Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
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Antes de esa breve detención ya había pasado por la cárcel. Bueno, hablar de cárcel sería mucho. Pasó apenas un día en el calabozo no por participar en la Campaña de desobediencia civil, sino por pasar a un baño para blancos. ¿Se equivocó al leer el letrero que determinaba quién podía orinar o no en ese lugar o convirtió aquello en un gesto simbólico de lucha contra todo un sistema? En una conversación con Richard Stengel, y entre risas, reconocería que fue por un error. Aunque esa sonrisa escondía, quizás, otra intencionalidad14.
Durante la campaña, al final fueron detenidas 8.500 personas. Entre los que estaban dentro y, sobre todo, entre los que no habían sido arrestados, se hizo viral un llamamiento dirigido al Primer Ministro: «Malan, abre las puertas de la cárcel. Queremos entrar». La estancia en prisión solía ser breve, apenas unos días que terminaban tras la asunción del pago de una pequeña multa, pero la repercusión del hecho fue mayúscula durante los seis meses que duró el desafío. El impacto tuvo un efecto directo e inmediato en el CNA, que multiplicó por cinco sus afiliados, pasando de 20.000 a 100.000 miembros. «Cometimos muchos errores, pero la Campaña de desafío abrió un nuevo capítulo en la lucha. Las seis leyes que habíamos cuestionado no fueron derogadas, pero no nos habíamos hecho ilusiones al respecto. Las habíamos elegido porque eran la manifestación más inmediata y visible de la opresión, y el mejor mecanismo para incorporar a la lucha al mayor número posible de personas»15, cosa que lograron con la primera embestida.
El 30 de julio de 1952, Nelson Mandela estaba trabajando en un despacho de abogados cuando llegó la policía con una orden de detención. Se le acusaba de violar la ilegalización del Partido Comunista. El requerimiento, replicado con otros líderes del partido en Johannesburgo, Kimberley y Port Elizabeth, era una nueva forma de actuar del Gobierno de Daniel Malan. La Policía se había hecho con documentación en diversas redadas en sedes del CNA y en casas de sus afiliados, lo que permitió la detención de militantes del partido, de la Liga Juvenil, del CISA y del Congreso Indio del Transvaal (CIT). James Sebe Moroka, presidente del CNA, Walter Sisulu o el propio Mandela se sentaron en el banquillo en un juicio que se desarrolló en septiembre de ese año en Johannesburgo. Eran, en total, 21 acusados. Si salían condenados, las autoridades descabezarían a los principales actores de la inestabilidad en la que se veía inmersa Sudáfrica desde el inicio de la Campaña de desobediencia. Si eso hubiera ocurrido, se habrían cumplido los planes del Gobierno, pero también los de los acusados, ya que estos habían planificado ser condenados en grupo. Sin embargo, Moroka se desmarcó y actuó por cuenta propia. Eligió un abogado diferente y en pleno proceso renegó de la causa anti-apartheid, expresó su convencimiento de que los negros nunca podrían tener los mismos derechos que los blancos y señaló a algunos de sus compañeros de banquillo como seguidores del Partido Comunista. Una traición en toda regla que quebró el ánimo del resto de los antiguos compañeros de brega. El juicio, que social y mediáticamente tuvo gran impacto entre la ciudadanía, se saldó con una condena de nueve meses de cárcel y trabajos forzados por «comunismo estatutario». La sentencia quedó en suspenso durante dos años. El juez tuvo en consideración que, a pesar del efecto de las movilizaciones, decidieron intencionadamente no utilizar la violencia.
Una de las cosas que cambió la Campaña del desafío fue el estigma del prisionero. Antes de la misma, ir a la cárcel se convertía en una rémora para el ciudadano negro, mestizo o indio. Ahora era casi un orgullo. Y había, al menos, 8.500 orgullosos ciudadanos de haberse plantado desarmados y pacíficos frente al mecanismo opresor del Partido Nacional. La campaña se fue desvaneciendo y a finales de año cayó casi por agotamiento y apatía. Era muy difícil mantener un alto nivel de emoción y actividad durante tanto tiempo. Además, frente a lo que algunos pensaban –que el Gobierno estaba noqueado por el impacto de las acciones de desobediencia–, el enemigo se mantuvo firme y tenía unos cimientos que ni siquiera habían comenzado a oscilar. La segunda fase de la campaña no llegó ni a plantearse, y el CNA se mostró incapaz de llevar la resistencia pacífica al ámbito rural. En las ciudades la repercusión había sido significativa. En el campo, apenas perceptible. Sin embargo, entre sus logros, uno se embutió en el alma de uno de los principales impulsores de la campaña, Nelson Mandela. Ahora sí, después de la participación directa en aquella protesta, tras su paso por la cárcel unos días, y con una condena en su expediente, se consideraba preparado para la lucha. Ese sería, sin duda, el momento de suscribir su compromiso de por vida contra el apartheid.
