El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero страница 5
Y se dio a buscar culpables y cuestionárselo todo: los que hacían del dinero el fin de su existencia, el escandaloso lujo de la Iglesia y de sus altos cargos, la impiedad de infinidad de clérigos y la ausencia de vocación de sacerdotes dominados por la lujuria o la gula. Y se refugió en la obsesiva lectura de libros de vidas de Santos, de los Padres de la Iglesia, de los sermones del franciscano Bernardino de Siena. Y se le metió entre ceja y ceja dejar atrás Roma y emprender camino a Florencia, con el anhelo de escuchar de viva voz las prédicas del dominico Girolamo Savonarola, quien por entonces generaba no poca admiración entre las multitudes. Carlo acababa de cumplir diecisiete años y estaba en su derecho de elegir su propio camino.
Luego de haberse instalado en la ciudad de los Médici, el joven se consagró en cuerpo y alma a la oración y empezó a acudir a la iglesia de San Marco, en la que Savonarola, que había sido nombrado prior, subía al púlpito a diario. Y tanto calaron en Carlo los sermones de aquel dominico, a quien seguían enjambres de fieles, que le besaban los pies y las manos y le cortaban trocitos de la túnica, que al cabo de unos meses terminó por demandar su admisión en la orden. Y, como si una cosa llevase a la otra, desde hacía ya demasiado se comportaba como si no tuviera un padre y una hermana.
Ángelo continuaba mirándose al espejo, apreciando cómo de las comisuras de los labios se había adueñado un rictus que no sabía si interpretar de intranquilidad o de congoja por el futuro de su hijo, cuando llamó a la puerta de su dormitorio uno de los criados para hacerle llegar el recado que con tanta impaciencia esperaba, desde que se levantó no más hubo amanecido. Le alertaba de que disponían del tiempo justo para cubrir el trayecto que separaba su casa de la de madonna Alessandra. El carruaje con su tiro de cuatro caballos pulcramente enjaezados estaba preparado a la puerta y el cochero con dos mozos de librea también.
2
Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492.
Ángelo visita a su protegida Alessandra y ambos se hacen cábalas acerca de la elección del nuevo papa.
Fue el mismo criado de la vez anterior, un individuo de semblante amable y complacido de su suerte, quien lo acogió con una reverencia y le rogó que tuviera la bondad de seguirlo, que madonna Alessandra lo recibiría en sus aposentos. Mientras ascendía los peldaños de la escalera de mármol y alcanzaba el primer rellano, desde donde arrancaba el tramo que giraba a la derecha, Ángelo descolgó sus ojos del color de las castañas a la planta de abajo y los centró en el cortile de estructura cuadrada, ornado con esculturas de la mitología griega, al que ceñían columnas que soportaban los pisos superiores y le traían al recuerdo los patios de la Roma clásica. Luego de unos instantes llegaba a la primera planta, a cuatro pasos de la puerta que daba entrada a la sala en la que se figuraba a la señora de la casa. El criado la abrió sin llamar y, con otra reverencia, rubricada por una sonrisa sin doblez y el ademán de la mano, lo instó a acceder a su interior.
Alessandra estaba de espaldas, sentada al extremo de la mesa más próximo a la puerta, y ni se inmutó. Aguardó a que Ángelo avanzase a su altura, le besase la mano y articulase unas corteses palabras a modo de saludo. Su mirada lo recorrió de arriba abajo, sus labios compusieron un mohín que venía a testimoniar su aprobación por la resplandeciente gorguera, las calzas acuchilladas de tejido beige y el jubón del mismo tono, y lo invitó a que tomase asiento enfrente de ella. Al segundo se llevó la mano derecha a la frente como si se hubiera olvidado de algo, se levantó sin dar tiempo a que Ángelo le retirase el sillón con respaldo de terciopelo rojo, y se apresuró hacia la puerta de salida.
—Vuelvo enseguida —se disculpó a la vez que la abría y derretía a Ángelo con el fuego de sus ojos negros.
