Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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Mines y de otras tantas compañías trataban de mantener cierta paz social. Sin embargo, si este objetivo no se cumplía y se producían enfrentamientos entre unos y otros, la empresa se ponía de perfil y no gastaba ni un gramo de sus energías –ni de sus recursos– para cuidar a su mano de obra, sabedora de que en los bantustanes la gente seguía anhelando el sueño de la gran urbe, de Johannesburgo, la ciudad del oro.

      Su primer y efímero éxito como amigo de un respetado miembro del equipo de oficinistas fracasó porque Piliso les pilló en la mentira. Ni era hermano de Justice ni el regente había sugerido a Crown Mines su admisión. Fue despedido. Se acabaron las monedas regaladas, la envidia de los compañeros y un trabajo sin demasiadas exigencias.

      Justice, a pesar de la patraña, mantenía una buena agenda de contactos de su padre. Por eso no dudó en recurrir a un antiguo amigo del regente que, además, ocupaba un alto cargo en el ya pujante Congreso Nacional Africano, A. B. Xuma. A través de este, y por la circunvalación de un tercero, llegaron de nuevo con una solicitud de trabajo a Crown Mines a la que tuvo que dar respuesta Piliso, el capataz. Esta vez no hubo turno de réplica ni tiempo para la duda: los echó de allí sin contemplaciones.

      El despido trajo a Mandela un nuevo compañero de viaje, su primo Garlick Mbekeni, con el que se fue a vivir y con el que emprendió la azarosa tarea de encontrar un nuevo empleo.

      La nueva búsqueda de trabajo le llevó a ver a un importante agente inmobiliario en Market Street, era Walter Sisulu, pieza destacada de una agencia especializada en la compraventa de inmuebles para negros.

      La oficina de Market Street supuso el descubrimiento de un mundo protagonizado por ciudadanos negros, algo impensable para él hasta entonces. El fogonazo sucedió por medio de la secretaria de Sisulu. A aquella entrevista de trabajo fue con su primo Garlick: «Nos sentamos en la sala de espera del agente inmobiliario mientras una bonita recepcionista africana anunciaba nuestra presencia a su jefe en el despacho que había dentro. Una vez transmitido el mensaje, sus ágiles dedos bailaron sobre el teclado de una máquina mientras escribía una carta. Jamás en mi vida había visto un mecanógrafo africano, y menos aún una mecanógrafa. En los pocos despachos oficiales y empresariales que había visitado en Umtata y Fort Hare, los oficinistas habían sido siempre blancos y varones»2.

      Aquello era Johannesburgo, un ambiente completamente diferente a todos los lugares por los que había pasado antes. De su aldea natal a Qunu sintió que había un escalón. De ahí a Mqhekezweni, entendió que había subido un tramo de golpe. Pasar a Clarkebury equivalió a una zancada de un piso de altura. Fort Hare, más de lo mismo. Pero Johannesburgo fue diferente. Era una ciudad que impartía lecciones casi en cada baldosa de sus aceras. Aquí entendió que no era necesario que un negro tuviera un título universitario para triunfar en la vida. Aquello, que casi se había amachambrado en su mente en las distintas etapas formativas que había completado, se había venido abajo con estrépito tras los primeros contactos con Walter Sisulu, ese hombre negro de impecables trajes grises cruzados, inglés fluido y don de gentes que se había convertido en una referencia para muchos sudafricanos que querían emprender una nueva vida en Johannesburgo. Sisulu no había terminado ningún ciclo universitario. El modelo en el que se miró entonces, y en el que seguiría mirándose años y años, rompía el tinglado que tanto trabajo había costado levantar a Nelson. En Johannesburgo la universidad no garantizaba, en principio, nada más que un título. Nada más.

      Después de un breve período en casa de su primo Garlick se fue a vivir con el reverendo J. Mabutho a Alexandra, una barriada de apenas ocho kilómetros cuadrados a las afueras de Johannesburgo. En aquel momento, Alexandra también era conocida como la ciudad oscura por la ausencia de suministro eléctrico. Fue el primer contacto de Nelson Mandela con un entorno donde la segregación era más que evidente: «Allí aprendí a adaptarme a la vida urbana y entré físicamente en contacto con todos los males de la supremacía de la raza blanca. Aunque el distrito segregado tenía edificios bonitos, era el típico suburbio pobre, superpoblado y sucio, con niños desnutridos deambulando por ahí desnudos o vestidos con sucios harapos. [...] A pesar de eso, Alexandra era más que un hogar para sus 50.000 residentes. Al ser una de las pocas áreas del país en las que los africanos podían adquirir bienes inmuebles de propiedad y gestionar sus propios asuntos lejos de la tiranía de las regulaciones municipales, era tanto un símbolo como un reto»3.

