El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero страница 16

Автор:
Серия:
Издательство:
El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero

Скачать книгу

que Dios había puesto en mi camino y me había salvado la vida. Me deshice en elogios a su bondad, le indiqué que mientras viviese estaría en deuda con él y me ofrecí a recompensarlo, ofrecimiento que rechazó, pues la única recompensa que interesaba a aquel bendito era la que Dios le tenía reservada en el cielo. Y ahí nos despedimos, él por su camino y yo por el mío.

      —Tu relato ofrece tantos puntos débiles, que me impulsa a reconsiderar la conveniencia de seguir con el plan que tenía trazado: llevarte a Torre di Nona para que recuperes la memoria.

      Las palabras de Michelotto fueron rubricadas por otro tremendo puñetazo asestado, en esta oportunidad, en el hígado de Stéfano.

      —Os he contado las cosas tal y como sucedieron. Allá vos si no confiáis en mi palabra —se lamentó Stéfano, todavía doblado por el efecto del golpe.

      —¿Cuál es el nombre de ese ángel y en qué barrio vive? — indagó Michelotto.

      —Me quedé con las ganas de que me lo dijera. Prefería quedar en el anonimato más absoluto. Me aseguró que así su acción adquiría más mérito a los ojos de Dios.

      —¿Por qué, una vez liberado del hoyo, no agarraste las riendas de tu mulo para regresar de inmediato al campo? ¿Por qué has esperado tanto tiempo para cruzar por Porta San Paolo? —preguntó Michelotto.

      —De resultas de la caída en el agujero un hueso se me había desplazado de su sitio. Cada vez que daba un paso veía estrellas. A la pierna le eran precisos cuidados que solo me podían prestar en la ciudad. Y ya medio restablecido, por recomendación del curandero que me la recompuso, hube de quedarme tendido en el interior del carro sin moverme. Por fortuna, uno tiene amigos y gracias a ellos, que me llevaban alimentos y efectuaban curas, logré sobrevivir — alegó Stéfano, quien en realidad había retardado la salida por miedo a sufrir un asalto a lo largo del camino, dado que por esas fechas, en que la sede papal se hallaba vacante, se perpetraban frecuentes delitos.

      —Y el cofre, ¿de dónde ha salido? A este paso acabarás por hacerme creer que te llovió del cielo o te lo regaló el buen samaritano —el vaso de la paciencia de Michelotto había rebosado. Lo agarró del cogote y le espetó—: andando, a Torre di Nona.

      —Me lo encontré en la cueva en la que había caído. Estaba cubierto por un montón de tierra y escombros y tropecé con él. Abrirlo me llevó su tiempo y, no más meter las manos en su interior y verificar lo que guardaba, la cabeza empezó a darme vueltas y el corazón por poco se me sale por la boca. Tenía claro que si llegaba a salir con vida del agujero, me esperaba una existencia tan regalada como la del cardenal más rico o el mismo papa. Y nunca más me vería obligado a trabajar. Claro que ahora…

      —¿Y tuviste la desfachatez de no hacer partícipe de tu hallazgo al hombre que te salvó? —a Michelotto no le cabía tanta indignidad.

      —Le propuse repartirlo con él, pero se opuso a ello. Me dio a entender que los bienes terrenales le traían sin cuidado. ¿Qué podía hacer yo?

      Minutos después de haber concluido el interrogatorio, Michelotto, Stéfano y dos de los hombres que hacían guardia en Porta San Paolo y llevaban en sus manos cuerdas y antorchas apagadas, guiaban sus pasos en dirección al monte Opio, en una de cuyas laderas los aguardaba la cueva a la que se descendía por una grieta de la superficie. Luego de unas tentativas fallidas de Stefano para dar con el punto exacto, que a Michelotto le parecieron hechas aposta para ganar tiempo, por fin dieron con lo que buscaban.

      —Encended las antorchas y echad las cuerdas. Bajaremos Stéfano y yo —dispuso Michelotto a los dos guardias, que ignoraban la razón por la que estaban allí y lo que se le había perdido a su excelencia en el fondo de la tierra.

