El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
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—¿Y de qué forma reaccionó Della Rovere? —se preguntó a sí mismo el banquero, cada vez más enardecido—. Se puso del lado de Orsini y del rey de Nápoles, lo que provocó que el santo padre lo acusara de traidor. A partir de aquí, el cardenal empezó a cuestionar a Alejandro VI todas sus decisiones, todos sus nombramientos, a día de hoy apenas si aparece por el Vaticano y vive poco menos que atrincherado en su castillo de Ostia.
Alessandra se estaba percatando de que, si continuaba la conversación por tales derroteros, sus dos amigas iban a acabar por aburrirse y más pronto que tarde dar por concluida la velada y despedirse. Así que, apostó por un asunto, en teoría de menor calado y al alcance de ambas, en el que de meras oyentes pudieran pasar a protagonistas.
—¿Cómo ha encajado su santidad la ausencia de la niña de sus ojos? —aun cuando la pregunta de Alessandra fuese lanzada a todos, esperaba que fuesen sus amigas las que opinaran.
—Me pongo en su lugar e imagino la soledad que lo embargará —apreció la falsa rubia—. Lucrecia acaba de cumplir catorce años y hasta ahora no se había separado de su padre.
—La han casado con un viudo al que no conocía de nada y que le dobla la edad. Y a la ceremonia de boda no acudió madonna Vannozza, su madre, ni Jofré, su hermano pequeño. Para una niña ha de ser muy duro no tener cerca a su madre en una fecha tan señalada y sí, en cambio, a la nueva amante de su padre, la bella Giulia Farnese —los ojos azules de la cortesana entrada en carnes se humedecieron y en un gesto de lo más gallardo el embajador de Génova le prestó su pañuelo.
—Al menos disfrutó del respaldo de su padre, su santidad el papa, quien ofició una emotiva ceremonia, así como de sus otros dos hermanos. Si no fuera porque los ojos de Juan dan la impresión de transmitir susceptibilidad y desconfianza y los de César una ilimitada fe en sí mismo, me aventuraría a asegurar que ambos guardan un parecido asombroso. No pueden negar que son hermanos —la falsa rubia estaba en su salsa y por sus comentarios se diría que a diario compartía mesa y mantel con los hijos de Alejandro VI y madonna Vannozza.
—De la organización de la ceremonia me encargué personalmente yo. No iba a consentir que el más nimio error echara a perder la boda de la hija del papa en el Vaticano. Dispuse que las paredes de la Sala Real y los salones que la rodean las adornaran terciopelos y tapices, en el centro hice que se emplazara el trono de Pedro para el santo padre y a su alrededor tronos más bajos para sus eminencias, y mandé inundar el mármol del suelo de cojines de plumas. A su entrada, a Lucrecia la seguía una escolta de cien damas, entre las que, por expreso deseo de su santidad, iba la bella Giulia. Pero, pese a mis desvelos, hubo dos detalles, dos puntos negros, que enturbiaron mi labor. No voy a perdonar que la mayoría de las damas al pasar por delante del papa olvidaran arrodillarse como se les había advertido, ni que su eminencia el cardenal César Borgia rompiera el protocolo y se lanzara a besar a su hermana en los labios. El protocolo es el protocolo y hay que respetarlo. Una vez la ceremonia hubo llegado a su fin, se celebró una cena a la que puso la guinda una fiesta con música y baile, que se prolongó hasta el amanecer —al atildado, eficiente y meticuloso Johann Burchard le halagaba que le reconocieran sus méritos y no perdía ocasión de airearlos.
—Hoy en día raras son las bodas que se celebran por amor, y la de Lucrecia es un fiel exponente de lo que afirmo. En su enlace con Giannino Sforza, el «Sforzino», han confluido variados factores que lo han propiciado. Tened presente que el novio es sobrino de Ludovico Sforza, el «Moro», duque de Milán, y al mismo tiempo de su eminencia el cardenal Ascanio Sforza, quien tanto batalló en el cónclave para que saliera elegido Alejandro VI. Está fuera de toda duda que lo mismo para uno que para otro representa un altísimo honor emparentar nada más y nada menos que con su santidad. Y de otro lado, en virtud de esta boda, el santo padre se procura un socio poderoso, que, unido por lazos de sangre, viene a reforzar la alianza firmada con el Ducado de Milán —como buen conocedor de los recovecos de la política, a su excelencia Francesco Marchesi, embajador de Génova, no le habían pasado inadvertidos los intereses de unos y de otros, a la hora de concertar el matrimonio entre Lucrecia y Sforzino.
