Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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nueve meses.

      III

      Daniel Malan

      (1948-1952)

      Aquel chico gritaba como si su vida y la de su familia le fueran en ello. Nada anormal para un vendedor de periódicos, cuya soldada dependía del número de ejemplares que fuera capaz de enjaretar a los clientes. Del portal del edificio salió un puñado de hombres tan negros como aquella noche. Salían distraídos, a lo suyo, hasta que el chaval que ofrecía el Rand Daily Mail y, ante todo, sus voces, les pusieron sobre aviso. Después de todo el día reunidos, no tenían ganas más que de volver a casa y reconfortarse en el calor del hogar. Pero no sería así. Las noticias que cantaba aquel mozo eran las que nadie esperaba. La noche era la del 26 de mayo de 1948. El escenario de la secuencia, una calle de Johannesburgo. Los protagonistas, Oliver Tambo, Nelson Mandela y otros compañeros del CNA.

      Mandela pasó todo el día con Oliver Tambo y otros líderes del partido. Ese día había elecciones generales y todo el mundo esperaba la victoria del United Party de Jan Smuts. Apenas dedicaron tiempo a cambiar impresiones sobre un hipotético –por poco probable– cambio de titular en el sillón presidencial de Pretoria. Cuando abandonaron, ya de noche, la reunión, un chaval vendía periódicos. El Rand Daily Mail les avisó de lo que habría de venir. Había ganado el Partido Nacional de Daniel Malan. Frente a la sorpresa inicial y al desaliento que generaba la ideología del partido que gobernaría el país, Oliver Tambo trasladó a sus compañeros una alegría matizada. Al menos, no habría que mirar de reojo quién era el enemigo del pueblo negro y qué podría hacer a partir de ahora. Desde el 27 de mayo de 1948, el enemigo venía, orgulloso, de frente. Y llegaba dispuesto a aniquilarlos, si hacía falta.

      El Partido Nacional, de la minoría afrikáner, se impuso en las elecciones generales de Sudáfrica al United Party, del general Smuts, e impulsó el apartheid, concepto que literalmente significaba «desarrollo por separado». Malan, fundador y teórico del apartheid ganó. Su símbolo, una esvástica. Su eslogan: «El lema racista de Hitler es nuestro lema». La campaña giró principalmente en torno a un par de cuestiones. Una de ellas, la II Guerra mundial, en la que Smuts había hecho participar a Sudáfrica del lado de los aliados, frente al Partido Nacional, que rechazaba a los británicos y se ponía del lado del nazismo. La otra cuestión relevante, y por la que el Partido Nacional pasaría a la historia, era la racial. O, de modo más concreto, lo que ellos denominaban como el swart gevaar (el peligro negro). Frente al eufemismo habitual en el discurso político, el Partido Nacional manejó ideas elocuentes de lo que habría de ser su ejecutoria hasta el final del apartheid, el odio al diferente. Una de ellas rezaba, en su afrikáans nativo: «Die kaffer op sy plek» (el negro en su lugar); la otra advertía: «Die koelies uit die land» (los coolies –término despectivo con el que se referían a los indios–, fuera del país). De una forma más genérica, y no aludiendo ni a negros ni a indios, los miembros del Partido Nacional resumían su ideario diciendo: «El hombre blanco debe ser siempre el amo». Ello también fue posible por el amparo que dio a este ideario político la Iglesia holandesa reformada, que creía en el afrikáner como un pueblo elegido por Dios. «La justificación teológica de la discriminación racial se fue afinando cada vez más, alcanzando su punto álgido en el período inmediatamente antes y después del triunfo del Partido Nacional en 1948. Uno de sus principales exponentes fue Daniel Malan. En 1954, dirigiéndose a un grupo de clérigos reformados en Estados Unidos, dijo: “La diferencia de color es simplemente la manifestación física del contraste entre dos formas de vida irreconciliables, entre barbarismo y civilización, entre paganismo y cristianismo”. Malan sigue diciendo: “El apartheid se basa en lo que el afrikáner cree que es su llamada divina y su privilegio... Nuestra historia es la obra de arte más grande de todos los siglos. Nosotros conservamos esta nacionalidad como nuestro don más preciado, porque nos fue otorgado por el mismo Arquitecto del Universo”»1.

