Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
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Antes de la Campaña de desafío de las leyes injustas, realizaron una convocatoria para el 6 de abril de 1952. No era un día más. La fecha coincidía con el 300 aniversario de la llegada de Jan van Riebeck a Ciudad del Cabo en 1652. Aquel momento era, de algún modo, el inicio del descalabro del pueblo negro en su propio país. Los blancos celebraban los tres siglos del nacimiento de la nación. Ese mismo día, los negros repasarían, uno a uno, los 300 años de opresión que llevaban anotados en su colectivo libro de familia.
Cuando Mandela comenzó a trabajar en el bufete de Sidelsky, este le dejó un traje. El día de su graduación en Fort Hare, le dejaron dinero para comprarse otro y le prestaron los ropajes académicos. La suya parecía una vida fiada por otros, porque el día que obtuvo el carné de conducir, se examinó con un coche que no era suyo. Mientras el país vivía bajo el yugo del Partido Nacional y el endurecimiento de las leyes contra los negros y las minorías no blancas, la historia personal de Mandela se escribía, muchos días, a golpe de embrague y viajes con la ventanilla bajada por las más que decentes carreteras sudafricanas.
Como no eran muchos los negros que tenían carné, el novel conductor se convirtió en una especie de recadero del CNA. Si había que traer o llevar compañeros o materiales, si había que hacer mandados o llevar algo de correspondencia a las diferentes agrupaciones del partido, ahí estaba Mandela. Una de aquellas encomiendas tuvo como contexto la Campaña de desafío de las leyes injustas. El CNA iba a dirigir una carta al mismísimo Daniel Malan indicándole la forma, el modo y, ante todo, los plazos que le marcaban para la anulación de ese cuerpo legal irreconciliable con la dignidad y con los derechos de los negros y de las minorías india y mestiza. La carta debía ir firmada por el presidente del CNA, James Sebe Moroka, que sería arrestado precisamente con motivo de la Campaña de desobediencia civil. Camino de Thaba ‘Nchu, Mandela se acercó demasiado a un par de chavales blancos que iban en bicicleta por la carretera. Uno de ellos, sin percatarse de la presencia del vehículo, invadió el carril e impactó levemente contra el coche. Bicicleta y muchacho se desparramaron por la carretera. A pesar de lo aparatoso del golpe, el chico no se lastimó, pero un camionero que pasaba contempló la escena y avisó a la policía. Un negro había atropellado a un chico blanco. Nelson Mandela, en su autobiografía recuerda bien el episodio, porque uno de los agentes que llegó hasta el lugar de los hechos le dijo en afrikáans: «Kaffer, jy sal kak vandag», algo así como: «La acabas de cagar, cafre». Mandela, preocupado por el chaval y por la situación, no se arredró. «Estaba conmocionado por el accidente y me consternó la violencia de sus palabras, pero le dije con toda firmeza que cagaría cuando quisiera, no cuando me lo dijera un policía»11. Eso, como era de esperar y como Mandela sabía, solo podía empeorar las cosas. Lo agravó su respuesta, como también el ejemplar de la revista The Guardian, tildada de izquierdista en la Sudáfrica del momento, que el sargento encontró debajo de la alfombrilla del coche. La carta que debía firmar Moroka quedó a salvo bajo su ropa. Con la publicación en la mano, y con el Partido Comunista ilegalizado, Mandela se convirtió en carne de cañón para un arresto seguro. El agente no se cohibió de gritar nada más que a los vientos el hallazgo de aquella presa. Lo hizo, como era de esperar, en afrikáans: «Wragtig ons het’n Kommunis gevang». Traducido, aquel mensaje era como el vozarrón del grumete al avistar tierra desde lo alto del mástil: «Válgame, hemos cogido a un comunista». La entonación iría encadenada a varios signos de exclamación que equivalían al deber cumplido, al reconocimiento de los compañeros y al hecho de acabar, poco a poco, con la plaga de comunistas –y encima negros– que termiteaban el país.