—De haber estado aquí mi hija Margherita, que como bien conoce madonna Alessandra, profesa un franco cariño a Lucrecia, os aseguro que habría discrepado de vuestro parecer. No sé si influida por la boda de su amiga, me ha hecho prometer que no voy a obligarla a casarse con alguien de quien no esté enamorada —objetó Ángelo.
—En cuanto se haga mayor, pensará de otra manera — contraatacó Marchesi.
—Sea como sea, mi admirado embajador, recemos al Altísimo para que derrame una lluvia de dones sobre los contrayentes y a no mucho tardar proporcione un nieto sano y fuerte a su santidad — echó el cierre a la noche Ángelo Ruggieri, el propietario de la mansión en que habían cenado.
10
Roma, mediados de febrero del año del Señor de 1494
Michelotto y el recién nombrado cardenal César Borgia visitan al judío Elías
El tintineo de una campanilla, que por momentos se apreciaba más nítido, hizo que a los dos hombres les aguijoneara la curiosidad por informarse de lo que estaba ocurriendo a pocos pasos de ellos. En razón de los comentarios que vertían los individuos que se apresuraban calle arriba y pasaban por delante con el rostro desencajado, en un abrir y cerrar de ojos averiguaron que la hacía sonar un leproso, con la intención de que los viandantes pusiesen tierra de por medio y no acabasen contagiados a su paso. Detuvieron su caminar, apoyaron la espalda en la pared y, no bien hubieron advertido, en medio de la calle desierta, la presencia del hombre que, encorvado, entre harapos y vendas, hacía el amago de darse la vuelta para evitar que corrieran peligro, se le acercaron, le brindaron una mirada de conmiseración y se santiguaron. El más alto de los dos extrajo de la bolsa de cuero que pendía del cinturón unas cuantas monedas y se las depositó en la mano.
Con un «que Dios Misericordioso os lo recompense» del leproso revoloteando en sus oídos, reiniciaron la marcha por aquel dédalo de callejuelas que se extendía en derredor de Campo dei Fiori, donde se asentaban infinidad de talleres que llevaban ya unas horas a pleno rendimiento y, luego de dejar atrás el barrio de los copistas, de los libreros y de los miniaturistas, en los que no resistieron la tentación de manosear sus recientes creaciones, abordaron sin más incidentes la calle de los perfumes. El viejo estaba fuera del mostrador, frente a una dama de aire aniñado y distinguido que, empinada sobre la punta de unos botines de fina piel, curioseaba uno de los frascos de vidrio que se desbordaban de los anaqueles. Destapándolo se lo acercó a la nariz, entornó los ojos e inspiró en profundidad, para seguidamente interesarse por la composición de su fórmula. La aclaración del viejo debió de dejarla complacida, ya que al poco extraía de su bolso de mano unas monedas, las dejaba sobre el mostrador y escoltada por una criada cruzaba el umbral de la puerta.
Fue el más bajo de los dos el que se chocó de frente con ella, el que tuvo que sujetarla por el talle para que no acabase por los suelos y el que se deshizo en mil disculpas por su torpeza. El rubor se le extendió por el rostro, la vista se le nubló y la perfumería empezó a darle vueltas, mientras el alto prorrumpía en una carcajada, al percatarse del embarazo de su amigo.
—La próxima vez mirad por donde andáis —la dama, al sonreír, dejó al descubierto unos dientes de niña y sus ojos de un tono ambarino examinaron de arriba abajo al hombre con el que se había tropezado.
Una vez la dama hubo desaparecido de su vista, el visitante más bajo, que parecía haberse ya repuesto de la impresión sufrida, avanzó unos pasos y se fundió en un abrazo con el viejo, que combatía el frío con una zamarra de piel de