El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero

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El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero

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en casa del cardenal Borgia?

      —Sus progresos me tienen admirado. Y sus ansias de aprender, todavía más —cada vez que su protegida preguntaba por su hija, a Ángelo le asaltaba la duda de si lo hacía porque realmente le iba algo en ello o por quedar bien ante él.

      —¿Qué tal se os ha dado el día? —para Alessandra era una forma como otra cualquiera de reclamar a Ángelo que la pusiera al tanto de lo que se cocía en la ciudad.

      —Me ha visitado Johann Burchard, o, para ser más ajustado a la verdad, lo he invitado a comer yo a mi casa. De entrada, me mandó recado declinando mi invitación, pero luego se lo pensó mejor y se presentó cuando ya no lo esperaba. Mañana es el gran día, no se le va de la cara la tensión que tendrá que soportar y habrá juzgado que un rato de esparcimiento, libre de preocupaciones, no le vendría mal. Aunque a los postres, ya más expansivo por el vino, hemos acabado conversando de lo mismo de lo que conversa Roma entera y media cristiandad. En el fondo, Burchard es un enamorado de su quehacer, un vocacional, y a partir de mañana va a estar en su salsa.

      —Por nada del mundo me gustaría estar en su piel. No debe de ser fácil manejar a más de veinte cardenales, cada uno con su desbordado ego, habituados a ser ordeno y mando, a imponer sus condiciones —la esperanza de Alessandra se cifraba en que un día Ángelo se presentara en su casa trayendo del brazo al maestro de ceremonias del Vaticano, el hombre que dominaba los entresijos de la Santa Sede y el encargado de velar por el perfecto desarrollo de los cónclaves en los que se elegía al papa. No estaría de más departir con él y tirarle de la lengua.

      —De Burchard admiro su sangre fría, su disciplina y su minuciosidad. Y, más que nada, la experiencia. En la elección de Inocencio VIII ya estuvo al frente de la organización del cónclave, así que seguro que no se le pasa un detalle. Y cuenta con el apoyo inestimable de un diario en el que, desde el día que tomó posesión de su cargo, va anotando cuantas cosas atañen al Vaticano, por fútiles que parezcan.

      —Ese diario vale su peso en oro. Daría la más costosa de las joyas que me habéis obsequiado, por tenerlo un ratito en mis manos y ojearlo. A saber la de secretos que guardará. Lo mismo hasta nos desvela los remedios que, al objeto de alargarle la vida, los médicos aplicaron al papa en su agonía —Alessandra mojó los labios en su copa y chasqueó la lengua con coquetería.

      Entre la población de Roma había cundido el rumor de que, ante la insuficiencia renal que padecía y habiéndosele practicado sangrías sin resultado, a Inocencio VIII se le realizó una «transfusión» por vía oral de la sangre extraída a tres niños que acabaron por morir y a cuyos padres se les compensó con un ducado de oro. A este rumor vino a seguir el de que a lo largo de los últimos meses de su vida el único alimento que el pontífice ingirió había sido la leche que mamaba de una mujer.

      —Nunca Burchard revelaría un asunto de tal trascendencia. Todo lo que atañe a la intimidad del pontífice lo guarda tal que fuese un secreto de confesión —dijo Ángelo.

      —Eso le honra. Pero, con unas copas de más en el cuerpo, lo mismo os ha dejado caer al oído algo, si no interesante, al menos curioso —Alessandra no se daba por vencida.

      —Durante el almuerzo me ha hecho partícipe de las exigencias de los cardenales, algunas de ellas de lo más extravagante, para que en el interior de sus celdas se encuentren como en sus propios palacios y no echen a faltar nada —Ángelo esperaba que su cortesana se diese por satisfecha con las minucias que iba a referirle.

      —Siempre me he preguntado cómo será por dentro una de esas celdas, en las que duermen hasta haber elegido al santo padre — Alessandra escoltó sus palabras con un suspiro.

      El banquero vio el cielo abierto.