A finales de 1952, con la traición reciente de James Sebe Moroka, el CNA eligió nueva dirección. El presidente electo era un hombre más enérgico, Albert Luthuli. Mandela emergió ya como primer vicepresidente, cargo que se acumulaba a la presidencia del CNA en el Transvaal que ya ostentaba. Luthuli, que ocupaba el cargo de jefe tribal elegido por el Gobierno, recibió meses antes presiones del Ejecutivo para abandonar el CNA y renegar de la Campaña del desafío. Luthuli se negó y se reafirmó en la lucha no violenta contra el desafío del Gobierno del Partido Nacional. Hizo pública entonces una carta titulada «El camino a la libertad pasa por la cruz», en la que reincidía en su compromiso por la lucha no violenta y la resistencia pacífica. A pesar de la apuesta de Mandela por Luthuli, no pudo asistir a su elección, igual que le ocurrió unos años antes cuando se votó al ahora repudiado Moroka. Entonces un empleo recién estrenado imposibilitó su presencia. Ahora la causa vino de manos del Gobierno, que prohibió participar a 52 líderes políticos del país en mítines o encuentros durante seis meses. Junto a esa limitación para tomar parte en actividades políticas, se limitaban sus movimientos a Johannesburgo, ciudad de la que no podía salir. No podía hablar con dos personas a la vez. No podía ir a reuniones familiares. Se perdió el cumpleaños de su hijo.
Era, literalmente, un proscrito.
«La proscripción –dejó escrito Mandela– representa tanto un confinamiento físico como espiritual. Induce una especie de claustrofobia psicológica, que hace que uno añore no solo la libertad de movimientos sino también la de espíritu. Era un juego peligroso, ya que uno no se encontraba cargado de grilletes ni entre rejas. En este caso, las rejas eran leyes y reglamentaciones que eran fáciles de violar, y a menudo se violaban. Era posible escapar sin ser visto durante breves períodos de tiempo y disfrutar temporalmente de una libertad ilusoria. El efecto más insidioso de aquellas prohibiciones era que llegaba un momento en que uno podía acabar pensando que el opresor no estaba en el mundo exterior, sino dentro de uno mismo»16. Aquella sería la primera de muchas.
A pesar de que el partido diseñó, con su nueva dirección, una nueva estructura, Mandela era consciente de que el Gobierno podía plantear en breve la ilegalización tanto del CNA como del CISA, igual que hizo antes con el Partido Comunista, por lo que debían organizarse de tal modo que el movimiento no desapareciera, la lucha no se perdiera y las ilusiones de tantos ciudadanos negros no mutaran en una profunda decepción. Desde el partido le pidieron idear un camino alternativo que les permitiera trabajar en la clandestinidad. Aquello se denominó Plan Mandela o, en clave, Plan M. El propio Mandela, proscrito en Johannesburgo, participó en encuentros y reuniones formativas furtivas, normalmente por la noche, para establecer la que sería forma de organización del partido cuando estuviera fuera de la ley. El objetivo era «consolidar el mecanismo administrativo del CNA. Permitir la difusión de importantes decisiones tomadas a un nivel nacional a cada miembro del organismo sin necesidad de reuniones públicas, de declaraciones de prensa ni de circulares impresas. Crear, en las mismas ramas locales, congresos locales, que representaran efectivamente la fuerza y la voluntad del pueblo. Extender y dar más ímpetu a los vínculos entre el Congreso y el pueblo y consolidar la dirección del Congreso»17.
Esta estrategia, el Plan M, fue adoptada de forma desigual por el país, por lo que cuando llegó la ilegalización, el CNA no tenía una estructura sólida y engrasada para hacer frente a lo que habría de venir.