      La antorcha en una mano y la cuerda en la otra, primero Stéfano y después Michelotto se introdujeron por la grieta medio tapada por hierbajos y fueron descendiendo hasta posar los pies en el suelo. Un olor insufrible, como a bicho muerto, que se propagaba desde el suelo hasta el techo, para quedar flotando en el espeso aire que allí circulaba, los forzó a contener la respiración. El resplandor de la llama iluminaba la pared de delante, que daba la impresión de estar tachonada de pinturas desvaídas cuya temática se le escapaba a Michelotto, quien sin apartar la vista de ellas avanzó con la intención de analizarlas más de cerca. Aunque igual había sido objeto de una ilusión óptica y lo que tenía enfrente de él era un simple muro desconchado.

      En esta disyuntiva se hallaba, cuando su pie derecho, al avanzar, fue a tropezar con algo que por poco le hace trastabillarse y caer de bruces al suelo. Bajó la antorcha para averiguar de qué se trataba y al punto descubría que lo que había interceptado su paso era un cuerpo, que vestido con un hábito religioso estaba tendido bocabajo. Se agachó, le dio la vuelta, le limpió la tierra que le ocultaba la cara y constató que era la de un varón grueso, que en su momento habría sido bien parecido, y que tal vez fuera el monje sobre cuya desaparición alertó el otro monje que en Torre di Nona se esforzaba por sonsacar sus pecados a la bruja condenada a la hoguera.

      Michelotto se hincó de hinojos y salmodió una plegaria. Sus ojos rastrearon los de Stéfano, que en cuclillas se daba golpes de pecho, lloraba y gritaba su arrepentimiento, por haber empujado por la grieta a aquel hombre cabal al que debía la vida.

      —Merezco morir en la horca o en el fuego. Que Dios se apiade de mi alma.

      Michelotto no se rebajó a efectuar comentario alguno ni a golpearlo hasta destrozarlo por completo o estrangularlo. Se limitó a despojarlo de la cuerda, atar con ella al monje que en vida tal vez hubiera lucido una tez sonrosada, y vocear a los dos guardias que tiraran con fuerza para arriba. Una vez lo hubieron izado y depositado en tierra firme, se repitió la maniobra, esta vez con Michelotto como protagonista del ascenso. No bien enfrentó sus ojos a los de los dos guardias y echó una última mirada al cadáver, los apremió a que fueran por cuantos materiales y aparejos estimasen precisos para taponar la grieta, por supuesto con Stéfano dentro, y trasladaran al monje al convento al que pertenecía. Hasta tanto el cierre del agujero no hubiera llegado a su término, no tenía intención de retirarse de allí. Había de estar seguro de que ningún otro desgraciado iba a caer por él.

       9

       Roma, finales de septiembre del año del Señor de 1493

       Cena en la villa del banquero Ángelo Ruggieri, a la que asisten su protegida Alessandra y amigos de ambos

      Desde que se hubo iniciado la cena, la orquesta no había dejado de tocar. Los sones del laúd, de la flauta, del arpa, del rabel y del violón, interpretados por profesionales venidos de Civitavecchia, a quienes habían instalado sobre la tarima del fondo de la estancia, tejían un espacio de intimidad, que animaba a hombres y mujeres a conversar en voz baja y compartir confidencias. Sentados a una mesa alargada, que arropaba un mantel de lino del color del marfil con escenas de la Odisea bordadas en oro y pedrería, habían degustado truchas con alcaparras de Egipto, melón con malvasía de Gandía, y lenguas de faisán, todo ello regado con los vinos más costosos de Grecia y Sicilia.

      Y ahora, a los postres, entre bocado y bocado de dátiles, confituras y pasteles, observaban, sin ahorrar exclamaciones de admiración, cómo los platos de oro en los que les habían servido, después de ser retirados por los camareros con estudiada indiferencia, estaban siendo arrojados por las ventanas a las aguas del Tíber, que corría justo por debajo del salón que los acogía. Lo que escapaba a su conocimiento, sin embargo, era que antes de que fueran a caer a su sucia corriente y perderse para siempre, eran recogidos por unas redes disimuladas en el aire y cruzadas entre balcón y balcón.

Скачать книгу