El banquero dio por hecho que a Alessandra le acuciaba una urgencia que no admitía demora y se empleó en fijar su atención en la pieza en que se había quedado en soledad y a la que, de resultas de los nervios y de un cierto envaramiento, no había echado cuentas en su anterior cita. La decoración, el mobiliario, la configuración de una mesa, cualquier detalle en suma, lo entendía, además de interesante, de lo más revelador, porque formaban parte de la personalidad de su propietario, en cierto modo venían a proporcionar o sugerir indicios sobre su manera de ser.
Tapices de Arras, cortinas y guadamecíes revestían las paredes y creaban un mundo de confort que estimulaba a las confidencias. El suelo lo ocultaban mullidas alfombras, que al pisar sobre ellas daban la impresión de estar recubiertas de pluma de ganso, y del techo, en el centro del mismo, colgaba una araña de plata y cristal, cuyos cirios fabricados a molde, que se encajaban en modernas virolas, aún no habían sido prendidos por el fuego y puede que no se encendieran hasta bien entrada la noche, por cuanto los días estaban siendo largos y luminosos y los postigos de las ventanas los habían abierto de par en par.
A su derecha, pegada a la pared, una vitrina dorada, de cuidada talla de madera de roble, exhibía vasos y copas de plata, de alabastro y de pórfido, así como lozas de Urbino y vidrio de Murano. A la izquierda, sobre patas torneadas y tallas en relieve, se apoyaban dos arcones que Ángelo supuso con ropa de casa en su interior, encima de los cuales se apilaban tres o cuatro joyeros abiertos, con oros y piedras preciosas. Y uno de los rincones lo acaparaba una mesita baja cuya superficie de mármol se la repartían un laúd, una viola, un cuaderno de música y libros lujosamente encuadernados y dejados caer a la buena de Dios, en un desorden estudiado hasta el último detalle.
—Ángelo, como habréis observado, la mesa ya está puesta, de manera que nadie nos va a importunar, mientras tengáis a bien hacerme el honor de acompañarme —Alessandra portaba una bandeja de plata y esparcía su mirada sobre el mantel de lino blanco, que presentaba una vajilla de porcelana y copas y jarras de vidrio con motivos florales—. Espero hayáis perdonado mi momentánea ausencia, pero las muy estúpidas de las criadas habían olvidado servir estos exquisitos mazapanes, que a buen seguro os traerán recuerdos de vuestros años en Siena. Los elabora un confitero, compatriota vuestro, que goza en Roma de un reconocido prestigio. Si preferís dulces de miel, de almendra, de nueces, o pasteles de hojaldre con carne de ciervo y de liebre, tomad cuantos gustéis.
—Vos siempre tan atenta. No teníais que haberos molestado.
Los ojos de Ángelo se fueron detrás del rumboso escote que culminaba el vestido azul cielo de seda, con mangas transparentes y estrechas, ajustadas a los puños con cenefas de perlas de Alessandra, quien, al volcarse sobre la mesa para posar la bandeja con los mazapanes, dejó ver algo más que el inicio de unos pechos bien formados y de justas proporciones, entre los que hacía equilibrios un ángel de oro tallado en un rubí que colgaba de un collar de perlas, obsequio suyo al poco de conocerse.
—Satisfaceros constituye para mí el más dulce de los placeres. Decidme de cuál de los vinos que he elegido para abrir boca os sirvo —a Alessandra, que humedecía la punta de los dedos en el aguamanil y tomaba una servilleta para secarse, no le había pasado inadvertida la fijación de Ángelo en sus pechos y, lejos de violentarse, se sintió halagada.
—Si no os importa, para mí un Lacryma Christi —Ángelo había trasladado la mirada al rojo de sus labios, que unido al mismo tono en las mejillas hacía resaltar más aún su tez de porcelana, en contraste con las sombras que se había dado en los párpados inferiores y el mentón. Su pelo negro lo recogía una corona de cabellos postizos entrelazados con cadenas de oro y perlas preciosas, y un velo de color marfil envolvía sus orejas.
—Yo