      Los primeros pasos de Mandela en Johannesburgo fueron una secuencia de mentiras que le hicieron perder trabajos y lugares donde vivir. Esas mentiras, o esas verdades contadas con matices, esos relatos que bordeaban lo real con lo imaginado sostuvieron sus primeros tiempos en la gran ciudad. Los embustes que arrastraba desde su huida de casa del regente provocaron que también tuviera que abandonar la casa del reverendo cuando este se enteró por terceros de las trapacerías de su joven inquilino. La salida de su nuevo y efímero hogar tuvo algo de pedagógico. El reverendo dio ejemplo con él y le mandó al purgatorio de la búsqueda de una nueva casa. Eso sí, fue una penitencia con indulgencia incorporada, ya junto a la expulsión hizo posible que Nelson se instalara con la familia Xhoma, que vivía en el vecindario.

      Tuvo que comenzar una nueva vida. Físicamente en una habitación con el suelo de tierra apelmazada y techo metálico, sin calefacción, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Una chabola. La nueva dirección del joven Nelson estaba en Alexandra: Séptima Avenida número 46.

      Alexandra era una ciudad de contrastes. Más bien era un suburbio de contrastes. Mejor dicho, era solo un suburbio.

      Las apariencias, en Alexandra, no eran ni más –ni menos– que eso. Alguna fachada ilustre o un edificio resultón por aquí y otro por allá no podían apagar el resplandor siempre original del hambre; o el silencio siempre dañino de la suciedad de los niños de la calle; o que las fuentes de agua potable se alternaran casa sí y casa no, y que cada caño fuera el responsable del suministro de varias unidades familiares; o ese olor a humo de unas cocinas que no siempre ardían por la noche debajo de un puchero; o de ese gris marengo que reinaba en la noche alexandrina, cuyas calles casi nunca se iluminaban haciendo justicia a su apodo.

      Alexandra, la ciudad oscura. Alexandra, un enclave con el vaso medio vacío, donde la oscuridad era muy diferente a la del Transkei, donde las estrellas se encargaban de llevarle la contraria a la realidad.

      Lo mejor, que no era otra cosa que la vida sin aditivos, naufragaba o braceaba sin piedad en Alexandra. La vida sin más. Mucha vida en términos cuantitativos, porque más que ordenación urbana aquello parecía un desorden apelotonado. Lo peor de aquella sucesión de vidas, también sin aditivos, ocupaba los papeles principales y secundarios de aquel lugar. Muerte y violencia con un linaje de ocho apellidos. Y alcohol, mucho alcohol. Había casi más, o casi tantos, bares clandestinos –los conocidos como shebeens, en los que se bebía cerveza casera de baja calidad y menos control sanitario– que fuentes de agua potable. Aquellos tugurios gozaban de una buena salud que convivía con la mala muerte que, a la corta o a la larga, aseguraba el consumo masivo de esa cerveza que se vendía por unas pocas monedas. El dinero que se empleaba en alcohol del malo hubiera venido muy bien en las esqueléticas despensas de Alexandra.

      Ahí, donde Cerbero custodiaba sus puertas con sigilo, Mandela encontró algo en apariencia impensable, una especie de paraíso colectivo: «Al ser una de las pocas áreas del país donde los africanos podían adquirir propiedades libremente y hacerse cargo de sus propios asuntos, un lugar donde la gente no tenía que aceptar la tiranía de las autoridades municipales blancas, Alexandra era una tierra prometida urbana, una prueba de que nuestra gente había roto sus vínculos con el campo convirtiéndose en habitantes permanentes de la ciudad. El Gobierno, en su intento de mantener a los negros en el campo o en las minas, sostenía que los africanos eran por naturaleza un pueblo rural, mal adaptado a la vida en la ciudad. Alexandra, a pesar de sus problemas y defectos, desmentía tal aseveración»4.

      La táctica de vencer a través de la división que pregonaba con hechos el Gobierno

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