      —Lo que voy a revelaros me lo ha leído de su propio diario hace unas horas. Una mesa, una silla, un escabel. Un asiento para descargar el vientre. Dos orinales, dos servilletas, cuatro toallas de mano. Dos trapos para secar las copas. Una alfombra. Un arcón para la ropa, camisas, roquetes, toallas para la cara y un pañuelo. Cuatro cajas de dulces, un vaso de piñones con azúcar, mazapán, azúcar de caña, bizcochos y un pan de azúcar. Una jarra de agua. Un salero. Cuchillos, cucharas y tenedores. Una balanza pequeña, un martillo, llaves, un asador, un alfiletero. Un juego de escritorio con cortaplumas, pluma, pinzas, junquillos y portaplumas. Una mano de papel para escribir. Cera roja…

      —Desde luego sus eminencias no se privan de ningún capricho. Son como niños —Alessandra estaba tan admirada por las exigencias de los cardenales, como por la buena memoria de Ángelo. Y le sugirió—: Si está en vuestras manos, un día de estos lo invitamos a cenar y probamos a sonsacarle sobre asuntos de más calado.

      A Ángelo la insaciable curiosidad de Alessandra lo tenía poco menos que anonadado, y estaba persuadido de que, si le trajese a Johann Burchard, ganaría enteros en la elevada cotización de la que a sus ojos ya gozaba.

      —¿Haríais eso por mí? —la cortesana parpadeó de forma teatral y se propuso aprovechar el momento—. ¿Y podría saberse quién es el cardenal que cuenta con más posibilidades para ocupar la silla de Pedro?

      —Puede que sea su eminencia Giuliano della Rovere, toda vez que con el último papa ya gobernó de facto, amontona años de servicio y goza de un gran predicamento entre la mayor parte de los cardenales. Tampoco está mal situado su eminencia Ascanio Sforza, hermano de Ludovico el Moro, príncipe de Milán. De cualquier modo, Burchard es del parecer que aquel que entra al cónclave como papa sale como cardenal, o lo que viene a ser lo mismo, que el favorito acaba derrotado y el que menos se espera se alza con el triunfo. Ya acaeció con la elección del cardenal Cibo, Inocencio VIII, en opinión de mi amigo un papa nefasto, a quien más que otra cosa ha preocupado amasar riquezas y colmar de prebendas a los suyos.

      Alessandra acordó incidir sobre la brecha que Ángelo había abierto.

      —¿Creéis que en la elección del nuevo papa primarán los intereses económicos sobre el interés puramente espiritual?

      Ángelo, que acababa de saborear un mazapán de Siena, cuya calidad ponderó como si antes no hubiera probado otro igual, tomó una servilleta con la que se limpió los labios y no sin cierta parsimonia se aprestó a responder.

      —Mi admirada Alessandra, ojalá poseyese dotes de adivino. A modo de ejemplo podría haceros partícipe del comportamiento que, para salir elegido, protagonizó el anterior pontífice. En el cónclave no se avergonzaba de garantizar a varios cardenales, a fin de que lo votasen, cuantas peticiones le hacían por descabelladas que fueran, hasta el punto de que las eminencias que estaban por meterse en la cama y no habían sido informados de nada, en cuanto se percataron de lo que se estaba tramando a sus espaldas, abandonaron sus celdas y corrieron a medio vestir, a efectuar también sus demandas a cambio de su voto.

      Alessandra diseñó una mueca de desconcierto, que hizo especular a Ángelo que lo que le había revelado no entraba en sus cálculos. Los cardenales, en paños menores, corriendo de madrugada por la capilla del Vaticano a la caza de canonjías a cambio de su voto resultaba de lo más cómico, pero era una realidad que no admitía discusión.

      —Y lo más admirable de esta historia es que a la larga Inocencio VIII no cumplió ninguna de sus promesas —remachó Ángelo, crecido por el impacto que sus palabras estaban suscitando en Alessandra—. Sea como sea, en los tiempos actuales no sería concebible un poder exclusivamente espiritual del papa. Si se pretende estar en igualdad de condiciones con los demás Estados de Italia y de la cristiandad, ha de verse refrendado por otro económico y militar.

      —Si os pusieran una daga al cuello y os vieseis obligados a dar el nombre del cardenal que

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