El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
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—Habrás deducido, Michelotto, que nuestras esperanzas las tenemos depositadas en nuestro hijo Juan, quien, como no ignoras, se halla en España, en César, a la sazón en Spoletto, y en Lucrecia y Jofré, en la actualidad en Roma, en casa de nuestra prima Adriana. Pero, lo que son las cosas, los cuatro constituyen al mismo tiempo nuestra principal fuente de preocupación. ¿Que por qué decimos esto? La influencia de un papa dura en tanto en cuanto continúe con vida y en pleno disfrute de sus facultades, con su muerte muere también el poder de su familia. Que vamos a morir es algo que está fuera de toda duda, pero ya pondremos los medios a nuestro alcance para que nuestros hijos queden perfectamente situados y nadie maniobre en su contra. ¿Cómo? Procurándoles un futuro digno, colmándolos de dádivas y riquezas que perduren en el tiempo, haciéndoles emparentar, a través de alianzas matrimoniales, con familias de abolengo. Que nos van a acusar de nepotismo lo tenemos aceptado y que nos van a denigrar esos fariseos, que de estar en nuestra piel actuarían lo mismo que Nos, tampoco es algo que nos quite el sueño.
El cuadro que Alejandro VI le estaba pintando a Michelotto no le cogía de sorpresa. Los planes que para sus hijos tenía pergeñados no se diferenciaban en gran medida de los que pontífices anteriores habían diseñado para los suyos. Hasta cierto punto resultaba de lo más lógico y natural. Lo que ya no le quedaba tan evidente era por qué, sin conocerlo, y por muy meritorios que fueran los informes que de él había recibido, lo hacía confidente de sus intimidades y le desnudaba el alma.
El silencio que siguió a la última intervención del santo padre estuvo en un tris de quebrarse, por el incontenible deseo de Michelotto de inquirir la razón por la que lo había hecho llamar. Pero se le reavivaron las instrucciones del meticuloso Burchard y juzgó más inteligente esperar a ser interpelado para tomar la palabra.
—Amigo Michelotto, te estarás cuestionando para qué te hemos hecho comparecer ante Nos y por qué hemos compartido contigo nuestras cuitas —el pontífice le había leído el pensamiento —. Los servicios que hasta aquí has prestado a plena satisfacción a nuestro hijo César han de pasar a mejor vida, o, expresado de otro modo, han de ampliarse y extenderse a la familia entera. Queremos que te encargues, sin escatimar tiempo ni esfuerzo, de la seguridad de todos nuestros hijos, de proteger sus hogares, de escoltarlos en sus viajes, de garantizar su seguridad ante los peligros que los acechan. Los procedimientos que emplees, por expeditivos que sean, nunca los vamos a poner en cuestión. Y no solo eso, Roma asimismo te necesita. Hemos perdido la fe en los capitanes de cuya integridad, de cuya lealtad depende el orden público, nos asalta la duda de si no se habrán contagiado de la dejadez y apatía del último pontífice, nuestro predecesor Inocencio VIII. Te demandamos, pues, que asumas las riendas y adoptes las medidas que estimes oportunas, por crueles e impopulares que sean, para restablecer el orden, para que esta ciudad vuelva a ser la ciudad que fue. Nuestro apoyo lo tienes garantizado y los medios que precises también. ¿Qué me respondes?
A Michelotto la garganta se le había secado, y no precisamente de hablar, y le costó Dios y ayuda arrancar y dar con las palabras pertinentes para replicar a su santidad. Carraspeó un par de veces y dijo:
—Santo padre, que hayáis reparado en mi humilde persona para tan elevado cometido lo considero un honor inmerecido. Detrás de vuestras palabras, de vuestros deseos, se esconde la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo y como tal he de acatarla. No sé si sabré estar a la altura de lo que me pedís, pero tened la seguridad de que me dejaré hasta la última gota de mi sangre por daros satisfacción.
