocupada por alguna minoría o por la mayoría negra, no tenía más que sugerirlo. Si no quería negros, indios o mestizos cerca de sus viviendas, no tenían nada más que indicarlo. Si quería tal o no quería cual, no había nada más que pedirlo. Sin nada de evangélico ni de justo, era la versión afrikáner del «pedid y se os dará». Esta política de hechos casi consumados, inició un proceso de reasentamientos que se extendió durante muchos años y provocó la movilización de millones de sudafricanos. Uno de los primeros intentos de reasentamiento fue el de Sophiatown, una de las barriadas más ilustres y esperanzadas, dentro de sus miserias particulares, de Johannesburgo.

      Más tarde vendrían la Ley sobre servicios públicos separados y la Ley sobre salvoconductos. Esta última establecía una serie de documentos que todo ciudadano negro debía poseer. El primero de ellos era un permiso de residencia que cualquier persona debía tener antes de instalarse a vivir en cualquier rincón del país. Pero también debían poseer un permiso para circular de día, que le otorgaba su empleador; y otro para poder transitar de noche. En este caso era la policía la que permitía, a través de este documento, que cualquier negro se desplazara fuera del toque de queda. El listado de permisos se sucedía casi hasta la extenuación, casi hasta el ridículo. «Un negro debe incluso obtener permiso de su empleador si quiere ejecutar danzas folklóricas o rituales. Y así, las danzas escenográficas que ejecutan cada domingo, vestidos con su atuendo tradicional, los zulúes que trabajan en las minas de oro de Johannesburgo son autorizadas por los encargados de las minas. Estos últimos, calculadamente, explotan así la pasión instintiva del negro por las danzas tribales colectivas»5.

      Esta Ley de salvoconductos, además de la desazón que provocaba en la población no blanca de Sudáfrica, plagó de miedo y detenciones el país más al sur del continente. Sin datos para cotejar, miles de sudafricanos pasaron noches y noches de calabozo durante el período del apartheid simplemente por no portar un documento firmado y sellado por el baas, el amo, el patrón.

      «El apartheid –dice Alex Perry en La gran grieta– se construyó sobre una insistencia en ver a los negros no como individuos, como seres humanos con derechos y libertades, sino colectivamente, como una raza inferior. La pobreza de lugares como el Transkei se tomaba como ejemplo de la inadecuación de la raza negra. Los negros eran atrasados, una raza incapaz de salir adelante por sí sola. Y si blancos y negros quedaban separados por la capacidad mental y la cultura, tenía sentido dividirlos también geográficamente. Los negros, como grupo, eran el problema. De modo que se movía a los negros, como grupo, a cualquier otro lugar»6. Todo tenía su porqué. Negros, indios y mestizos no eran considerados como iguales, y por tanto no podían estar en los mismos espacios ni bajo las mismas condiciones que la hegemónica comunidad blanca. Era la lógica del apartheid. Sencilla pero cruel.

      Ante este arreón legislativo inicial, el CNA, especialmente a través de la Liga Juvenil, se planteó una campaña de movilizaciones que incluía la resistencia pasiva, la huelga, el boicot, la desobediencia civil y la no cooperación con la Administración. La comunidad india les había hecho perder el miedo a la represión. Y desde el CNA entendieron que era el momento de cambiar de estrategia. De un riguroso seguimiento de la ley a la transgresión de la misma en aras de un bien mayor, la justicia. O en detrimento de un mal infinitamente superior. Ese programa de acción fue aprobado, en medio de grandes resistencias, por el CNA en su conferencia anual de 1949, celebrada en Bloemfontein. Alfred Xuma, su presidente, entendía que un enfrentamiento radical con el Gobierno podría servir como excusa para que su formación política fuera borrada del mapa. Pero Xuma perdió la batalla y fue sucedido en la presidencia por J. S. Moroka. El nuevo secretario general fue Sisulu. Oliver Tambo entró en el comité ejecutivo nacional, al que también se incorporó Nelson Mandela. «Había pasado de ser un moscardón que rondaba en torno a la organización a ocupar uno de los puestos de poder contra los que me había estado rebelando. Me producía un sentimiento embriagador, no carente de emociones encontradas. En alguna medida, es más sencillo ser un disidente, ya que uno no tiene responsabilidades. Como miembro de la ejecutiva, debía sopesar argumentos, tomar decisiones y estar dispuesto a ser criticado por los rebeldes, cosa que yo mismo había sido»7.

      Bloemfontein significó el final de la oposición pacífica y de guante blanco que había caracterizado al CNA. Fue la victoria de la corriente en la que navegaba Mandela, un triunfo del que no pudo ser testigo directo, ya que acababa de estrenar empleo en otro bufete de abogados y no le dieron permiso para asistir a la conferencia. Con una economía poco boyante como la suya, la idea de retar a sus nuevos jefes con una ausencia de un par de días para aquel encuentro no hubiera sido lo más oportuno, por lo que se quedó en la oficina en contra de su voluntad.

      En marzo de 1950, se celebró en Johannesburgo la Convención para la defensa de la libertad de expresión, organizada por el CNA en colaboración con el Partido Comunista y el Congreso Indio. A pesar del éxito de la convocatoria, Mandela no era partidario de mezclar colectivos con intereses tan diferentes. Sin embargo, uno de los frutos de la cita fue la convocatoria del conocido como Día de la Libertad, para el 1 de mayo de ese año. El objetivo era protestar contra la Ley de los salvoconductos, que limitaba el movimiento de los ciudadanos no blancos por el país, así como para la derogación de cualquier ley segregacionista. La huelga había nacido por iniciativa del Partido Comunista, por lo que el CNA no apoyó de manera oficial ese paro, que fue prohibido por el Gobierno,

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