El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
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Se cruzó de brazos, corrió los párpados y se dispuso a esperar. Semanas atrás, en el evangelio de la misa a la que asistió en la iglesia de San Clemente, había quedado impresionado por una parábola que narraba la historia de un samaritano que se encontró en el camino a un hombre medio muerto, a quien habían asaltado unos bandidos. El samaritano se acercó a él, derramó en sus heridas aceite y vino y las vendó, y montándolo luego en su cabalgadura lo trasladó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó de su bolsa unos denarios y se los entregó al posadero con el ruego de que mirara por él y le prometió que, si gastaba más, a su vuelta se lo reintegraría.
Quién no le decía que el hombre que se había prestado a socorrerlo no era como el buen samaritano de la parábola y regresaba y lo sacaba del agujero. Y hasta que regresaba, se puso a discurrir la manera de auparse a las alturas con el menor coste posible. De todas maneras, entre el porrazo que aún lo tenía aturdido, la fatiga por tanto reptar y la pierna que seguía más muerta que viva, el ascenso no iba a resultarle tarea fácil. Aunque, bien pensado, si desde arriba se actuaba de la forma que se estaba figurando, él apenas tendría que esforzarse, solo cuidar de que el nudo con el que iba a asegurar la cuerda a la altura de la cintura estuviera lo suficiente apretado como para no soltarse y no tanto como para dejarle sin aire. Ignoraba la edad del hombre al que aguardaba, si bien de resultas de su voz aseguraría que se trataba de una persona madura. Tampoco se hacía una idea de su físico, de si era alto o bajo, fuerte o débil. Fuera como fuese, tal detalle lo apreciaba irrelevante, tampoco se vería obligado a sudar en demasía, por cuanto su trabajo iba a consistir en desenganchar el mulo del carro y atar la cuerda al gancho del tiro. Era una operación tan simple, que hasta un niño podría realizarla.
El tiempo iba pasando, del buen samaritano no había ni rastro y por vez primera le invadió una sensación de claustrofobia, que provocó que la respiración se avivase, el rostro se congestionase y el sudor corriese por el cuello, el pecho y la espalda. Y para echar más leña al fuego le dio por maliciarse que el buen samaritano estaría muerto de la risa, tomándose unos vasos de vino a su salud, bosquejando en qué se fundiría los ducados que iba a sacar por la venta del carro y el mulo. Pero lo que más encanallado lo tenía era que, si gracias a la intervención de otro transeúnte acababa fuera del agujero, no iba a poder darse el gusto de ajustarle las cuentas a aquel aprovechado que se había burlado de él. Y esa reflexión acabó por hundirlo del todo y convencerlo de que, si en un plazo más o menos aceptable no aparecía, se pondría a gritar de nuevo.
Por nada de esto tendría que haber pasado si, después de haberse desahogado en la taberna, se hubiese ido a dormir al carro y a la mañana siguiente, abiertas ya las puertas de la muralla, lo hubiese arreado a su casa en el campo. Pero con excedente de vino en el cuerpo le daba invariablemente por lo mismo, por patearse media Roma a la luz de la luna y aguardar a que el aire fresco de la noche le apagara la borrachera. Y juró por todos los Santos que, si salía de esta y recuperaba el mulo y el carro, renunciaría al vino y se daría por satisfecho con zumo de frutas y agua.
5
Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492
Miguel Corella, quien sirve como guardaespaldas al obispo César Borgia, es llamado al Vaticano por Rodrigo Borgia, padre de César y nuevo pontífice con el nombre de Alejandro VI
Había entrado en Roma por Porta Angelica, luego de haber cabalgado desde Spoletto y cubierto las veinticinco leguas que enlazaban las dos ciudades en poco más de cinco horas, para lo que había dispuesto de dos caballos, el que montó a la salida, de origen bereber, negro zaino y bragado, y el que llevaba de reata, un semental español, alazano y careto, de abundante hueso y alzada pronunciada. Cuando a la altura de Terni advirtió que a su primera montura empezaba a faltarle el resuello y estaba a pique de reventar, se deshizo de ella y sin perder un minuto se pasó a la segunda, que cubrió el tramo restante.
