Cara y cruz. José Miguel Cejas

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Cara y cruz - José Miguel Cejas страница 12

Cara y cruz - José Miguel Cejas Caminos XL

Скачать книгу

      De todas formas, este suceso –excepcional y aislado– no caracteriza su comportamiento durante aquellos años, presididos por el estudio, la alegría, el esfuerzo por moderar su genio y adaptarse al modo de ser de los demás.

      En los ratos libres –recordaba su amigo Moreno– «bajaba a la iglesia de San Carlos. Se ponía muy cerca de la Sacristía, arrodillado. Desde luego, era el único seminarista que yo conocía que bajara a la iglesia en horas libres»40.

      Pasaba mucho tiempo rezando por las noches en la iglesia del Seminario y «ya desde joven –comentaba el dominico Ambrosio Eszer, relator general de la Congregación para las Causas de los Santos– el Señor le condujo a través de experiencias místicas que le llevaron a alcanzar las cumbres de la unión transformante: locuciones interiores, purificaciones y consolaciones que le hacían “sentir”, en toda su humildad, la acción impetuosa de la gracia, y que, como todos los verdaderos místicos, acompañaba con un rigurosísimo esfuerzo ascético»41. De esto dan testimonio sus apuntes personales.

      Al principio, como era previsible, sus compañeros le pusieron a prueba. Salió airoso y se ganó su respeto y confianza42, entre otras razones, porque «nunca tuvo formas autoritarias». Apunta Val Olona que «usaba de su autoridad con afabilidad, sin intemperancias»43.

      Sus informes reflejan una actitud comprensiva ante los fallos de sus compañeros: faltan –escribía– sin darse cuenta de que faltan. Esa comprensión –que sería un rasgo de su tarea formativa a lo largo de su vida– le llevó a reducir los castigos a lo imprescindible, y a no magnificar los problemas, resolviéndolos con su buen humor característico, que, en palabras de su amigo Moreno, acababa convirtiendo «los dramas en comedias»44.

      Sus años como inspector supusieron una experiencia positiva para el Seminario y fueron la primera forja de Escrivá en las tareas de dirección45. Se mantuvo unido al Rector y se esforzó por mejorar la urbanidad y la educación de los alumnos, al tiempo que reforzó la dimensión formativa de su encargo. «Quería aprender a hacer todo por amor y enseñarlo con el ejemplo a los seminaristas», recordaba años después46.

      Era «muy piadoso», escribe Arsenio Górriz, uno de sus compañeros: «se le notaba la vida de piedad más que por lo que hacía, por cómo lo hacía»47.

      «El sentido de amistad con todos era tan fuerte –añade Agustín Callejas, otro compañero– como el de su responsabilidad en el cumplimiento del encargo: nunca dejó en mal lugar a un seminarista ante los superiores [...]. Le estoy viendo ahora en la sala de estudio, avisando a alguno que enredaba con delicadeza y, si no le hacía caso enseguida, decía como pidiendo un favor: “¿no ves que me comprometes ante el Rector?”».

      Escribe Val Olona48: «No recuerdo haberle visto nunca enfadado. Creo que lo puedo señalar como una buena cualidad porque motivos –aunque fuesen pequeñas cosas– los había. Podía estar justificado el enfado de un inspector, de cuando en cuando. Nunca lo vi enfadado. Posiblemente le costaría este dominio de su temperamento. Tampoco le oí murmurar»49.

      «Yo recuerdo tantas virtudes de aquellos chicos –comentaba Escrivá, años más tarde–, muchos de ellos después mártires. Tantas cosas maravillosas recuerdo. Y recuerdo [...] que iba anotando con alegría: van mejor, se les ve crecer, Dios está aquí en esta alma... tantas veces»50.

      Su cargo de inspector le proporcionaba acceso directo a la biblioteca del Seminario, que contaba con numerosas obras clásicas y de espiritualidad. Esos años fueron posiblemente –como apunta Baltar– los más intensos y fructíferos en lecturas de su vida51.