Alejandro VI cogió la campanilla de la mesita que había tomado el vaso de agua y la hizo sonar poniendo así fin a la entrevista con Michelotto, que de ser el guardaespaldas de su hijo César pasaba a convertirse en el responsable de la seguridad de todos los miembros de la familia y el garante del orden en la capital de los Estados Pontificios. A la vez que hacía una reverencia y se dirigía a la puerta de salida sin perderle la cara a su santidad, su mente ya maquinaba el modo de hacer frente a la ardua misión que se le había asignado. Y fue al pasar bajo el dintel y atacar el pasillo por el que había venido, cuando le volvieron dos de las frases que habían salido de los labios del representante de Cristo en la tierra: «Los procedimientos que emplees para conseguirlo, por expeditivos que sean, nunca los vamos a poner en cuestión». «Queremos que tomes las medidas que estimes oportunas, por crueles e impopulares que sean, para restablecer el orden».
7
Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492
Stéfano, el labriego caído en un agujero, es detenido cuando intenta salir de Roma
Las providencias habían sido lo suficientemente explícitas y tajantes, como para que los guardias que custodiaban las puertas de acceso a la ciudad las cumpliesen a rajatabla. El nuevo capitán que, desde que Alejandro VI se hubiera sentado en la silla de Pedro, los mandaba, no se andaba con minucias a la hora de exigir el acatamiento de las mismas. En la semana escasa que llevaba al frente de las fuerzas de seguridad de Roma había dejado traslucir un rigor, que derivaba en crueldad al ir a tomar medidas contra aquellos que las infringían.
Michelotto había impartido órdenes de que patrullaran día y noche por los barrios más inseguros de la ciudad, se detuviera sin la menor consideración a cuantos presentaran una actitud sospechosa y se vigilara el paso por las puertas que, a través de las murallas, enlazaban la sede de los Estados Pontificios con el exterior. Inserta en la tarea encomendada iba el registro concienzudo de carros, carruajes y cabalgaduras, que hasta entonces habían entrado y salido como si nada y aprovechado para traficar con armas, oro o dinero, que en no pocas ocasiones se desviaban con la voluntad de financiar revueltas.
Porta San Paolo recibía a una ola de campesinos que, procedentes de los predios que prolongaban la ciudad, traían sus productos extraídos de la tierra o arrancados a los árboles para venderlos o intercambiarlos por otros productos en el mercado, que al romper la mañana se abría en Campo dei Fiori. Por más que la férrea vigilancia de los centinelas y los registros a la entrada los incomodasen y retardasen el arranque de su actividad, aquellos hombres del campo no ocultaban su contento porque, merced a estas medidas, se estaba ganando en seguridad, lo que traía aparejado un incremento de las ventas. Eran medidas penosas, pero eficaces.
De ahí que no comulgaran con la postura de aquel individuo mal encarado y desabrido que, cuando la tarde ya moría, se manifestaba reacio a que le registraran el carro unos pasos antes de salir por Porta San Paolo que, junto a Porta San Sebastiano, ponía en comunicación la ciudad con las tierras del sur. Como tampoco entendieran el revuelo que, instantes después de que uno de los vigilantes se introdujera en el interior del vehículo, se formó alrededor y concitó la atención de sus compañeros del puesto de guardia. Que se habían tropezado con algo que no esperaban se palpaba en el ambiente. Y la presencia al cabo de un rato de Michelotto, el hombre al que ya empezaban a respetar y llamar su excelencia, vino a corroborar tal suposición.
—Tú y yo tenemos que hablar —fueron las primeras palabras que escaparon de los labios de su excelencia. Su mandíbula se tensó y sus ojos taladraron los de aquel pobre diablo, que no sabía con quién se la estaba jugando.
—Yo no he hecho nada malo —el propietario del carro que acababan de registrar no quitaba ojo de la cicatriz que cruzaba la cara de Michelotto.
—¿Y lo que mis guardias han descubierto debajo de la manta? —Michelotto