Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín Caminos

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era comprendido por su actitud que, en cierto modo, parecía altiva, aquella semilla se unió a la que sembró Meligqili el día de su circuncisión. Tardarían en germinar. Pero lo harían.

      Una compañera de Clarkebury, Mathona, fue, posiblemente, la primera mujer en la vida de Mandela, aunque no lo fuera en el plano estrictamente sentimental. Fue la primera mujer en la que confió, con la que se sinceró y con la que trabó una profunda amistad. Al final, Mathona, que no vivía interna en el centro, tuvo que abandonar los estudios por la falta de posibilidades económicas de sus padres.

      La frustración en carne ajena que experimentó Mandela no le descentró y obtuvo el certificado que expedía Clarkebury en apenas dos años, en lugar de los tres que contemplaba el programa normal. Más que a sus capacidades innatas, Nelson Mandela consiguió aquel logro gracias a su tenacidad y a su capacidad de trabajo.

      Todavía faltaba mucho para que sus horizontes se abrieran de manera definitiva. El paso por Clarkebury no le había hecho tomar conciencia de la existencia de un mundo más allá de su trabajo al servicio del rey de los thembus.

      Ya con 19 años, Nelson Mandela se trasladó a Healdtown para estudiar en el colegio metodista de Fort Beaufort. Allí coincidió con Justice. Después de dos cursos en Clarkebury, se reunía de nuevo con el hijo de su mentor.

      Fort Beaufort era el más importante centro educativo del África austral, con cerca de 1.000 estudiantes, chicos y chicas, procedentes de todo el país. A pesar de ser una institución amparada por la comunidad xhosa, y en la que confraternizaban chicos de todas las comunidades autóctonas sudafricanas, la formación era típicamente inglesa: «El inglés culto era nuestro modelo; aspirábamos a ser “ingleses negros”, como a veces nos llamaban despectivamente. Nos enseñaban –y nosotros lo creíamos– que las mejores ideas eran inglesas, que el mejor gobierno era el gobierno inglés y que no había hombres mejores que los hombres ingleses»7. Uno de ellos, el rey Jorge VI, presidía, con un gran retrato, el comedor del colegio metodista.

      De lunes a viernes la rutina de estudio, trabajo y deporte completaba casi todas las horas del día que no estaban dedicadas a dormir. Sin embargo, los pocos ratos libres de que disponían a diario, más los fines de semana, las camarillas, los grupos y los corrillos se organizaban de acuerdo a la procedencia de cada alumno. Los xhosas gastaban su ocio con los xhosas. Los sothos, con los sothos. La lengua, las tradiciones y también una rivalidad no siempre bien entendida con sus convecinos, convertían el tiempo de descanso en un archipiélago de alumnos y alumnas a través del cual se podía trazar el mapa de las comunidades negras del país.

      Mandela comenzó a abrirse al mundo y a la igualdad en Healdtown. Su pertenencia a la familia real thembu había sido clave y, en ocasiones, casi hasta excluyente con el resto de las realidades que coexistían en el país. Sin embargo, ahora tenía amigos sothos, como Zachariah Molete, o su profesor de zoología, Frank Lebentele. Este último se casó con una joven xhosa de Umtata. El mundo de las identidades en Sudáfrica, que parecía monolítico en el ideal de Mandela, se comportaba ahora como una utopía con un sinfín de fisuras. Una de ellas fue la unión del propio Lebentele. Si quería conocer al pueblo sudafricano debía pensarlo en su globalidad, y no a través del microcosmos que personificaba cada una de sus etnias. Sudáfrica era mucho más que aquellas comunidades orgullosas pero fragmentadas.

      Su paso por la casa del regente le había permitido crecer en muchos aspectos, pero en otros seguía siendo el chico criado en el Transkei. En lo intelectual se abría paso a marchas forzadas a un mundo más cosmopolita y en el que convivían compañeros de diferentes procedencias y formación, pero en los usos occidentales en los que tanto se esmeraban en Fort Beaufort todavía andaba muy lejos de buena parte de sus compañeros. Eso provocó que no pocos domingos saliera del comedor hambriento y malhumorado ya que no sabía manejar bien la cuchara, el tenedor y el cuchillo. No pensaba autoinfligirse el severo castigo de mostrar a sus compañeros, y especialmente a sus compañeras, que no sabía manejar con la soltura necesaria los cubiertos. Prefería el hambre a la humillación.