      Al terminar la jornada leía algunas de esas obras en su cuarto y pasaba largo rato rezando, pidiendo por aquella misión cuyo contenido específico ignoraba: «¡Que sea! ¡Que sea!, ¡Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla!»52.

       Septiembre de 1923. En la Facultad de Derecho

      El 4 de junio de 1923, a finales del curso académico, dos anarquistas asesinaron al cardenal Soldevila. Escrivá, muy afectado por el hecho, veló su cadáver junto con otros seminaristas. Aquel suceso produjo gran consternación en el país.

      Durante aquel verano Escrivá concluyó cuarto de Teología con buenas calificaciones y el curso siguiente, cumpliendo el deseo de su padre y de acuerdo con su tío Carlos –que tenía sus propios planes para «la carrera eclesiástica» de su sobrino y deseaba «dirigirla» personalmente–, se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza y comenzó a asistir a clases como oyente53.

      Hizo amistad con varios profesores como Miguel Sancho Izquierdo, Carlos Sánchez del Río, Juan Moneva (que le llamaba afectuosamente «el curilla») y, sobre todo, con José Pou de Foxá, sacerdote y catedrático de Derecho Romano, al que consideraría con el paso del tiempo, además de un maestro, «un amigo leal, noble y bueno»54.

      Esa formación universitaria en la Facultad de Derecho tuvo gran trascendencia en su vida: le proporcionó una mentalidad jurídica55 y le facilitó un contacto directo con los afanes de la vida académica y civil. Muchos de sus profesores, como apunta Martin Schlag, eran «representantes de la que se ha denominado como Escuela Social de Zaragoza, uno de los núcleos más significativos del pensamiento cristiano-social de la época»56. Esa formación dejó una profunda huella en su pensamiento, que ya estaba sensibilizado en este aspecto por la educación familiar que había recibido.

      * * *

      Poco antes de comenzar primero de Derecho, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, entonces capitán general de Cataluña, había exigido al rey que le concediera plenos poderes; y Alfonso XIII, ante el temor a un golpe de Estado, había aceptado el establecimiento de una dictadura, pensando que respondía a los deseos de un gran sector de la opinión pública.

      Suárez y Comellas retratan a Primo de Rivera como un militar enérgico, simpático y no demasiado inteligente, pero «con intuiciones», que implantó el Directorio Militar como una situación transitoria, creyendo que todo se arreglaría con «diez o quince medidas bien tomadas», en un plazo de «cuatro o cinco meses».

      «Las cosas no eran tan fáciles. Tomó medidas eficaces, desa parecieron los desórdenes y el terrorismo, mejoró la economía, aumentó el empleo y la gente aplaudía cuando detenían a un político corrupto o multaban a un cacique. Pero la idea de que, arregladas las cosas, era posible volver “a lo de antes” se vio cada vez más complicada». No bastaba con sustituir a unas personas por otras: para que el país funcionara era necesario cambiar todo el sistema57. Además, era necesario un cambio de mentalidad, también entre los católicos.

      Luis Cano ha estudiado algunos rasgos de la mentalidad católica que dominaba en ese periodo, en el que se dieron algunos hitos históricos, como la consagración de España al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles, el 30 de mayo de 1919; el comienzo del pontificado de Pío XI, el 6 de febrero de 1922 y el llamamiento a la paz que hizo este Papa en su primera encíclica Ubi arcano, en unos momentos en los que el país «se encontraba atribulado por el terrorismo, la inestabilidad social y la guerra de Marruecos»58.

      «Los obispos –escribe Cano–, como la mayoría de los españoles, acogieron positivamente a Primo de Rivera. La difícil situación social y económica, el desgaste de la clase política, la interminable guerra de Marruecos, pedían aquel “cirujano de hierro” por el que había clamado Joaquín Costa y la

Скачать книгу