Cara y cruz. José Miguel Cejas
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Ese gusto por lo maravilloso y lo extraordinario ha ido componiendo con el paso de los siglos otra «leyenda dorada», tan sugestiva como falsa; y ha dejado hasta nuestros días la falsa impresión de que el santo es una especie de «superhombre».
Esos hagiógrafos, además de escamotear y deformar la realidad, eluden el reto narrativo que plantean las existencias de estos hombres y mujeres: porque no resulta fácil explicar cómo pudieron mantener la sonrisa y la serenidad en medio de las intensas penalidades que marcaron sus vidas. Conviene tener presente que el hecho de que el hombre santo sepa que el dolor le ayuda a conformarse con Cristo, no hace que deje de sufrir.
A los que niegan la acción de la gracia en el alma y a los que consideran que la alegría es incompatible con el sufrimiento (porque este –piensan– conduce, inevitablemente, a la tristeza y la desesperación), la respuesta de los llamados santos19 ante el dolor corporal o espiritual les parece con frecuencia, además de incomprensible, deshumanizada y artificiosa. Y algunos la reducen a un mero fenómeno psicológico.
La actitud de san Josemaría, de san Juan Pablo II o de santa Teresa de Calcuta –por citar tres ejemplos entre los numerosos santos de nuestro tiempo20– solo se entiende con plenitud desde una perspectiva cristiana. Es bien sabido que Karol Wojtyla perdió a toda su familia –madre, padre y hermano– antes de cumplir veintiún años; y que Agnes Gonxha Bojaxhiu sufrió durante décadas una aridez espiritual, una noche oscura del alma que la hizo padecer profundamente.
Esa perspectiva proporciona la clave última de comprensión de esta realidad: la mujer o el hombre que sigue los pasos de Jesucristo, sufre; pero su corazón se esfuerza por identificarse con el del Crucificado, que no lanza gritos de desesperación desde el madero en el que le torturan, sino palabras de perdón y de esperanza.
Cuando se sufre unido al dolor y al amor de Cristo, el fruto no es nunca el rencor o la tristeza. El dolor, en sí mismo, no purifica: lo que eleva el alma, lo que la santifica, es el modo con el que se acoge ese dolor, sabiendo que tiene un sentido redentor, aunque desconocido en tantas ocasiones.
El rostro suele ser un delator formidable. Las fotografías de Escrivá adolescente le muestran sonriente y divertido, sin un asomo de amargura en la mirada, ni un rictus de desasosiego.
Lo mismo sucede con las fotografías de su padre: aunque su vida no fue precisamente un camino de rosas, no se advierte nada sombrío en ellas. Ceniceros –que me regaló una fotografía en la que José Escrivá, entre un grupo de amigos, mira hacia la cámara con un gesto entre guasón y divertidome insistía en esto: «era un hombre alegre, con gran sentido del humor y de muy buen carácter». Le apasionaba la caza y le gustaba tanto bailar, que era capaz de hacerlo, en frase hiperbólica de su esposa, «sobre la punta de un espadín»21.
«No le fue nada bien en los negocios –comentaba Josemaría, al evocar la figura de su padre– y doy gracias a Dios, porque así sé yo lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido [...], supo tener serenidad inmensa y llevar la contradicción con paz cristiana»22.
«El Señor iba preparando las cosas –continuaba diciendo–, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño, mis errores de adolescente...»23.
El joven Escrivá fue superando poco a poco sus errores de adolescente –su rebeldía interior ante la situación familiar– y esforzándose por dominar su carácter natural impulsivo y vehemente. A medida que fue creciendo, como es normal a medida que se consolida el carácter, la impetuosidad de su temperamento cobró mayor fuerza y en ocasiones daba «muestras de impaciencia, de nerviosismo y de brusquedad»24.
Era aficionado a la literatura y pronto pasó de las novelas de Julio Verne y Salgari a la lectura del Quijote. Y fue familiarizándose con los clásicos españoles, desde Lope a Quevedo. Esas lecturas dejaron huella en su estilo literario y en su sensibilidad, particularmente interesada en algunas dimensiones del arte, como la literatura o la arquitectura.
Su modo de ser no cambió demasiado a lo largo de su vida: conservó desde su adolescencia hasta su muerte la franqueza propia de las gentes de Aragón y un espíritu bromista, junto con la «profunda sensatez» de la que hablaba uno de sus compañeros de clase, Eloy Alonso25.
Hacia 1916 empezó a seguir apasionadamente el desarrollo de la Gran Guerra. Estaba al tanto de lo que sucedía en Irlanda y rezaba por las personas de aquel país que sufrían a causa de su fe26.
A los quince años sucedió en su vida un hecho externamente irrelevante que acabó marcando su existencia. Se ignora la fecha concreta, aunque no el periodo de tiempo en que ocurrió: entre las últimas fechas de diciembre de 1917 y las primeras jornadas de enero de 1918; es decir, pocos días antes de que cumpliera dieciséis años.
Navidades de 1917-1918. El impacto de unas huellas
Una noche de invierno cayó una fuerte nevada sobre la ciudad y durante la mañana siguiente27 Escrivá vio en la calle Mayor, en la zona que llamaban popularmente la costanilla, la impronta de unos pies sobre la nieve. Eran las huellas de algunos de los carmelitas descalzos que acababan de llegar a la ciudad dos semanas antes y cuyo convento quedaba cerca de allí28.
Esas pisadas conmovieron al joven Josemaría, y no solo por lo que significaban de sacrificio personal por parte de aquellos frailes. «Si otros hacen tantos sacrificios por amor de Dios –pensó–, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?»29. Le transmitieron un mensaje de perfiles confusos y dieron origen a un decisivo giro existencial.
«El Señor –escribía tiempo después– arrojó una semilla encendida en amor. Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección»30.
«Llama la atención –me comentaba Flavio Capucci31 en Roma a finales de los setenta–, que un chico de quince o dieciséis años, se conmueva hasta ese punto y decida entregar su vida a Dios tras contemplar unas pisadas sobre la nieve, fruto del amor a Dios de una persona».
Independientemente de lo que se podría denominar «fenomenología de la gracia y de la acción de Dios en cada alma», para Capucci esta reacción pone de relieve que Josemaría había madurado en su vida espiritual de un modo llamativo para su edad, con disposiciones de entrega generosa hacia el Señor.
Aquella mañana de invierno, mientras triunfaba en el extremo del continente europeo una revolución que tendría terribles consecuencias a lo largo de aquel siglo, tuvo lugar en su alma una de esas experiencias trascendentales que llevan a los jóvenes –según Aardweg– a tomar decisiones que comprometen decisivamente su futuro. Fue, en cierto sentido, lo que Víctor Frankl denomina «un descubrimiento del sentido existencial de la propia vida».
Josemaría comentó en diversas ocasiones, de palabra y por escrito, que aquellas huellas fueron una «llamada de Dios»; pero, una llamada... ¿a qué? A una entrega plena en su servicio, de eso estaba seguro. Mejor dicho: era lo único de lo que estaba seguro.
¿Dónde y cómo? Lo ignoraba32.