Si al partir camino de Roma estaba destacado en aquella ciudad de Umbría en la que no se le había perdido nada y que Cicerón había calificado de colonia latina in primis firma et illustris, no era fruto del azar, sino porque así lo había ordenado el obispo de Pamplona César Borgia, a quien servía como guardaespaldas, desde que dos años atrás su ilustrísima se hubo instalado en Pisa con el empeño de cursar los estudios de Teología. Aunque en honor a la verdad, tenía que reconocer que el jovencísimo prelado no había hecho sino acatar la voluntad de su padre, el nuevo pontífice, quien, para evitar habladurías, le había recomendado encarecidamente se abstuviese de asistir a su coronación en Roma y se desviase a Spoletto en unión de su séquito.
Con la carta para su hijo en la que le prohibía su presencia en Roma había llegado otra para él, igualmente cerrada con lacre y con el sello del anillo papal, en la que su santidad le pedía, por supuesto encarecidamente, que a la mayor urgencia hiciese acto de presencia en las dependencias del Vaticano, donde, una vez recibiese instrucciones del maestro de ceremonias Johann Burchard, pasaría a la sala de audiencias para mantener con él una entrevista privada.
A lo largo del camino que lo conducía a Roma, había dispuesto de tiempo para hacerse cábalas acerca de la razón que habría impulsado a Alejandro VI a convocarlo. Hasta donde a él se le alcanzaba, no le constaba que el papa lo conociera, al menos en persona, a lo sumo estaría al corriente del servicio que prestaba a su hijo César, y poco más. Entonces, ¿a qué venía citarlo y con tanta premura? Como no fuese para reprenderlo por acompañar al joven, a quien las putas se lo disputaban como un tierno bocado, a cubiles de los que salía la mayoría de las ocasiones sin un ducado y apestando a vino…
Aunque tampoco ese comportamiento se le antojaba tan desvergonzado como para censurarlo. Todos los estudiantes lo hacían y el joven obispo no iba a constituir la excepción. Tenía la sangre caliente, era apuesto y simpático, vestía de seda, tafetán o terciopelo con joyas y piedras preciosas al modo de un príncipe, el dinero lo manejaba a manos llenas, e iba seguido de una corte de españoles que le reían las gracias. Si se adentraba con él en aquellas tabernuchas era porque entre las obligaciones que había contraído al tomar posesión de su cargo se incluía la de no dejarlo solo ni a sol ni a sombra. De hecho, dormía a los pies de su cama y, por lo que pudiera pasar, ni en sueños se desprendía de la daga.
Que al santo padre le asistía el derecho de reprobarlo por «alentar» los malos hábitos de su señor no iba a ponerlo en entredicho. Pero se le hacía cuesta arriba entender que a un hombre de mundo como el que le había remitido la carta le inquietaran esas minucias, máxime cuando él en sus tiempos de estudiante en Roma y en Bolonia había tomado parte en jolgorios y frecuentado tabernas y prostíbulos.
Después de haber efectuado el cambio de caballo, como si el semental español que ahora montaba le hubiese insuflado una bocanada de optimismo, se había puesto a barajar que lo mismo la razón de tan inesperada citación se debía al deseo de su santidad de hacerle patente su felicitación por el trabajo desarrollado en Pisa. Y de modo especial por el arrojo exhibido la noche en que, a la salida de un burdel, por poco si pierde la vida al defender a César de la embestida de cuatro o cinco maleantes, que al revolver una esquina lo acechaban espada en mano y exigían su capa bordada en oro de la que colgaban piedras preciosas.
De Alejandro VI, más allá de lo que de él se rumoreaba, sabía lo que en contadas ocasiones le había revelado su hijo César cuando el vino lo volvía más parlanchín, a lo que venían a sumarse las informaciones