      Los negros, frente a esa elección divina, eran ciudadanos de segunda clase.

      Aquella noche, y a pesar de la advertencia de Tambo, no había tiempo para la reflexión. Advirtieron, con el paso del tiempo, que la propuesta del Partido Nacional no hacía nada más que institucionalizar la división racial que ya sufrían millones de sudafricanos casi desde el origen de los tiempos. Así lo reconocería el propio Mandela con los años: «La declaración formal de los principios políticos que alentaban el partido de Malan era conocida como apartheid. Era una palabra nueva, pero resumía una idea ya vieja. Significaba literalmente “segregación”, y representaba la codificación en un sistema opresivo de todas las leyes y normas que habían mantenido a los africanos en una posición de inferioridad respecto a los blancos durante siglos. Lo que hasta entonces había sido una realidad más o menos de facto iba a convertirse de manera inexorable en una realidad de iure. La segregación había sido a menudo implantada sin orden ni concierto a lo largo de los anteriores 300 años. Ahora, iba a consolidarse en un sistema monolítico que era diabólico en sus detalles, implacable en sus propósitos y despiadado en su poder. El apartheid partía de una premisa, que los blancos eran superiores a los africanos, los indios y los mestizos. El objetivo del nuevo sistema era implantar de modo definitivo y para siempre la supremacía blanca»2.

      En una derivada menos relevante, lo inglés quedaba relegado a un plano secundario. El afrikáans, hablado por la minoría, pasaba a ser lengua oficial. El resto, quedaba a rebufo del imperio de la ley, de su ley, que pretendía ante todo el mantenimiento de un estatus económico y político que no entendía ni de justicia ni de igualdad.

      Los blancos, que conservaban las tierras, negaban cualquier derecho a la población negra. Los no blancos debían desarrollarse en bantustanes o reservas tribales. El Partido Nacional promulgó en los años siguientes, para amachambrar su supremacía, un conjunto de leyes que dio forma al apartheid. A pesar de que 1948 marcó la ruptura definitiva entre los privilegios de los blancos y el sometimiento de los negros, la historia de segregación había arrancado mucho antes. En 1913 el Gobierno sudafricano había aprobado la Ley de tierras de nativos, por la que la minoría blanca acaparaba el 87% del territorio del país. La herida por esa injusticia aún sangraba cuando el Partido Nacional llegó al poder y apretó más las condiciones que debían cumplir los negros para ser poseedores de tierras. Los pocos resquicios legales que manejaban para ser propietarios de un suelo sobre el que levantar su casa se vieron reducidos considerablemente.

      Otras leyes previas a la llegada de Daniel Malan al poder, aprobadas entre 1923 y 1927, ya habían organizado los suburbios de los negros que nutrían de mano de obra el tejido industrial sudafricano; ya habían establecido qué trabajos podían ocupar los negros y habían limitado el peso de los jefes tradicionales africanos frente a la Corona británica. El cerco ya era oprimente antes de la llegada del Partido Nacional. Con ellos en el poder, la opresión se convirtió en asfixia.

      Daniel Malan comenzó con fuerza su mandato. Habida cuenta del impulso que habían adquirido los sindicatos, especialmente los mineros, expresó su deseo de controlar o reprimir el movimiento de los trabajadores y retiró el derecho de representación de los mestizos en el Parlamento. Uno de los principales artífices del apartheid, Hendrick Verwoerd, ministro de Asuntos Nativos, recordó de forma categórica que «no hay sitio para el bantú en la comunidad europea por encima del nivel de ciertas formas de mano de obra... ¿Qué sentido tiene enseñar matemáticas a un niño bantú, cuando no va a poder aplicarlas?»3.

      Al año siguiente de su elección, el Gobierno de Malan prohibió los matrimonios mixtos, aprobó la Ley contra la inmoralidad, que ilegalizaba las relaciones sexuales entre blancos y miembros de otras razas; así como la Ley del censo y población, que convertía el color de la piel en fundamental para establecer el tipo de ciudadanía de los sudafricanos. Este cuerpo legal, intrínsecamente injusto, obligaba a la Oficina del Censo a guardar fichas de todo el mundo de acuerdo al color de su piel. Por esta legislación

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