Cara y cruz. José Miguel Cejas

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Cara y cruz - José Miguel Cejas Caminos XL

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corrección que le habían enseñado en su casa14.

      Algunos choques culturales se manifiestan en cuestiones «menores» como el cuidado de la higiene o las normas de compostura y educación. Por ejemplo, la mayoría de sus compañeros –chicos con un deseo claro de entrega a Diospensaban (porque lo habían aprendido en sus hogares y era lo habitual en los pueblos y aldeas de las que procedían), que con mojarse la cara por la mañana y atusarse el pelo era suficiente; a pesar de que las autoridades del Seminario recordaban la necesidad de lavarse, porque dos años antes algunos alumnos habían padecido sarna.

      Comenzaron a burlarse de él. Les sorprendía que se lavara ¡todos los días! de pies a cabeza y el mote no se hizo esperar: «el señorito»15.

      Además, se acercaba con frecuencia a la Basílica para rezar, sin conformarse con los ejercicios de piedad «reglamentarios». Esa mezcla inusitada de espiritualidad y aseo llamó la atención en aquel micromundo presidido por un estereotipo social que dictaba que el verdadero hombre debía oler; y en concreto, oler mal. Alguno confundía la masculinidad con la mugre, y un día se le acercó un compañero que se secó el sudor del brazo en su cara, diciéndole:

      —¡Hay que oler a hombre!

      —¡No se es más hombre por ser más sucio!16 –le espetó Escrivá.

      La perspectiva del tiempo puede llevar a exagerar la aparente rudeza de la vida en aquel Seminario, que se correspondía con muchos usos y costumbres vigentes. Por esa razón conviene tomar con cierta prevención estas afirmaciones de Mainar, seminarista en aquel tiempo, que evocaba el ambiente de aquel centro eclesiástico con tintas sombrías:

      Yo conocí bien lo que era en aquella época –no sé lo que habrá sido en otras– porque viví en él durante siete años. Era mediocre, sin inquietudes, y contrastaba fuertemente con el nivel medio que reflejaban los alumnos procedentes de otros Seminarios y desplazados a Zaragoza por grados u otros motivos: era corriente la falta de aseo, el poco cuidado en el vestir, los escasos modales en comidas y juegos, que a veces eran hasta groseros [...].

      El nivel cultural humanístico era también muy poco elevado, parecía que los seminaristas no se interesaban por el cultivo del espíritu humano: la literatura, la música, el arte. Todo esto no iba con ellos; se preocupaban especialmente por lo que era medio inmediato de hacer una carrera en el mundo clerical. Todo esto puede explicarse fácilmente, pues la mayoría de los seminaristas de aquella época en Zaragoza procedían del campo, y en aquellos tiempos, el medio rural estaba muy descuidado.

      [...] Sentiría mucho que alguien interpretase mal estas líneas: yo solo me remito a unos hechos, muy justificables y razonables dada la época, que no impedían que de aquel Seminario pudieran salir –y salieron de hecho– hombres muy santos17.

      Herrando, que ha realizado varios estudios específicos sobre este Seminario, proporciona una visión documentada que ayuda a contrastar y poner en su punto las valoraciones quizá demasiado subjetivas de algunos seminaristas de aquel tiempo, como Mainar, o Val Olona, un compañero de Josemaría, que llega a afirmar: «Desde luego puede decirse también que las virtudes que pudiese tener entonces (Escrivá) –o que haya desarrollado luego– no las aprendió en aquel Seminario, porque allí no se aprendía nada. Recuerdo a un compañero que decía, años más tarde: “nosotros nos autoformamos”»18.

      Había carencias; era innegable; pero eran relativamente comunes en los seminarios de los años veinte: Zaragoza no era la excepción. Y a pesar de esas limitaciones, se cultivaban allí muchas virtudes, entre ciertas tosquedades que el paso del tiempo puede exagerar de forma injusta. El hecho de que salieran «hombres muy santos» no se corresponde con una visión negativa de aquel centro. Ciertamente, no contaba todavía con la figura del director espiritual y se tendían a descuidar los elementos formativos para centrarse en los disciplinarios. El Rector de Zaragoza, José López Sierra, se dedicaba a sus múltiples ocupaciones sacerdotales y pasaba poco tiempo con los alumnos, a los que solo veía cuando tenía que hacerles advertencias con castigos19. Pero esa situación pronto mejoró.