      El rugir de las tripas no impedía, sin embargo, que el sentido de la justicia se alojara, poco a poco, en su interior. El reverendo Mokitimi y el doctor Wellington, dos de los responsables de Fort Beaufort, le nombraron prefecto durante el segundo curso, un cargo que tenía que ver con el mantenimiento del orden entre el alumnado. Uno de los cometidos de los prefectos era controlar que por la noche los chicos no orinaran fuera de las letrinas. Una noche no solo pilló a 15 compañeros cumpliendo con sus necesidades fisiológicas debajo de un porche, sino que junto a ellos estaba otro prefecto. Tuvo el dilema de delatar lo de unos, los alumnos, y callar lo del otro, el prefecto. Al final, no quiso romper la norma no escrita de mantener el respeto entre iguales, entre los prefectos, pero tampoco quiso señalar a los más débiles, a los alumnos. Muchos años después, Mandela reconocería que aquella injusticia le rascaba todavía la conciencia.

      Durante el segundo curso que Mandela estuvo en Fort Beaufort recibió un impacto similar al que provocaron las ya lejanas palabras de Meligqili el día de su circuncisión. Algo similar ocurrió en Healdtown cuando se presentó en el comedor el poeta xhosa Krune Mqhayi. Aquel hombre, uno de los grandes custodios de la tradición oral de la comunidad en la que se había criado Mandela, apareció ante los alumnos vestido con un karoos de piel de leopardo y una lanza en cada mano. La imponente puesta en escena de aquel hombre dejó boquiabiertos a todos. Poco elocuente y torpe en la elección de las palabras, generó un sentimiento de frustración entre los jóvenes que le escuchaban. Pero en una de sus idas y venidas encima del escenario golpeó con la punta de su lanza un cable del telón. Y ahí, en ese anecdótico tropezón durante la dramatización del discurso, cambió todo. Él calló. Los demás callaron, más expectantes que curiosos, hasta que retomó un discurso que ya nunca fue igual. Arrancó con una metáfora, para acabar con la realidad: «La azagaya (punta de la lanza) representa toda la gloria y la verdad de la historia africana; es un símbolo del africano como guerrero y como artista. Este cable metálico es un ejemplo de la industria occidental, competente pero fría, inteligente pero sin alma. Hablo no del contacto entre un trozo de hueso y otro de metal, ni siquiera del solapamiento de dos culturas; de lo que hablo es del choque brutal entre lo que es nativo y bueno, y lo que es foráneo y malo. No podemos permitir que estos extranjeros a quienes no les preocupa nuestra cultura se apoderen de nuestra nación. Predigo que algún día las fuerzas de la sociedad africana lograrán una histórica victoria sobre el intruso. Hace demasiado tiempo que hemos sucumbido ante los falsos dioses del hombre blanco. Pero algún día emergeremos de entre las sombras y desecharemos esas ideas venidas de fuera»8.

      La reacción de Mandela no fue la misma que un par de años atrás en la orilla del río Mbashe. No había nada malo en reconocer el valor de lo propio, nada malo en poner en entredicho los presuntos beneficios de los principios impuestos por los colonos blancos. No había rubor en intentar alcanzar las mismas metas, sentarse en los mismos sillones y optar a disputar la hegemonía a aquellos que ahora manejaban los designios del país, como si solo ellos pisaran aquella tierra.

      Esa percepción era algo que los hechos y un carácter dúctil moldearon con el tiempo en Mandela. No solo no establecería diferencias con el resto de comunidades negras sudafricanas, sino que con ellos, mestizos, indios o, incluso, blancos, logró derribar el muro de la vergüenza que se había levantado en Sudáfrica.

      A Fort Beaufort le siguió Fort Hare, la universidad en la que ingresó en 1939. Era la única para negros en Sudáfrica y donde completó dos cursos del grado de Historia. Tenía 21 años y comenzó a llevar esos trajes cruzados característicos del Mandela joven. Ostentaba ya ese porte alto, elegante y orgulloso. El primero de ellos, color gris y chaqueta cruzada, fue un regalo del regente antes de su ingreso en la universidad.

      Primero un pantalón recortado.

      Luego unas botas nuevas.

      Ahora un traje.

      La

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