La predicción no siempre se cumple, y Mandela pudo continuar un viaje que, sin embargo, prosiguió accidentado. Por la mañana, después de una noche de conducción casi eterna, se quedó sin combustible. Con un bidón vacío en la mano, Mandela se acercó hasta una explotación agrícola donde una mujer mayor, y blanca, directamente le dijo que para él no tenía gasolina. En realidad, la mujer podía haber dicho que no tenía gasolina ni para él, ni para nadie que fuera como él. Pero resumió el mensaje. Para él no había nada que vender ni que prestar ni que regalar. Siguió caminando, lo que le permitió razonar un cambio de estrategia. La situación no daba para orgullos estériles, sino para una humildad práctica, aunque fuera falsa. Por eso, en la siguiente granja, Mandela se dirigió al granjero con el término baas, que significaba amo o patrón. Odió la palabra y lo que ella denotaba y connotaba, pero obtuvo el combustible.
La secuencia que siguió fue sencilla. Llegó a Thaba ‘Nchu. Moroka firmó el documento. Mandela volvió a Johannesburgo.
Lo que vino después, no lo fue tanto. El CNA advirtió al Gobierno de que debía derogar las seis leyes antes del 29 de febrero de 1952. Si no lo hacía, se sentían legitimados para emprender acciones fuera del marco legal para conseguirlo. Malan respondió con un lenguaje que no auguraba nada bueno. El Gobierno tenía, en su opinión, la autoridad suficiente para tomar cualquier medida que considerara oportuna frente a aquella postura. Cualquiera era cualquiera.
Mandela, en su autobiografía, calificó este momento como una declaración de guerra. En cualquier caso, aquello sirvió para preparar la desobediencia civil como forma de lucha contra la injusticia. Después de varias manifestaciones por las principales ciudades del país, el CNA y el Congreso Indio de Sudáfrica (CISA) anunciaron el 31 de mayo que la Campaña del desafío comenzaría el 26 de junio de 1952, cuando se cumplía el segundo aniversario del Día nacional de protesta. Mandela fue el responsable en su organización, de reclutar voluntarios y de recaudar fondos. La campaña se preveía difícil. El objetivo era la resistencia pacífica a la acción del Gobierno, lo que podía suponer el arresto y encarcelamiento de los voluntarios. «Uno de los objetivos de la Campaña de desobediencia civil de 1952 fue... imbuir cierto espíritu de resistencia ante la opresión; no tener miedo al hombre blanco, al policía, a su cárcel, sus juzgados..., y aquella vez 8.500 personas fueron a la cárcel deliberadamente porque rompieron leyes cuya intención era humillarnos y mantenernos aislados, reservar determinados privilegios a los blancos. Rompimos aquellas leyes y nos expusimos al encarcelamiento, y como resultado de campañas de esa naturaleza conseguimos que nuestro pueblo ya no temiera la represión, que estuviera preparado para desafiarla Y si un hombre puede enfrentarse a la ley e ir a la cárcel y salir de ella, no es probable que ese individuo se deje intimidar por la vida carcelaria»12.
Uno de los actos simbólicos de aquella campaña fue la quema del carné que habilitaba la circulación de los ciudadanos negros, el conocido pass. Mandela fue el primero en hacer arder aquel documento, antes de lo cual «escogió el momento y el lugar que podían causar el máximo impacto en los medios. Las fotografías de la época le muestran sonriendo para las cámaras mientras infringía aquella ley fundamental del apartheid. En el plazo de unos días, miles de personas negras siguieron su ejemplo»13.
La campaña contemplaba dos niveles de acción. En la primera, grupos reducidos de voluntarios irrumpirían en espacios exclusivos para blancos. Trenes. Bancos. Playas. En este caso, incluso se preveía avisar a las autoridades del tipo de acción que se pretendía desarrollar para que las detenciones y acciones policiales fueran lo menos violentas posible. La segunda, sin acuse de recibo, pretendía movilizaciones masivas y paros organizados por todo el país. Cuatro días antes de la Campaña tuvo lugar el Día de los voluntarios, en el que Mandela ofreció un mitin a cerca de 10.000 personas. Todo estaba a punto.
La primera acción fue en Port Elizabeth. Un grupo de 32 voluntarios entró en la estación de tren por la puerta de los ciudadanos blancos. Fueron detenidos; los primeros de un total de 250 voluntarios que se habían saltado de forma pacífica las normas del apartheid. Entre ellos estaba Mandela, que fue abordado por la policía cuando regresaba a casa después de un duro día de trabajo. Eran ya más de las once de la noche, por lo que estaba vigente el toque de queda, y un ciudadano negro no podía circular por la calle sin un permiso extraordinario. Entre sus planes no estaba ser