Cara y cruz. José Miguel Cejas
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Al igual que ocurre con la crisis que sufrió durante su adolescencia, no contamos con demasiados datos sobre este proceso íntimo, que tuvo lugar al final de su primer año en Zaragoza. Escrivá no habló demasiado de estas cuestiones. Solo comentó, años después, que «sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían»26. Y recordaba: «Dios escribe derecho con renglones torcidos»27.
«Parece que acabó el curso en Zaragoza –escribe Toldrácon intención de no volver: de hecho el Rector no envió ese año a don Hilario Loza, el párroco de Santiago, el oficio en el que le rogaba que informase sobre la conducta del seminarista durante el periodo estival»28.
Durante el mes de junio se produjo en África el llamado desastre de Annual: los rebeldes rifeños liderados por Abd El-Krim masacraron a unos ocho mil soldados y oficiales del ejército español en Marruecos, que quedaron sin enterrar, torturados o abiertos en canal, durante cuatro años. Aquella derrota conmovió al país y generó una fuerte crisis política.
Durante ese verano Josemaría estuvo charlando con Gregorio Fernández Anguiano, que había pasado a ser Vicerrector del Seminario de Logroño y le conocía bien. Este le tranquilizó y le reafirmó en su vocación. Hubo un cruce de cartas entre el Rector de Zaragoza y el Vicerrector de Logroño sobre la idoneidad de Escrivá para el sacerdocio. Para Fernández no había duda, ya que, como había puesto anteriormente por escrito, Josemaría había dado «pruebas claras de su idoneidad al estado eclesiástico»29 durante su estancia en el Seminario de Logroño.
Eso explica la sorpresa del Rector de Zaragoza cuando le vio regresar a comienzos del curso siguiente, en septiembre de 1921, «pues parece –escribe Toldrá– que ya no contaba con su presencia»30.
Durante aquel segundo curso en el Seminario, al conocerle mejor, se produjo en López Sierra un cambio radical de actitud y comenzó a darle ánimos. «Después de poner realmente todos los medios para que yo abandonara mi vocación (con intención rectísima hizo eso), fue mi único defensor contra todos»31.
López Sierra fue uno de los sacerdotes que más le influyeron durante ese periodo, junto con Antonio Moreno, Vicepresidente del Seminario de San Carlos. «Demostraba mucho espíritu sacerdotal, mucha experiencia pastoral y era muy humano –contaba Escrivá hablando de Moreno, tío de un condiscípulo y amigo suyo con ese mismo nombre–. Me contaba anécdotas muy gráficas, con gran sentido sobrenatural y pedagógico, que me hacían un bien enorme»32.
Durante el largo periodo académico Escrivá residía, al igual que sus compañeros, de forma ininterrumpida en el Seminario, sin vacaciones de ningún tipo, como se acostumbraba entonces. Tuvo ocasión de profundizar con calma en la llamada «cuestión social», y estudiar las enseñanzas de la Iglesia sobre estas materias, ante las que estaba especialmente sensibilizado, al igual que su padre. Entre ellas estaban las cartas del cardenal Soldevila sobre los problemas de los trabajadores.
El 22 de enero de 1922, mientras cursaba el segundo trimestre del tercer curso de Teología, falleció Benedicto XV. El 6 de febrero fue elegido Pío XI33.
Septiembre de 1922. Inspector del Seminario
En septiembre de 1922 se produjo un giro radical en la actitud de sus superiores.
Como hemos visto, durante el curso académico 1920-1921, el primero que pasó Escrivá en el Seminario de Zaragoza para estudiar segundo de Teología, el Rector le aconsejó vivamente que se marchara.
Durante su segundo año en el Seminario, en el curso académico 1921-1922, en que estudió tercero de Teología, el Rector pasó a animarle decididamente en su vocación y a defenderle «contra todos».
Y a comienzos del curso 1922-1923 –cuando se disponía a vivir su tercer año en aquel Seminario, para estudiar cuarto de Teología– le nombraron inspector del Seminario. Tenía veinte años y no había recibido siquiera las órdenes menores.
El mismo día que fue nombrado para el cargo, el 28 de septiembre, recibió la tonsura en la capilla del Palacio Arzobispal, mediante la cual entraba en el estado clerical, requisito necesario para ocupar cualquier cargo34.
El Rector llegó a confiar tanto en su criterio que un compañero del Seminario asegura que llegó un momento en que lo dejó prácticamente en sus manos. «Me parece que puede decirse que, en los últimos años de estancia en el San Francisco, era Josemaría la única autoridad»35. Y el mismo cardenal Soldevila no tenía reparo, cuando le veía junto con otros seminaristas, en dirigirse directamente a él. Es más, en ocasiones le llamaba para charlar a solas36, algo realmente excepcional37.
Aquel cargo supuso una prueba de fuego para Escrivá, que seguía esforzándose por cultivar virtudes y pulir defectos, como su impulsividad, fruto de su carácter fuerte.
Esa impulsividad le jugó una mala pasada pocas semanas después de su nombramiento como inspector. El 19 de octubre, Julio Cortés, un seminarista de cuarenta y cinco años, hombre de carácter difícil, comenzó a insultarle por la mañana cuando se encontraban en la catedral de la Seo, en presencia del Rector. Al día siguiente, ya en el Seminario, siguió agrediéndole verbalmente. La conversación fue subiendo de tono hasta que le dio una bofetada. Josemaría no dudó en contestarle con otra.
Tiempo después se lamentaría, más que por el castigo que les impuso el Rector, por el hecho de haberse dejado llevar por sus impulsos, aunque el responsable de la trifulca no había sido él, sino aquel seminarista que, años después, siendo sacerdote, pocos meses antes de fallecer, le escribió una carta pidiéndole perdón: «Arrepentido y de la forma más sumisa e incondicional. Mea culpa»38.
Aquel suceso le afectó especialmente por el mal ejemplo que podía haber dado a los seminaristas jóvenes. Pero en aquel tiempo tanto don Gregorio, al que se lo contó por carta, como el Rector de Zaragoza, testigo de los hechos, le conocían bien. Es más, el rector valoró positivamente su actitud ante el castigo que no tuvo más remedio que ponerle: «fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más le pegó, y profirió contra él palabras groseras e impropias de un clérigo, y a mi presencia le insultó en la catedral de la Seo»39.
Uno de sus profesores, Elías Ger –conocedor de estos percances– explicó, mientras daba clase, de forma indirecta, el fruto que podía sacar de aquellas «malas experiencias»:
Había una vez un comerciante que compraba canela en rama, y luego la pasaba por un molino de bolas muy bueno, que la convertía en polvo finísimo. Tenía un inconveniente, y es que cada vez que se estropeaba una de las bolas tenía que pedir ex professo el recambio a una fábrica de Alemania.
Hasta que un día se le gastaron todas las bolas y, cansado de tener que esperar a que llegaran de aquel país, se fue al lecho de un río, y tomó tres cantos rodados, duros como el pedernal, de tamaño más o menos parecido a las bolas originales. Los metió en el molino, y empezó a darles vueltas y vueltas... Al cabo de quince días, estaban pulidos y redondos como las bolas alemanas,