      El Rector se basaba, a la hora de juzgar la conducta de algún seminarista, en las valoraciones de los inspectores, que solían ser sacerdotes recién ordenados o seminaristas. Ellos eran los encargados de mantener el reglamento. Había dos inspectores: uno para los más jóvenes y otro para los alumnos de los últimos cursos.

      El joven inspector que tuvo Escrivá durante sus dos primeros años en Zaragoza20 mantuvo hacia él desde el principio, como atestiguaron varios condiscípulos, «una actitud inexplicable de rechazo y animadversión». Eso explica que el Rector se dejase llevar por el clima negativo que se creó en torno al recién llegado, y que, siguiendo la visión unilateral de este inspector, anotase a fin de curso: «caprichoso y orgulloso»; «trabajador: moderado»; «piedad: buena». En el apartado «vocación» escribió: «parece que la tiene».

      No avalaba el Rector estas impresiones con hechos concretos, ya que en lo que se refiere al comportamiento, Escrivá fue uno de los pocos alumnos del Seminario que no recibió ningún aviso o corrección durante aquel curso21.

      Ese clima de piedad, y también de pullas, dimes y diretes, ayudó a Escrivá a ir forjando su carácter. Durante gran parte de su existencia tendría que avanzar a contracorriente, y con frecuencia, en medio de incomprensiones mucho más enconadas, por lo que aquellas experiencias –cara y cruzconstituyeron un buen entrenamiento para el futuro.

      Fue un año de estudio intenso. A las cinco asignaturas de segundo de Teología se sumaron otras cuatro, ya que el plan de estudios de Zaragoza no coincidía con el de Logroño. Eso hizo que Escrivá comentara, años después, que a la hora de examinarse, tranquilo, «lo que se dice tranquilo, no iba nunca»22, aunque los resultados fueran buenos.

      De todas formas, lo que inquietaba a Josemaría no era la cuestión académica, sino los consejos del Rector que, sin conocerle –y basado únicamente en las opiniones del joven inspector–, llegó a decirle que no lo veía como sacerdote, y le aconsejó en varias ocasiones que se marchara. Escrivá no deja dudas sobre este punto, cuando afirma que –con la mejor de las intenciones, desde luego– el Rector puso «todos los medios» para que abandonara el Seminario.

      «¿Para qué quiero hacerme sacerdote? –se preguntó–. ¿Qué hago yo aquí?». El origen de aquella crisis no radicaba en una falta de generosidad o de disposiciones de entrega por su parte, como señala Herrando; todos los estudios sobre este periodo «aportan una documentación que pone de manifiesto una actitud interior de fe inquebrantable y de firmeza en su respuesta a la vocación»23.

      No se trataba de una «crisis de vocación sacerdotal», tal como se entiende habitualmente esa expresión. Sus preguntas interiores se debían –por decirlo de algún modo– a la falta de un «modelo de sacerdote» al que imitar.

      Su punto de referencia más cercano –su tío Carlos, el arcediano, tan distante afectivamente de sus padres– era la cara opuesta de sus aspiraciones íntimas. Escrivá no deseaba ser un sacerdote así, a pesar de que ese tipo de sacerdote fuera bastante habitual.

      Cuando trato de recordar el contraste entre tío y sobrino –recuerda Antonio Moreno, uno de los mejores amigos de Escrivá en aquel tiempo– me doy cuenta de que eran no solo dos maneras de ser muy diferentes, sino que incluso representaban dos formas diversas de concebir la vida del sacerdote. El tío era un eclesiástico cuyo horizonte era la carrera eclesiástica y que –al ser arcediano– tenía la sensación de haber llegado a la cumbre. Josemaría, en cambio, con ser de inteligencia despierta y de brillante personalidad, no tenía el menor interés en hacer

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